Este libro es el testimonio dirigido hacia todas aquellas personas que compartieron conmigo tanto la vida familiar como social y de trabajo, donde transcurrió mi vida intima en busca del bien y la verdad, en busca del verdadero camino del hombre hacia su realización, siendo por muchos incomprendido y para muchos simplemente un fracasado. para que en ningún momento se sientan responsables de su conducta que tanto me ha afectado; pues no hay en mi corazón rencor contra nadie; porque considero que era el destino de mi existencia; marcado, como la de todos los hombres de mi tiempo, por el signo del sufrimiento y de la esperanza.
Hoy, cuando la luz se anuncia en el horizonte, a todos digo, sintiendo apresada en mi puño la rienda del futuro " salud ".
PROLOGO:
Pertenezco a una generación atormentada, una de aquellas generaciones sobre a cuyas espaldas las oscuras tempestades de la crisis mundial de este siglo.
Nunca el hombre vio de tal manera violentado por fuerzas extrañas a la naturaleza, ni los principios aceptados como universales en la formación y el respeto de la humanidad sufrieron jamas derrota semejante.
Los justos, los que quisieron sustentar aquellos principios, fueron arrollados, el pergamino de sus decálogos estrujado por la ira y arrojado al cubo de la basura, la basura lo invadió todo. cuando ellos cayeron el hombre se condeno a la podredumbre.
Yo soy un hombre de aquella generación que conoció el gran crimen. un hombre insignificante que quiere dejar su testimonio oscuro e intransigente a sus hijos, y los hijos de otros hombres insignificantes como el: hombres sin historia, arroyuelos incógnitos destinado unicamente a engrosar el gran torrente humano que se precipita con rumbo desconocido.
Había, y todavía quedan, muchos hombres como yo de aquellos tiempos. No obtuvimos condecoraciones, ni diplomas honoríficos por el sacrificio de nuestra vida.
Durante mucho tiempo, nuestros mejores años, pusimos nuestra fe en las palabras deslumbrantes, en los boletines folletinescos, en las gesticulaciones truculentas frecuentemente calificadas de heroicas, y fuimos la legión silenciosa, anónima, cuya masa modela a capricho un destino turbio e inexorable vestido de oropeles y banderas flameantes. llegamos a creer que sufríamos por el destino de nuestros hermanos, de nuestros hijos, las trincheras en que tantos se debatían, los esfuerzos extenuantes, podían ser abismos que separaban dos altas cordilleras de ideales.
Yo que he sobrevivido a aquellos huracanes, me pregunte a veces si mereció la pena...... y examino mi vida y la vida de tantos otros muchas veces perplejo, esperando siempre, esperando......
Al despertar en mi memoria el recuerdo del pasado se tensa la piel de mis sienes como si se me erizara el cabello y un sudor frio invade mi piel y en mi garganta se aprieta una angustia que me hace desfallecer.
CAPITULO 1º
Mi padre cabo de la guardia civil, era un hombre de carácter recto, de carácter firme como sus rasgos, pero a quien el uniforme de la guardia civil no había deshumanizado. por eso aquella tarde de mayo de 1,923 durante mi bautizo, según comentarios posteriores de mi madre, había en su expresión como una luz suave, como si la ternura quisiera romper los moldes de su habitual severidad.
Sus oscuros ojos recorrieron la escena dentro de la penumbra de la humilde iglesia aldeana. fue una escena sombría y no hubo celebraciones festivas. meses antes mis padres habían perdido al segundo fruto de su matrimonio, un hermoso niño que colmo efimeramente sus ilusiones.
Al cruzar su mirada con la de mi madre debió comprender cuantos sentimientos turbaban su alma, viéndola temblar de amor y gozo al contemplarme sobre la pila bautismal, tan indefenso en mi pequeñez, soñoliento en el paraíso de mi inocencia, ajeno a mi futuro tan amado como temido, y debió sonreír cuando sin duda para conjurar los posibles peligros de este futuro, fui rendido a los pies del @ muy milagroso " Cristo del Paño" , tosco lienzo que presidia con su imagen la modesta iglesia ante la ingenuidad de sus gentes. así desearon me colmase de bienes y bienaventuranzas; pero no le caí en gracia, o pronto se olvido de otorgarme sus favores; de tal modo que mi vida derivo por cauces muy distintos a los que podrían preverse desde tan buenos auspicios.
Apadrino mi bautizo un potentado del pueblo; cuyas artes del caciquismo le habían deparado la vara de alcalde. quiso con ello honrar al primer comandante de puesto de la guardia civil recién estrenado, del que, sin duda, esperaba sustanciosos servicios en época cada vez mas turbulenta e insegura con la que vivían los bien dotados económicamente.
La creación de aquel cuartelillo de la guardia civil fue un acontecimiento que vino a turbar la monotonía de la vida lugareña unos meses antes de mi nacimiento. el día que llegaron mis padres y los guardias y familiares que constituían la plantilla del mismo los labradores se vistieron de domingo y ceso el entrechocar de los vasos de vino habituales en el atardecer rural.
El alcalde, el cura, el medico y los propietarios de mas categoría acudieron a presentar sus respetos. algunos respiraron con satisfacción al sentirse mas seguros. Otros, hombres de campo no tan privilegiados miraban sus adulaciones con socarronería, y alguna brisa murmuro oscuros rencores....... pero los favorecidos por la fortuna, mostraban amplios rostros satisfechos en el casino, en la plaza, en sus tertulias.
Ya lucia mi padre los galones de cabo y fue destinado a aquel pueblecito de la sierra granadina.
Hijo también de guardia civil, nació en la provincia de Málaga, en Alcaudin, aldea perdida en las montañas que se asomaba al mar por Vélez Málaga, fue llamado Rafael.
A mis abuelos paternos no los llegue a conocer, pues habían muerto antes de mi llegada a este mundo.
De mi padre se que trabajo mucho durante su primera juventud, y todo lo que poseía cuando yo nací era su familia y el mendrugo de reseco batido por soles y hielos montañosos.
Como la gran mayoría de la juventud de su tiempo, aporto sus dieciocho años y su ingenuo analfabetismo a ingresar voluntario en el regimiento de Córdoba con base en granada. Allí aprendió las primeras letras, ascendió a cabo y después se vio arrojado a la guerra de marruecos; permaneció allí tres años que le valieron varias medallas y cruces de campaña.
Siguiendo el curso de otros muchos jóvenes sin porvenir, del ejercito paso a la guardia civil y anduvo por los tercios de Barcelona y valencia durante varios años . Cuando regreso a granada conoció a mi madre y anclo su vida sentimental en el puerto del matrimonio.
Mi madre, Concha de nombre era hija de padres de edad muy avanzada, décimo fruto del matrimonio de mis abuelos maternos. De carácter alegre y vivaracho, muy trabajadora y de gran vitalidad, hoy recuerdo con dolor su imagen agostada, derrumbada aquella fortaleza sobre su cuerpo retorcido, agarrotado por todos los sufrimientos y privaciones que la vida arrojo contra ella, un brutal destino cuya dureza no halla explicación en lo humano. ¿ podría tenerla en lo divino?.
Y así , de este encuentro infinitamente repetido de dos que ni se reconocen ni se esperan, se sucedió en el registro civil de un pintoresco pueble cito granadino se anoto el nacimiento de un varón de humilde cuna al que puso de nombre Francisco, en honor al santo patrón de la localidad. Acaeció el 22 de mayo de 1,923.
Y había hecho mi aparición involuntaria y anónima en el comercio de la vida. ¿ para que?.
CAPITULO II
La villa de Torrox de la provincia de Málaga , es hoy un pintoresco apiña-miento de edificios que descansan apaciblemente en la falda arrugada del monte, escalandole desde el fondo del valle, empinándose por arriba sobre un alcor para ver el mar. En extraña amalgama lo antiguo y lo moderno se confunden sin linderos precisos, pues el mar se ha entrado hasta allí a través de la invasión turística y los automóviles sobresaltan las placidas calles o ponen su nota metálica en las plazas, mientras los mástiles de los pinos del monte se borran detrás del bosque de antenas de televisión, porque la mascara de consumismo franquista también allí ha llegado con sus narcóticos para entumecer la convivencia y destruir la solidaridad entre los hombres.
Año 1,927: cincuenta años hasta hoy, al trazar estas lineas. Cincuenta años angostos, como un largo desfiladero, apenas hay en mi memoria algún residuo de aque tiempo de mis cuatro años en el pueblo.
Es decir, si; una imagen persistente, fría y casi única; las paredes blancas de mi pequeña habitación por las que el reloj del tiempo se desliza en juegos de luz y sombra hasta que el parpado de la noche descendía sumergiéndome en los mundos íntimos y sutiles de la oscuridad.
La parálisis infantil desde mis cinco meses de edad había dejado aprisionado mi cuerpo en el lecho, y casi mi espíritu con el. Cada día despertaba mi esperanza a la primera luz del alba que se esparcía por breve estancia. Yo veía llegar aquella dulzura que anunciaban las esquilas del ganado madrugador para salir al pasto. Comenzaban a ladrar los perros lejanos. Los pajaros iniciaban sus trinos gozosos abandonando sus nidos. Pero mis flacas manos infantiles apenas lograban estrujar las sabanas en su ansia de ser alas.
No; solamente podía escuchar, ver y esperar; escuchar aquellas músicas con las de la naturaleza reanudaba su actividad; ver como las paredes de la habitación se iban iluminando paulatinamente a medida que crecía la mañana; aspirar el perfume que las plantas enviaban al aire al despertar de su sueño nocturno; esperar los primeros rumores de la casa; con los que mi pequeño corazón prisionero ávidamente oía acercarse los pasos de mi madre, que luego había de seguir atisbando durante el resto del día, cuando mi padre y mis hermanos estaban ausentes. Mi cuerpecillo inútil aspira con ansia la suave brisa que al comienzo de cada mañana llena mis pulmones, proporcionándome un placer que me hace amar la vida, esa vida que intuyo rodearme fuera de las cuatro paredes que me enclaustran; aromas de monte, efluvios refrescantes del mar; campo y playa, no deben estar muy separados. Lo dice mi madre, lo cantan los distintos sonidos y rumores que me rodean en lo desconocido.
Así van engarzándose los días en monótona cadena hasta llegar a convertirme en una pieza mas del aposento, pero una burbuja latente que le da fulgor a la vida, desde mi propia vida constreñida y expectante. Y, como el aposento no es nuevo, distraigo el pausado fluir de mis horas confiriendo fantástica existencia a los diversos objetos de la estancia,a las difusa manchas de las paredes, a los leves rumores del techo, todos los cuales sugieren a mi animo, según mi estado, imágenes extrañas, sombras turbadoras o miedos indefinibles.
Al fin las horas diurnas avanzan, el pueblo despierta, se hace bullicioso el ir y venir de las personas en sus quehaceres. Cientos de pájaros revolotean en el alero del tejado y a veces saltan juguetones al alfenizar de mi ventana; la voz de mi madre me llega, como siempre azuzando a mis hermanas, que demoran su marcha al colegio. Dos sombras pasan rápidamente ante mi puerta y, finalmente, entra mi madre, vigilante perpetua de mi sueño, mas despierta de noche que de día, sin reparos al cansancio que su mucho trabajo le impone. Cada mañana sus grandes y negros ojos se posan en mi rostro con la amargura esperanzada de encontrarse un milagro.
Sus labios han olvidado las voces acuciantes a mis hermanos y murmuran algo que no llego a entender cuando descienden en el vuelo de un beso hasta mi mejilla. Su mano acaricia mi frente. En mi sonrisa debe haber un gran agradecimiento y en mis ojos una profunda adoración, cuando sujeto su mano tratando de aplazar su presencia para no quedar de nuevo solo con mi tristeza habitual; pero yo se que ha de irse, para volver con el desayuno y, en muchas ocasiones, mientras me lo da, aparece mi padre de regreso de sus servicios nocturnos. Metido en su uniforme, me parecía enormemente alto, arrogante e investido de una seriedad digna, infundida sin duda por el sentimiento del poder que ejerce en el cumplimiento del deber realizado con desvelo y sacrificio. Le contemplo después de besarme pues a partir de ese momento desaparece y le veo pocas veces. Mis primeros recuerdos lo configuran como un uniforme permanente que me proyecta su rigidez y se me impone como una barrera difícil de franquear.
No se si el se daba cuenta de aquella sensación elemental de pequeñez atemorizada con la que yo debía mirarle al acercarse a mi y que sin duda contribuyo junto con mi enfermedad a la timidez, a la falta de seguridad y al apoyo en mi madre que me caracterizo durante aquellos años de mi desarrollo hacia la adolescencia,y, sin embargo, yo siempre he creído que detrás del uniforme palpitaba un noble corazón, un espíritu sano al que la vida y el propio uniforme fueron triturando y deformando inexorablemente hasta el fin de sus días. Mi intuición de niño enfermo ansioso de cariño pudo captar en mas de una ocasión cierto húmedo brillo de sus ojos grises, cierta suavidad en la voz, que me hacían desear su proximidad con mayor frecuencia, pero sus deberes dentro y fuera del cuartel no lo hicieron posible.
Cuando todos se han ausentado, vienen las pausas del día. Mi madre ha ido a la compra, el cuartel esta casi en silencio; del pueblo, que ha salido a sus labores del campo, apenas llegan rumores. Sobre mi cama muevo perezosamente papeles, hilos, un juguete viejo, coche sin ruedas al que hago arrastrarse sobre las sabanas fingiendo ruidos de motor con el zumbido de mi boca. Figuras de papel, juego de dedos con los hilos, pequeñas sorpresas de pajarillos que llegan a mi ventana, pian y se van, la cara tan amada que sonríe con un “ ya estoy aquí “consolador, el eco de viejas canciones con que mi madre va recorriendo la casa en sus faenas para acreditare su presencia y proximidad, y que ayuda a mi imaginación a seguir su silueta y a impregnarme del cariñoso afán que convierte mi pequeño calabozo en prometido paraíso.
Pero también quedan impresos en mi corazón otros momentos menos esperanzadores. A veces, en los ojos de mi madre hay lagrimas que yo no comprendía entonces; cuando me lava, cuando me cambia de ropa, cuando mis hermanas llenan de alboroto la habitación con sus correteos y juegos, a veces mi madre llora silenciosamente; se acerca a mi con mas frecuencia que de costumbre y me estrecha contra su pecho. No puedo ver entonces la cara que tanto adoro, pero al apartarse sus mejillas están brillante por las estelas del llanto. Y soy el hijo que debía haber compensado la perdida del primogénito a los once meses de su nacimiento; pero ¿ que soy yo sino un fruto fallido, un ser desvalido en el que no se ve esperanza de salvación?. Ahora comprendo como debían de torturarla estos pensamientos, hasta que punto habría de sentirse ella, profundamente creyente, desasistida de la protección de Dios. Recuerdo que mi padre, cuya fe tranquila no no debió alcanzar a su traducción en milagros, solía repetirle para consolarla: Concha no debes afligirte así, confiá en Dios. Confiá en el Cristo del Paño, bajo cuy advocación le pusimos. Nuestro hijo cambiara cuando menos lo esperemos, el señor nunca permitirá que nuestras esperanzas queden defraudadas.
Estoy seguro de que ella, con aquella bondad ingenua que la caracterizaba, se sentía reconfortada en su fe y en ilusión con las palabras afectuosas de mi padre, ¿ . sentía en el fondo de su corazón aquella confianza en la intervención de Jesús?. Aquel Jesús que nació para los pobres y fue disfrazado por la hipocresía de los ricos para adjudicarse sus favores. ¿escucharía los ruegos de mis padres, la desesperada suplica de mi madre.
Pasaron los meses, constantemente mi madre procuraba ingeniárselas para hacérmelos pasar menos monótonos.
Constantemente me enseñaba nuevas habilidades manuales que me entretenían, y en hasta mi inconsciencia infantil me hacían feliz a veces; pero, sobre todo, era su animadora presencia, su vivificante afecto, su continuo cuidado, los que llenaban mi pequeño mundo de todas esas cosas aparentemente insignificantes, pero imprescindibles para continuar la vida.
Eran simples trozos de papel o cartulina, recortes, monigotes, pájaros de mil formas y tamaños, barcos, carritos, no se: no se mi aislamiento del mundo exterior daba vida daba vida a cualquier cosa que caía en mis manos . Apenas conocí los juguetes que encantan a lo chiquillos: creo que no estaban al alcance de la economía familiar. Tampoco pude pude conocer los juegos y correrías de los otros niños, que veía, o mejor, adivinaba en mis hermanas. La parálisis me impedía ni siquiera unirme someramente a ellas. Pero ¿ que podía conocer de aquel mundo exterior cuya existencia llegaba a mi casi exclusivamente a través de la luz, de los diversos ruidos y perfumes que invadían irregularmente mi habitación?. Cuando años mas tarde, al entrar en la pubertad, las ilusiones juveniles comenzaron a alimentar mi espíritu, el estallido de la guerra corto en flor aquella ansia de vivir incubada en las mazmorras de mi primera infancia robada por la enfermedad. Y cuando ya en la madurez vuelvo la vista atrás y miro el vació de mi niñez, quisiera a veces volver a ser niño para recuperar aquel tiempo perdido que jamas tuve. Porque experimento la tristeza de algo que debió ser mio y que jamas me fue dado. Por eso tiene para mi u valor tan elevado el recuerdo de aquella mujer cuya vida cobijo amorosamente los largos días de mi niñez enferma. Y, aunque pueda parecer pueril y extraño, cada una de sus miradas, de sus gestos, de sus palabras, cada inflexión de su voz que cantaba para mi, cada una de sus pequeñas atenciones o sorpresas a mi destinadas quedaron grabadas en mi corazón con marca indeleble, sin que ningún avatar de me existencia haya podido borrarlas; y hoy que la conciencia me permite valorar aquellos detalles, muchos de aquellos recuerdos despiertan en mi alma una profunda emoción.
Mi madre cantaba una vez mas, canciones de aquellos años veinte, viejas añoranzas sentimentales, viejos cuples; canciones sencillas e ingenuas con su voz sencilla de mujer de pueblo. Entonces y abandonaba mis entretenimientos y seguía su voz, cada inflexión, cada acento que depositaban en mi sentimiento elemental de afecto y melancolía. Cuando, por azar, llegan a mis oídos, hoy, algunas de aquellas lejanas melodías, vuelvo a sentir aquella especie de comunicación con mi madre, como si ella volviese a estar cerca de mi.
Un día quedaron bruscamente interrumpidas las canciones, fui yo quien las interrumpió. Por las grietas del techo solían asomarse a curiosear pequeñas lagartijas, cuyo ajetreo yo seguía hasta que se perdían, bien por las mismas grietas o por la ventana. Me llamaba la atención el hecho de que caminaran con tanta facilidad boca arriba, de espaldas a mi, recorriendo el techo sin llegar a caer sobre mi cama.
Para mi llegaron a ser grandes amigos que venían a verme. Pero aque día, por la misma grieta asomo otro amigo desconocido, de cabeza mas pequeñas, sin patas; no podía sujetarse al techo y se fue descolgando a través de la grieta. Instintivamente me asuste; se balanceaba sobre mi cama intentando volver atrás, pero solo consiguió salir del todo y de repente cayo cerca de mi. Veo sus ojillos que parecen mirarme fijamente; de su fino y puntiagudo hocico salia una larga lengua muy delgada, que oscilaba de un lado a otro. He dado un grito de terror y mi corazón palpita con sobresalto; se asoma mi madre y corre a pedir ayuda. Vuelve acompañada de mi padre y de otro otro guardia que portan un palo; al golpe seco el reptil cae al suelo, quedando fuera de mi vista. En la cara de mi madre se pinta la repugnancia y el temor; esta claro que ha temido por mi. Cuando se llevan el bicho se me acerca, me acaricia, me besa; mi padre también esta excitado, como rara vez lo he visto. Dice al guardia que le acompaña: “ Esto es intolerable. Haré cuanto pueda para sacarlos a todos de aquí de este pueblo y de este caserón inhabitable”. El consuelo de mi madre fue mas el bálsamo de mis infortunios. Pero aquellos instantes de terror habían desatado en mi interior nuevos resorte de supervivencia.
CAPITULO III
Transcurría el tiempo en la vieja casa cuartel. Ahora no era tan dulce el despertar de las mañanas. Las noches eran mas largas y los días solían presentarse con una luz gris que infundía tristeza en el interior de mi reducto. Las canciones de mi madre, ahora menos frecuentes, no tenían la serena placidez que antes; parecía que el invierno también penetrase en su alma y en la mía, que bebía de ella todos los efluvios de la vida.
Mis huesos aun tiernos, se conduelen de tan dilatada inmovilidad. Me rebelo a los gritos de mi hermanas que, al verse recluidas por el mal tiempo, alborotan en sus juegos y correteos por la casa, entonces me siento mas solo y quisiera levantarme, quisiera saltar y correr con ellas. Instintivamente intento mover mis piernas enclenques, me esfuerzo por incorporarme. Mis manos aferran las ropas de la cama y mis mandíbulas se aprietan en el inútil esfuerzo. Es mi primera y desesperada ansia de libertad;hasta que, fatigado, cierro los ojos y me dejo llevar fuera de la realidad. La penumbra que invade a ahuyentado a mis viejos amigos visitantes. Cerrada la ventana no llega a mis pulmones el olor salobre de la brisa marina. Los rumores de la calle parecían mas lejanos. Mis juguetes de papel yacen abandonados sobre la colcha ¿. por donde cabalga mi fantasía infantil?...... Mas días interminables e iguales..........
Pero este de hoy es un día distinto. Lo he intuido desde los primeros ruidos tempranos de la casa. Madrugaron todos y ahora se afanan en quehaceres desconocidos para mi. Ni siquiera mi madre vino a darme su beso de buenos días preferente a todo. Es mi padre quien primero se acerca a darme un beso. Debió ver en mis ojos una alegre curiosidad al verle con aquel impresionante y bonito traje de gala. Tan alto, recio y marcial, debía parecerme un ser imponente. Su guerrera de paño negro de corte de frac termina bajo la cintura con adornos en rojo y los castillos del escudo mural de la nación; un gran peto blanco se abrocha a los lados del pecho con botones dorados que llevan las iniciales de la institución. S galones son rojos, la empuñadura del sable dorada; las gruesas hombreras blancas, sin duda de cordón trenzado. Un cordón negro que rodea el cuello prende al costado izquierdo la pistola en funda charolada, como los leguis que se ajustan sobre el blanco pantalón de montar y las botas enterizas negras.
Es una estampa que mis ojos no han olvidado. Había muchas cosas que yo ya no podía olvidar de aque día. Mis hermanas lucían sus mejores vestidos, sus zapatos de charol, sombrero de ala ancha, y hasta su bolsito de señoritas en ciernes. Conchita alta y delgada, siempre con su poco garbo; Maruja, mas proporcionada, de cara redonda, chatilla, de expresión inocentona, luce mejor su ropa y gana mas fácilmente simpatías.
Era el día de la hispanidad, nombre con el que el régimen franquista sustituyo al tradicional Día de la Raza. Mi madre vio partir a su esposo e hijas hacia el pueblo para asistir a la celebración oficial de la fecha. Para ella no había fiestas. Su fiesta era la de los demás o la de todos y cada uno de nosotros. Por eso vino enseguida a mi y, ante mi sorpresa me saco de la cama y comenzó a arreglarme: también para mi iba a haber fiesta. Me puso un trajecito confeccionado por sus hábiles manos. Trabajosamente me traslada a una sala que es al mismo tiempo el modesto comedor de las casa. Yo me encuentro extraño y admirado de mi traje nuevo, y por primera vez me veo vestido como los demás. Me sienta en un sillón lleno de cojines y almohadas donde me encuentro cómodo , me encuentro tan agusto que de pronto experimento la sensación de ser mas libre. Ya no quiero que me de el desayuno con su mano, quiero tomármelo yo solo. Y ella esta allí embobada, contemplándome sentado a la mes como si de repente hubiera recuperado la esperanza perdida. Es tan feliz que canturrea sin darse cuenta mientras se mueve de un lado a otro nerviosamente. Ni siquiera se da cuenta de que la esposa de un guardia civil ha entrado y se ha quedado suspensa al verme. Así permanece unos minutos. Es evidente que no esperaba aquello, no ya que me esforzase por mi mismo, sino encontrarme con un desarrollo que hasta ahora habían ocultado las ropas de mi cama. mi madre suspende el canto. La mujer se me acerca a mi. De sus ojos se desprenden unas lagrimas que caen sobre mis manos. Me besa y se va. Un silencio conmovido ha quedado en el aire. Mi madre no vuelve a cantar.
Regresan mi padre y mis hermanas y volvió a repetirse la sorpresa emotiva. Casi me miran con expresión de extrañeza, no exenta de alegría. Con un arrebato ajeno a la rutina diaria me beso mi padre, en sus labios latía su corazón, en su mirada esperanza. La rigidez habitual de sus gestos quedo desbordada por la fuerza de sus sentimientos siempre tan duramente contenidos. Es una expresión que quedo grabada en mi alma de niño y que me acompañara a través de las muchas vicisitudes de mi vida como reflejo vivo de su cariño paternal que tan raramente dejaba manifestarse.
El rostro de gatita simpática de mi hermana Maruja se rozo con el mio al entregarme un regalo probablemente procedente de algún amigo comerciante de mis padres: sus manos diminutas acariciaron mi cara, quizá dudando de aquella inesperada realidad, ya que mi enfermedad nos había tenido en cierto modo apartados, como si fuese un hermano lejano. Al entregarme aquel muñeco de trapo, me entregaba los primeros anuncios de un mundo nuevo para mi. Mi hermana Conchita, menos zalamera, parecía no dar importancia a mi presencia y se apresuraba a relatar a mi madre los pormenores de la fiesta.
Tenia el muñeco en mis manos y no quitaba ojo de el. Me intrigaba su construcción, respecto al ser humano que pretendía representar. Era como un niño, pero no era niño, algo presintió mi hermanita, pues rápidamente se apodero de el protegiéndolo materialmente contra su pecho. Proteste bruscamente, me esforcé para alcanzarlo y me deslice al suelo, intentando seguirla a rastras, exigiendo a gritos que me lo devolviese. Todos acuden a mi y me tranquilizan. Pero yo he saboreado el placer del primer eslabón roto en aquella cadena que me aprisionaba, y en los días sucesivos hubieron de sacarme de la cama para seguir arrastrando mi cuerpecillo frágil por las distintas habitaciones de la casa. De medio cuerpo arriba aprendí a vestirme solo. Tarde mas en conseguir dominar el dolor de mis piernas casi rígidas, que se negaban que se negaban a abandonar la posición horizontal a que se vieron forzadas durante tanto tiempo.
Gateando día tras día, conseguí seguir a mis familiares hasta la puerta de salida a la calle. De allí no me estaba permitido pasar y ello aguijoneaba mis fervientes deseos de alcanzar aque mundo desconocido para mi. Imagino que esa angustiosa ilusión debe experimentar el preso contemplando el cielo libre sobre los muros que lo cercan.
A la entrada de la primavera, un tanto fortalecido mi cuerpo por el tenaz batallar diario comienza a no se obstáculo para mi la puerta que me separa del exterior. Esto suscita los temores de mi madre, que vigila todos mis rastreos para prevenir riesgos, y procura inventarme toda clase de distracciones que coarten mis impulsos. De esa forma me he tranquilizado, me siento cómodo en la cama y hasta creo que me volví prudente. Mientras tanto han vuelto los amigos de las rendijas del techo, los veo corretear con sus movimientos ágiles y nerviosos y desaparecer y regresar vivamente. A veces quedan inmóviles, rígidos, salvo el latido de su cuello. No comprendo el secreto de sus actividades, pero siento simpatía hacia estos seres desconocidos.
Mi madre me sorprendió en una de esas contemplaciones, movió la cabeza con desagrado. Se fue y volvió con una sillita. Evidentemente le extrañaba mi cambio, mi aparente desinterés por moverme, y deseaba incitarme y ayudarme a ello. Debía aprender a mover las piernas,a andar. Mi cuerpo era ya demasiado crecido para hacerlo mediante castillete como los niños mas pequeños. Tenia que agarrarme a una pequeña silla para ir soltando pasos; bajo la guiá de ella, yo hacia lo imposible por seguirla todo lo despacio que me imponía mi estado. De vez en cuando me quitaba la silla, pero aun no estaba yo bastante firme y, al fallarme el apoyo, daba conmigo en el suelo; pero es muy grande el deseo y la fuerza que comunica la esperanza; incansable volvía a repetir una y cien veces, porque no me dolían los golpes ni el fracaso momentáneo era suficiente para vencerme.
¿ Fue aquella, ya, la escuela de la vida?. Durante muchos días continué practicando cayéndome y volviendo a esforzarme, y el esfuerzo tuvo su premio: al fin, mis ojos ven el mas allá que tanto he deseado. Traspuesta la puerta de nuestra vivienda situada en la primera planta de aque antiguo convento,un amplio corredor conducía al antepecho de la fachada que miraba al campo. Las madreselvas trepaban por las viejas columnas y cubría parte de hueco contribuyendo a su aspecto vetusto aunque con su verdor alegraban la luz del fondo del paisaje. Creo que mi espíritu de niño ávido de vivir latía subyugado ante la perspectiva de alcanzar aque viejo balcón y apoderarme de aquel maravilloso resurgir de belleza y libertad.
Andando torpemente, ayudándome de la silla, me fui acercando con angustioso gozo a aquella visión tan prometida como inesperada. Esta allí al alcance de mis ojos, brillando en el azul de la tarde sobre los tejados de viviendas bajas, destellando en el cristal del caserío lejano o en el arroyo que corre entre los arboles y rocas, aureolando las siluetas oscuras de los pinos y esfumando una tenue lluvia de oro sobre las cimas de los montes.
Como un torrente invade los cauces de mis miradas y me inunda por dentro y me deslumbra. Siento que he nacido a un mundo de realidad y que tengo que conquistarlo. No oigo, no siento, no pienso. Solo me dejo sumergir en aquella alcanzada realidad con la que todo mi ser se identifica. Repentinamente tengo que retirar las manos. El sol de todo el día hace que la piedra queme. Ahora vuelvo a oír. Debajo del balcón unas mujeres charlan y ríen. Siento como un impulso de huir; como un pájaro sorprendido mis alas se han plegado. Me retraigo y echo de menos el regazo de mi madre para ocultar el rostro. Sin embargo, nadie me ha visto. No se lo que me induce a obrar de esta manera. pero si experimento algo como un desencanto,como el aviso de todos los desencantos que componen mi vida, de todos los desencantos con que el ser humano va tejiendo su historia.
CAPITULO IV
Todas las tardes salgo al corredor a conseguir un poco mas de libertad y a disfrutarla. Corretean por allí los niños vecinos y yo dejo correr mi imaginación tras ellos; sobre todo cuando se pierden escaleras abajo,saltando, gritando, alborotando. Enfrente tengo la abierta luz del balcón, al que me asomo para seguir el vuelo de los pájaros con ansia de irme tras ellos; junto a mi el hueco de escalera, que me ofrece otra salida a aque mundo desconocido y acuciante y aquella tristeza de quedarme solo cuando ellos huyen..... Fijo mis ojos en aque hueco penumbroso; los primeros escalones estaban tan cerca de mi que podía tocarlos. Olvido el temor y la prudencia.- mi cuerpo se deslizaba de escalón en escalón ayudándome con las manos. Una sensación de triunfo me invadía y me impulsaba. Ni la inseguridad de mi fatiga podían detenerme ya, pero......algo fallo, algo indeterminado que me hizo rodar, zarandearme y golpearme hasta llegar a abajo. Allí quede un instante dolorido, maltrecho, aunque sin heridas. Nadie se había dado cuenta, por lo que, volví a subir las escaleras y regrese junto a mi madre. Allí, agazapado a su ver, acalle las protestas de mi cuerpo dolorido. Pensaba en aquellas escaleras y el mundo que al final se abría. Mi imaginación espoleaba mis deseos.
Por eso, sin reparar en complicaciones, insistí una y otra vez. La silla me servia de apoyo para llegar al rellano, desde allí la dejaba caer rebotando hasta llegar abajo. Después seguía mi cuerpo, venciendo a veces deslizamientos, y otras siguiendo a la silla entre golpes y tumbos. Seguí callando. Nadie sospechaba lo mas mínimo. Mi madre llego a creo que era mi odio a la silla lo que a veces la hacia encontrarla en el fondo de las escaleras. Hasta que llego el día que tenia que llegar: tire la silla y deje arrastrar mi cuerpo tras ella; pero esta vez fallaron mis argucias. Cuando llegue abajo el golpe fue tan desafortunado que perdí el sentido. Lo primero que vi al volver en mi fueron los rostros ansiosos de mis padres. Les relate lo ocurrido y en eso quedo todo aquel día. Sin embargo, una atenta vigilancia por parte de mi madre me acompaño en lo sucesivo. Como compensación me permitía estar muchas horas en el saledizo del balcón principal, desde cuyo lugar mis pensamientos se perdían en la inmensidad de aquellos espacios abiertos que yo tanto amaba.
Al final de la tarde salia mi madre a bañarme,pues si un niño con condiciones normales se ensucia durante la correrías y juegos, es presumible cual seria mi estado después de un dia arrastrándome por el suelo de un lado a otro con aquella desazón indefinible que me atosigaba.
Cubierto de agua dentro de del gran barreño mi madre me enjabonaba. Me gustaba el contacto con el agua tibia. De pronto, en uno de sus movimientos se escapa el jabón, que resbala unos metros por el suelo. Una inspiración, un instinto especial, induce a mi madre a decirme,casa a ordenarme que vaya a recogerlo. Me sorprendo vivamente, pero hay momentos en la vida que el influjo de unas palabras o gestos parecen mover nuestra voluntad por encima de toda consideración. Me sujeto a los bordes del barreño hasta que mi cuerpo queda derecho. Los latidos de mi corazón deben resonar en medio de aque silencio expectante. Han entrado dos vecinas y se inmovilizan a un gesto enérgico de mi madre. Consigo poner un pie fuera del barreño. El otro pie llega al suelo con mas vacilaciones. Por un momento me invade el temor de caer al suelo. Pero tengo que llegar al jabón y alcanzarlo. Mis pies se mueven con nerviosismo: un paso, otro,......¡ lo he conseguido !. Y consigo también llevárselo a las manos de mi madre y volver al barreño.
Jamas podre olvidar la imagen de mi madre que, rodeada por el charloteo alegre de las vecinas, llora, ríe y da gracias a Dios por lo que atribuye a milagro. La algarabía promueve la presencia de los guardia civiles libres de servicio y luego de mi padre. Nadie se entiende en-medio de aquella barahúnda, en la que en histérica voz chillona de nervios mi madre destaca, intentando explicar desgraciadamente lo ocurrido. El gesto severo de mi padre y su voz enérgica consiguen silencio por breves momentos, única manera de indagar lo ocurrido. A medida que invaden su animo las palabras exaltadas de mi madre, los rasgos pétreos de su rostro se van distendiendo: algo muy hondo esta sacudiendo su corazón; cobija a mi madre entre sus brazos cuando ella, al terminar su relato, rompe nuevamente en sollozos. El no dice nada, pero su gesto es tan expresivo que no necesita palabras. Mi madre tuvo que ser atendida para evitarle un accidente nervioso.
Seguía yo dentro del barreño sin mas atención que la miá propia. Todos los presentes, concentrados en los comentarios del suceso, habían olvidado al causante del mismo. Fue mi padre quien se apercibió de que estaba abandonado dentro del agua intentando enjabonarme yo solo. Entonces se acerco a mi, movió de un lado a otro la cabeza y con un tacto imprevisible en sus rudas manos termino de lavarme y en brazos me llevo a la cama; y con hondo sentimiento de mi corazón he de confesar este fuel el segundo y ultimo grato recuerdo que guardo de el; pues todos los demás afectos que su voluntad me ha concedido siempre han sido los que las leyes morales y las conveniencias sociales la obligaron a manifestar en cada momento.
Hasta cinco días después de este acontecimiento no tuve deseos de levantarme. Reacciones así al cúmulo de impresiones en aquella ocasión ante la insólita atención que me convirtió en el centro de todas las curiosidades y todos los miramientos. Yo no estaba acostumbrado, me sentí un poco agobiado, un tanto cohibido. Aque griterío de las mujeres fue excesivo para un corazón tan pobre de espíritu como el mio. El letargo de la sorpresa me inmovilizo. yo veía la vigilante mirada de mi madre asaltada de nuevos temores. De alguna manera me invitaba a levantarme de nuevo. Trataba de adivinar lo que se fraguaba en mi mente infantil. Pero mi mente infantil no fraguaba otra cosa que el deseo renovado de repetir la experiencia; y comencé a hacerlo cuando nadie me podía ver, en la habitación,aprendiendo a afianzar mis piernas y a controlar los pasos inseguros de mis pies. Hasta que llego el día definitivo.
Tañen las campanas en el tranquilo amanecer de un domingo. Parece como si me hablaran directamente con el lenguaje del amor a la vid que para mi ha retornado, pues ellas también vuelven a exhalar su voz en la mañana después de muchos años de silencio. Mi padre ha conseguido despertarla para convocar a misa en la vieja ermita contigua al convento-cuartel, antes capilla del mismo. La alegría familiar se traduce así a través de la ingenua fe religiosa en una acción de gracias por el supuesto favor divino. Me hubiese vestido solo, ya que el dolor de mis piernas se ha ido atenuando en las ultimas semanas; pero mi madre me ayuda para no perder su proverbial puntualidad. Cogido de la mano bajamos las escaleras que ta afanosos recuerdos me guardan. Al fin, la calle, donde en silencio nos recogen los asistentes, donde me llama la atención la presencia de los niños que me mira silenciosos, y, sobre todo, donde los horizontes ensanchan, definitivamente mis ojos indagan ávidamente la distancia sin fin.
Con pasos inseguros y renqueantes me asomo a la explanada que rodea el cuartel, atravesada por la carretera que sube de la costa, muestra al frente la oscura silueto de los cipreses tras la blanca tapia del cementerio aldeano. Al fondo se vierte re el valle y,al lado opuesto, la campiña verdeante de cereales y arboles frutales, hasta el pueblo de encaladas paredes, cuyos alrededores los blancos cortijos salpican entre el verdor del follaje.
Quede completamente abstraído es esta contemplación, que era para mi un descubrimiento. Estoy seguro de que ninguno de los presentes, que me observaban con cierto asombro, podrían imaginar lo que aquello significaba para mi. Entonces, yo tampoco podía comprenderlo, naturalmente; pero si sentirlo, hasta el punto de constituir una de las mas poderosas impresiones de mi vida.
Ante nuestra tardanza en entrar en la capilla acudió el sacerdote y me tomo de la mano, conduciéndome con palabras afectuosas hasta que todos quedamos acomodados para la ceremonia. Pronuncio un largo sermón incompresible para mi, que solo esperaba el momento de volver a la calle. El momento llego. Tras breve despedida, los amigos de mi padre me entregaron algunos regalos: golosinas y juguetes. Así alcance a saborear lo que significaba un caramelo, un bombón, un juguete de verdad, para la avidez de afecto y de conocimiento de un niño que se había llegado a sentir excluido del mundo infantil que le correspondía.
No obstante, no fue fácil mi incorporación al mundo.
Los años transcurridos casi en soledad me hacían extrañas las voces no familiares. Mis primeras correrías en el ansia de ver mas y mas allá me hacían aun solo. Mis preguntas eran muchas y frecuentes difíciles de contestar. Una celosa independencia me hacia me hacia aparecer un tanto huraño y mucho incorregible. Lo que era franco y sencillo resultaba así exultante; lo que era ansia de vida podía parecer revulsivo. Cierta obstinación que no excluía los los buenos sentimientos me servían mas bien para ocultarlos, para no mostrarme débil; este residuo de mi anterior postración pudo con figurarme a los ojos extraños como poco comprensible. Fueron desde entonces otras las preocupaciones de mi madre, pues raro era el día que no llegaba mas o menos magullado o acardenalado como consecuencia de mi obsesión por alcanzar nuevos puntos de mira que satisficiesen mi curiosidad; el árbol donde se ha ocultado el pajarillo, el pináculo que domina una barranca, el borde del muro se-mi derruido que cierra un pequeño horizonte de olivos y almendros.
Mi hermana menor, a la que en un lenguaje incipiente llamaba Maua se acostumbro a seguir mis paso silenciosamente. Su expresión de gatillo amaestrado me acompañaba en cada salida. Su silencio me la hizo tolerable.
Las exploraciones matutinas quedaban circunscritas al área permitida. Persegiamos mariposas y cogíamos flores.
Llegamos a poseer una autentica colección de insectos disecados que pronto lleno la caja disponible. La aventura del día solía terminar visitando el cementerio. Despertaba en mi especial curiosidad aquel recinto de los muertos. Mi hermana se resistió cuanto pudo a entrar en el; pero, una vez mas, me siguió hasta el fin. Y tantas veces fuimos que llegamos a hacernos amigos del sepulturero.
Era un hombre de edad madura, huesudo de aspecto desgarbado y parco en palabras. En un mundo de silencio el parecía lejano, como su mirada, mirada clara, que al volverse hacia otros hombres se hacia acogedora y bondadosa. Pienso ahora que al convivir con la muerte sabia mucho mas de la vida que los demás hombres. Y quizá por eso había muchas personas que procuraban evitar su contacto. Apenas nos hablaba, nos sonreía mientras tímidamente nos internábamos por el misterioso recinto. No me impresionaba el aspecto macabro de las tumbas, algunas muy cuidadas y la mayoría en manos del olvido; mi intrigaba aque silencio denso, que parecían respetar los pájaros. Lo que me imponía era la silueta erecta de aquellos elevados y oscuros cipreses, inmóviles custodios de los muertos. El sepulturero era el hombre que tenia la llave de aque mundo enigmático y temible.
Tanto a Maua el cementerio nos proporciono experiencias sorprendentes. Tuvimos ocasión de presenciar varios entierros: unos hoyos abiertos simplemente en la tierra, de ataúd tan simple como los lugareños y las mujeres lloriqueantes que lo acompañaban; otros en los nichos mas o menos adornados y suntuosos, a los que correspondía una comitiva mas engolada y una ceremonia mas cumplida de circunloquios. Cuando nos quedábamos con el enterrador solía murmurar, ¿habéis visto?. Pues lo mismo van a sacar unos y otros: al final, todo es esto, y señalaba un montón de restos que transportaba de un nicho en una espuerta para arrojarlos despectivamente a un gran hoyo en el rincón mas apartado lugar.
Hasta que una circunstancia puso fin a esta desacostumbrada excursión infantil. Encontrándonos curioseando las lacónicas explicaciones del buen sepulturero, un día irrumpió en el cementerio un grupo de hombres, precedido de cuatro que portaban un cadáver en unas angarillas y con ellos un par de guardias. Nuestro sobresalto fue mayúsculo, porque uno de los guardias era mi padre. A pesar de eso no deje de fijarme en el detalle de que aquel hombre venia vestido, con las ropas campesinas manchadas de sangre y el rostro irreconocible ya que aparecía destrozado. Después supe que se había suicidado disparándose un tiro en la frente, al ser conminado por la guardia civil, personalmente por mi padre,para entregarse,pues en un acceso de locura se habia encerrado en su casa con su familia y se disponía a matarlos a todos, desesperado por la misera situación en que se encontraba. Le depositaron en una mesa de mármol dispuesta para las autopsias, en ese momento mi padre me vio. Su cólera fue instantánea y nos echo fuera del recinto.
Estas y otras ausencias daban con nosotros en el cuarto oscuro, lo que inmovilizaba la solidaridad de los otros niños del cuartel pero no duro mucho el pesar, ya que acabamos por dar con una llave de la habitación con la que rápidamente nos librábamos del encierro, con gran regocijo de nuestros camaradas infantiles. De aquí nació una mayor relación con ellos, aunque no fue muy constante. Y volví, siempre seguido por mi hermana Maua, a las excursiones, o mejor, exploraciones de los alrededores cada vez mas alejadas cuanto mas amplios horizontes parecían abrir ante mis ojos siempre insaciados de un acuciante mas allá. Así llegamos a alejarnos tanto que teníamos en vilo a mis padres y aun a todo el cuartel. Pero todo tiene un limite y este llego el día cansados y bien batidos por el sol nos quedamos dormidos bajo una corpulenta encina. Y creo que allí nos hubiera sorprendido la noche si una pareja de servicio no nos hubiera encontrado al atardecer, reintegrandonos al hogar profundamente alborotado por nuestra prolongada ausencia. Consecuentemente nuestras salidas quedaron prohibidas, mis horizontes se cerraron en el arco alcanzable desde el gran balcón, de donde apenas llegaba el atardecer el fulgor de una intermitente de la costa, o el lejano rumor de mar en horas de brisa favorable. Esto ensombreció mi animo hasta el punto que mis padres temieron por mi salud, lo que forzó mi recuperación de la libertad, aunque en mi deseo de no reincidir en tamaños castigos nuestras salidas fueron prudentes en lo sucesivo, limitándonos a los alrededores de la casa cuartel con gran desconsuelo por mi parte. pero como a estas edades la dinámica inquietud de un niño incoercible, la curiosidad por las cosas lejanas se convirtió en la curiosidad por las pequeñas cosas mas próximas, iniciándose así una detallada investigación de todos los rincones, recovecos, , patios,agujeros,y,en fin hasta pedruscos y matojos del recinto y sus mas inmediatos alrededores. De ahí surgieron numerosas incidencias de las cuales considero destacable una porque es también como un símbolo premonitorio de lo que la vida me aguardaba.
Ocurrió que en una de aquellas investigaciones, al volver de extramuros a la explanada que rodeaba las edificaciones, capto mi atención un destello de una caja de latón que sobre un montón de basuras y desperdicios se hallaba. Antes de percatarme de ello ya me encontraba en medio de aquella inmundicia intentando abrirme paso hasta la seductora cajita; y sucedió que cuando mas braceaba para avanzar mas se hundían mis pies en la sucia masa, y luego eran mis piernas, y después se vio aprisionada mi cintura, y al fin quede inmovilizado, no solo porque aquella escoria me llegaba ya al pecho, sino porque el pánico me había llegado ya a la garganta como lo manifestaban los gimoteos y ahogados gritos que empece a emitir. Maua me acompaño en los llantos, y ya solo recuerdo los tirones de pelos y de brazos que me sacaron de allí en medio de las risas de los circunstantes. Corrido, y desollado por el estropajo que con justificada aplicación mi madre utilizo para raer la mugre que me había impregnado, y puso el agua del barreño como pozal de cochinera, pague una vez mas el precio de mi nunca saciada curiosidad, que los mayores suelen calificar en casos como el mio como incorregible travesura.
CAPITULO V
En estos instructivos quehaceres pasaron varios meses, que trajeron un otoño suave y dorado como acostumbra a ser en estas tierras del sur.
Un día se presentaron familiares que vivían alejados del pueblo en un cortijo enmedio del campo. El padre hombre afable y simpático, se interesaba por todos nosotros, especialmente por mi. Mi madre relataba mis aventuras provocando los comentarios constantes y jocosos de todos, y atrayendo hacia mi la atención de las dos hijas que acompañaban a buen hombre. Esto me hizo sentir cierta sensación indefinible que debo identificar como primer recuerdo de atracción que sobre mi han ejercido siempre las hijas de Eva. Me parecieron muy bellas y su voz sonaba como una caricia, sin duda eco de la ternura maternal, pero que a mi me complació sumamente.
En el trascurso de la visita debió surgir la idea de llevarme al cortijo con ellos, ya que observe como mi madre comenzó a sacar mis ropas del armario y a colocarlas en una pequeña maleta, mientras las jóvenes parientas me preparaban vistiéndome, peinándome e incluso perfumandome, ante la mirada suspicaz de mi hermana Maua, que pronto fue transformando su gesto enfurruñado en pucheros y jipios, seguidos de lagrimones de despedida. Por mi parte estaba perplejo entre el sentimiento de separarme de eterna compañera de aventuras y de la nueva situación que se me presentaba. Un recuerdo nebuloso me trasporta a un caserón rural, a un campo verdeante bajo un cielo intensamente luminoso, a una serie de paisajes ondulantes cerca, mas allá quebrados, donde diversas clases de ganado pasta libre y apaciblemente. Allí no había muros ni guardas, ni prevenciones que coartasen el impulso de corre y vivir. La mancha blanquecina del rebaño de ovejas, cuyas esquilas oía desde el amanecer, se deslizaba ramoneando por las vaguadas. La silueta esbelta de los caballos se recortaba contra el cielo en el perfil de los montículos, como si oteasen el horizonte. Los potrillos correteando alrededor de las madres provocaban mis exclamaciones de asombro y alegría, que hacían sonreír a las muchachas, a las que ávidamente servia de distracción. Pero lo que me atrajo desde el primer momento fueron aquellos corderillos que por su excesiva juventud eran separados de sus madres, quedando encerrados en corrales durante el día. Sus lastimeros balidos me enternecían y, aunque mis primeras visitas les causaban alboroto, pronto se fueron acostumbrando a mi presencia y mis caricias, a las que correspondían lamiéndome las manos.
Ante aquella afición mis bellas anfitrionas separaron un cordero blanco con un mechón negro en la frente, al que llamamos lucero, y que acabo por acompañarme a todas partes, a todas mis correrías por el campo, donde retozábamos como dos bestezuelas. Allí, tendido en su compañía, saboreaba las mieles de la mas completa libertad, henchía mis pulmones con el perfume de la flores silvestres y seguía el vuelo nervioso de las mariposas multicolores, o el tenaz esfuerzo de las hormigas aprovisionando su granero, o me adormecía al canto monótono de la cigarra oculta en la vieja higuera. Me absorvi en aquel mundo para mi sin fronteras de tal forma que olvido mi casa, mi madre y mi hermana Maua.
Pero no paso mucho tiempo sin que se viese frustrada mi felicidad. Al regreso de una de aquellas correrías me encontré con mi padre que, acompañado de otro guardia, venia a devolverme al hogar, donde mi familia echaba de menos mi presencia. Y así, con lucero sobre mi regazo, monte en una mula prevenida para el caso y abandone mi breve paraíso. Y como si hubieran trascurrido años de mi ausencia fui recibido por todos, que celebraron mi aspecto saludable, la piel tostada, mejoría manifiesta que habían deseado. Lucero encontró allí un nuevo hogar.
Son tantos mis recuerdos de aquel tiempo que seria prolijo y cansado enumerarlos todos; por eso, diré unicamente que mis padres en el deseo de que no retrocediese en mi mejoramiento se esforzaron en realizar paseos y excursiones que me permitían un sano ejercicio a la par que romper la monotonía de la vida cuartelera. De esta forma llegue a conocer por primera vez el mar.
Fue trasponer la colina cuando apareció ante mis ojos aquella planicie azul brillante. Yo quede suspenso embargado por aquella arrolladora sensación de grandeza. Casi no puedo precisar como nos acercamos a una farola de la costa, junto a la playa, donde varios guardias montaban servicio y rápidamente prepararon una barca, dentro de la cual me vi con mi padre, Maua y el impaciente lucero. El agua tranquila nos mecía suavemente y aun recuerdo aquella sensación de la brisa fresca con olor a yodo inundando mis pulmones. No teníamos el mayor deseo de abandonar aquel paseo marinero, a pesar de que mi padre activo el regreso eran las diez de la noche cuando la luz de una gran luna nos hizo avistar la casa cuartel a la entrada del pueblo. De aquella excursión he guardado un hermoso recuerdo. Volvieron días de monotonía y rutina, ya que el tiempo empezaba a recrudecerse al aproximarse el invierno. el único hecho destacable por las impresiones absolutamente contrarias a las que venia disfrutando en los últimos meses fue mi asistencia a un ejercicio de tiro practicado por las fuerzas al mando de mi padre. Vestidos de gala, ante el teniente jefe de linea realizaron la revista de armas así como los movimientos castrenses que conforman la vida militar. El orgullo henchía el pecho de mi padre al ser felicitado por su jefe, y conservo impresiones muy confusas de todo aquello, pues, si bien la curiosidad infantil se satisfacía con el espectáculo, sobre todo ello perdura el temeroso impacto de las descargas, que he recordado a lo largo de mi vida tantas veces con la angustia de la tragedia que arranco nuestra patria. Entonces no podía ni concebir que aquellos estampidos extremecerian mas tarde mi corazón multiplicados por el horror de una guerra fratricida.
CAPITULO VI
Desearía poder poder expresar lo que significo para mi la nueva residencia. Se dice que una fuerza interior nos ayuda a olvidar aquello que hiere nuestra sensibilidad. Yo no se si los recuerdos de aquellos son exactamente esos, pero de lo que estoy seguro es de que los cambios que con aquel traslado se produjeron en mi vida no contribuyeron a hacer mas fácil mi evolución hacia la edad puber.
Entrando ya el nuevo año consiguió mi padre que el puesto de Torrox fuese evacuado, siendo desplazado a Vélez- Málaga . Curiosamente ha quedado impreso en mi memoria el nombre de la calle, no el numero: efectivamente, en la calle Coroná se alzaba ( no se si aun sigue allí ) un viejo caserón de planta baja que se constituyo en sede del cuartel y vivienda de la guardia civil allí destinada. La puerta principal conducía directamente a un amplio patio cerrado al fondo por un muro de descuidada apariencia y a los lados por los departamentos que servían de morada a las familias de los guardia civiles y al jefe de puesto. Mi memoria no retiene otro detalle que el recubrimiento de madera de todos los suelos de la construcción, hecho poco corriente el las edificaciones meridionales.
Este paso de vida rural a ciudad solo podía tener una consecuencia lógica: una mayor perdida de libertad; porque es es el precio que los seres humanos hemos de pagar por incorporarnos en comunidades cada vez mas complejas, el las que bojo el pretexto de nuestra condición sociable se nos organiza al mayor servicio de los intereses dominantes. Allí se nos ofrecen progresos que mas tienen que ver frecuentemente con nuestra verdadera naturaleza y a cambio de ellos nuestras alas han de permanecer plegadas o perder su plumaje; tal que los pájaros dentro de las jaulas que ya no tienen que esforzarse para alcanzar su alimento, pero jamas volverán a conocer la felicidad de alzarse a las alturas en un vuelo infinito hacia las fronteras de la luz.
La jaula estaba allí, a pocos pasos del nido, era un convento de monjas, donde la solicita preocupación de mis padres nos condujo, ya que nuestra edad requería el inicio de nuestra vida escolar y por aquellos tiempos aun imperaba el criterio de que la educación en un centro religioso era especialmente provechosa, satisfaciendo al mismo tiempo la pequeña vanidad de efectuarla en el lugar que correspondía a la capas mas selectas de la sociedad.
No voy a proponerme ahora a contribuir al descrédito de la enseñanza clerical, cosa que por si sola ha logrado cumplidamente a lo largo de su autoservicios al poder del que ha sido juez y parte. Estoy haciendo memoria de las impresiones que han dejado los distintos momentos y circunstancias de mi vida, desde los años de mi infancia. Es comprensible que mi adaptación a aquel brusco cambio desde el aire puro y luminoso de los campos al ambiente enrarecido y sombrío de las aulas y pasillos del convento, se me hiciese particularmente difícil. Aque vaho de habitaciones enmohecidas y constantemente cerradas me impulsaba a buscar corredores y patios, sin otro resultado que ser atrapado por aquellas guardianes de negro ropaje y reintegrada a la domesticada grey bajo la autorizante severidad de la, digamos, profesora de turno. pero mis reincidencias eran constantes, de las que me defendía a tirones de sus ropas y pataleos que a veces alcanzaban sus reverendas espinillas, con lo que acabe por verme de rodillas en medio de la clase, los brazos en cruz y un buen libro en cada mano. En mas de una ocasión debajo de mis enclenques rodillas había también un sádico garbanzo......
El regreso a casa se producía después de las siete de la tarde, lo bastante cansados para que los comentarios fueran fragmentarios y mínimos, por lo que el consuelo que podía esperar de mi madre no me compensaba mis infortunios. por otra parte mi madre sufría a la vez que su vientre crecía como si estuviese inflamado, según yo observe. Ni siquiera contaba ya con los retozos de Lucero que allá quedo en Torrox, en manos de la cuidadora de la ermita posiblemente ya en su barriga, puesto que mis padres se lo dieron ante el inconveniente que creaba nuestro traslado.
Pocos días después mi madre sufrió una caída, teniendo que guardar cama, y ocasionando el ajetreo desusado de mujeres, visitas del medico y una constante y visible preocupación de mi padre, que nos descuido a todos, por lo que no nos vimos obligados a ir al colegio, con gran satisfacción por mi parte. Aunque no podía saber bien lo que era. El caso es que a pesar de aquella imprevista libertad de que disfrutaba, y que me empujaba a la calles de vez en cuando, una rara inquietud me hacia volver súbitamente a casa bajo una atmósfera de oscuro temor.
Así trascurrieron mas de dos semanas, al cabo de la cuales mi madre venció en aquella lucha contra la muerte y su victoria se manifestó en los rostros de cuantos no circundaban. Afortunadamente todo salio bien: el embarazo continuaba normalmente. Y yo, a pesar de aquel apartamiento forzoso que me abrió la puerta libre a las incursiones callejeras no deje de sentir la sombra de su cuidado y su preocupada ternura por los riesgos de mi carácter débil,casi recién nacido al contacto con la realidad exterior al hogar.
Por eso experimentaba cierta sensación de culpa cada vez que me lanzaba por los rincones de la ciudad, para mi tan grande que no hallaba limite a mi curiosidad constantemente renovada; y también por mi inesperada liberación del encierro colegial, que me habría permitido escapar al terror de la letra con sangre entra presidido por aquellas negras vestimentas, dedicadas con tanto empeño en salvar las almas infantiles anticipandoles algunas muestras de futuros tormentos del infierno. Por aquellos tiempos, aprender era para vivir asustado, siempre bajo el temor de haber caído en falta y del castigo subsiguiente.
La pesadilla de volver de nuevo al cautiverio,donde nada aprendí, toda vez que el pavor que allí sentía embotaba mis pensamientos y entumecía mi iniciativa, se vio aliviada al interponerse las vacaciones de carnaval. La banda callejera que habíamos formado se unió mas, dedicándonos a seguir a las comparsas, a los grupos de mascaras que divertían las calles con sus chirigotas, embadurnadas nuestras caras a imitación de los mayores, cantando saltando y participando en esa alegría popular que olvida ingenuamente las penas de cada día. No teníamos mas descanso que el del obligado sueño nocturno; pero antes estaba, como la hora del medio día el torrente de palabras exaltadas para explicarle a mi madre cuanto habíamos presenciado. Su paciencia esbozaba aquella sonrisa suya comprensiva, y también complacida ante le vitalidad creciente del hijo que pudo frustrarse.
A mi padre, este puesto de guardia civil le trajo nuevas preocupaciones, pues, ademas de haber necesidades de servicio se acrecentaron estas por la escolta de trenes, al tener Vélez-Málaga estación de ferrocarril, para mi fue otra gran novedad, cuando mi padre nos llevo a todos los hermanos a la estación. Fue una tarde de gran regocijo, hermosa tarde de primavera cuyo brillante cielo empañaba el humo de la locomotora, mientras sus resoplidos de gran animal mecánica hacia hablar a voces a la gente, a los pasajeros, a los empleados; y después las campanadas que anunciaban la salida, el silbato del jefe de estación, tocado con una especie de quepis rojo, y el chirriar de los frenos al arranque lento, y el alejamiento creciente de la serpiente metálica deslizándose por los raíles que parecían juntarse a lo lejos. Quedaba entonces una atmósfera de quietud en los andenes, volvían a oírse los pájaros y en el aire se desacian la vedejas del humo oscuro de la maquina. Mi entusiasmo no tenia limites al confiar a mi madre mis nuevas impresiones. Tuvo que acompañarnos en mas de una ocasión cuando ya pudo, a aquel lugar que excitaba particularmente mi fantasía.
Por entonces y trascurrían los días de cuaresma y se acercaba la Semana Santa. Puede decirse que sus preparativos a toda la ciudad despertando en nuestras mentes infantiles nuevas curiosidades, ya entreabiertas por los relatos que días antes nos había dedicado sobre la pasión y muerte de Jesús. Mientras ella se explicaba afanosa mente con la canastilla de la costura, nosotros, Maua y yo, sentados en el suelo a sus pies, escuchábamos aquella historia dolorosa y esperanzadora, de la que durante mucho tiempo me quedo especialmente la imagen de un hombre pobre, hijo de un carpintero, que padeció persecución y muerte por salvar a su pueblo. Desee ardientemente que llegaran las procesiones para conocerlo, ver su rostro y sus padecimientos, cuya descripción tanta pena me producía.
Por ello, cuando la población amaneció engalanada con banderas bicolor enlutadas con crespones negros, y los altares de las iglesias cubiertos de lienzos morados, me senti sobrecogido, como a la espera de un triste acontecimiento. Las impresiones que recibí entonces no han vuelto a repetirse, salvo en los años de la guerra, cuando la sombra de la muerte extendió su frio manto sobre tantos desgraciados, tantos pobres vencidos también por el odio de los poderosos.
Impresionaba mas a mi mente niña el recogimiento que entonces presidia las procesiones de semana santa. Mas sometido el pueblo a la influencia clerical por mas inculto, la superstición hacia arrodillarse al paso de las trágicas imágenes. Particularmente la estampa humilde del nazareno con su túnica morada, y la corona de espinas clavada en la frente, me inundaba de profundos sentimientos. Contribuía a ello la penumbrosa atmósfera del atardecer, el silencio de la muchedumbre, que abría la calle por la que el paso solitario trascurría en medio de dos filas de penitentes encapuchados y entre el reverbero de los cirios temblorosos. Acompañaban al paso varios miembros de la guardia civil al ritmo de un solitario tambor cuyos lentos redobles apagados y profundos dejaban ecos misteriosos en el aire. Cerrando el cortejo iban dos filas de soldados romanos con sus relucientes cascos y corazas, centelleantes a la luz de las velas y, finalmente mujeres rumorosas de rezos, que a veces interrumpían para entonar notas jeremiadas del “perdón a tu pueblo señor” . A veces la procesión se interrumpía, cesaba el tambor y todos los rumores, y alguien en cumplimiento de un voto lanzaba al aire inmóvil el temblor angustioso de una saeta que un preso canto, mas bien gimió, desde la ventana enrejada de la cárcel. Muchas procesiones he vuelto a ver ya pasados los años, pero la sensación que me produjeron aquellas no he vuelto a encontrarlas. El mundo ha cambiado y Jesús no es ya un Dios de tristeza y muerte, sino un dios de esperanza.
Termino la Semana Santa con las ruidosas celebraciones del sábado de gloria. Ante el cuartel mi padre dispuso a los guardias, que dispararon las salvas de ordenanza en honor al hijo de Dios resucitado. Las gentes vistieron de fiesta y comenzaron a olvidarse los tétricos sermones de aquellos días. El pueblo iba a recobrar la normalidad y el campesino iba a reanudar la pasión de cada día para subsistir.
CAPITULO VII
Un nuevo cambio de puesto de mi padre ocasiono un nuevo traslado a la vez que el olvido de la ciudad que me había proporcionado el despertar de otros sentimientos y otras perspectivas.
Predomina en mi el recuerdo sobre todo el gran contraste con que me sorprendió nuestra nueva residencia: un pueblecito sumergido entre cerros, dramáticamente pequeño e incomunicado. No es que ahora pueda encontrarlo tan extraño, pero entonces mi imaginación infantil recibió el impacto deprimente diferencia entre la ciudad que dejábamos y el rincón habitado que nos recibía; porque ayer como hoy Borge es poco mas que una aldeilla olvidada, aunque merecedora de mejor suerte, tal que ocurre en los innumerables y desdeñados pueblecitos de nuestra geografía española.
Para llegar a el hubimos de recorrer el lecho seco de una rambla, entre matojos hispidos y ardientes cantos rodados, que ascendía hacia la montaña. El pueblo se alzaba a ambos lados de la rambla, ya profundo barranco sobre las dos colinas que el barranco separaba, como si un dia de tormenta la aguas turbulentas de la sierra hubiesen partido por la mitad. En la cima del alcor derecho encontramos el viejo y solitario caserón, tosco y deforme, que ceñudamente desafiaba a todos los vientos.
Eran tiempos veraniegos y, por tanto, la escuela, reducida casi a misera, estaba cerrada por vacaciones. Eso me permitió una libertad sin traba para holgazanear y recorrer nuestros nuevos dominios, sin temor a vehículos, ni siquiera caballerías que se acercasen cotidianamente a la casa-cuartel. Con el grupo de muchachos y muchachas, hijos de miembros de la plantilla, trascurrían nuestros incesantes ajetreos infantiles, solo limitados por los accidentes naturales de los montes y sus profundos declives, que en ciertos lugares limitaban el patio cuartelero.
¿Porque solicito mi padre este nuevo puesto que significaba a fin de cuentas un retroceso respecto a la abandonada ciudad de Vélez Málaga?. En mi recuerdo flota la creencia de una cierta nostalgia del terruño en el fondo campesino de su mentalidad, que junto a la proximidad al pueblecillo de Cútar, residencia de una hermana suya, le inclinaron a solicitar esta vacante para permanecer por estas tierras. Debió de sentir una especial satisfacción en estos tiempos al recorrer, en cumplimiento de sus obligaciones, paso a paso, la demarcación que le fue atribuida del alba a la noche, bajo el sol calcinan-te del verano 1,929. rememoro su imagen campesina, cubierto de polvo el uniforme, las botas blanquean-tes al tricornio envuelto en la funda de tela verdinosa que cae hasta el cuello formando como una cortinilla protectora de la nuca; me parece oir el suspiro de alivio cuando se despoja de las ropas para cambiarse, y cuando sustituye el tricornio por el bonete; pero jamas un instante de desaliento le impidió realizar su diario recorrido. Por los que a mi respecta, aquella libertad bajo el sol acabo por disipar mi aspecto enfermizo bajo la capa bronceada de mi piel.
En un pueblo tan pequeño, y a pesar del aislamiento relativo del cuartel, que le convertía en una pequeña barriada extrema, era imposible que no se produjese un amplio contacto con el resto de los vecinos, cuyos inevitables lugares de tertulia eran , la iglesia y su placilla, el ayuntamiento o la tabernucha habitual, venían a reunirlos después de la jornada rural, o en los escasos días festivos que holgaban mas por respeto a convencionalismos tradicionales que por deseos de holganza. Se veía entonces su escuálida estructura social de una comunidad que conservaba ante todo el carácter familiar, la rutina, la sumisión al cacique de turno, socarrón, paternalista y administrador de bondades en beneficio de sus intereses y codicias mas o menos disimuladas. El mayor placer de un campesino era disponer de una petaca de tabaco y chisquero de larga mecha, el vaso de vino al final de la tarde y el inútil chismorreo que su cultura y aislamiento del resto del mundo le permitían entablar. Cualquier visita extraña, cualquier acontecimiento captado a través de la tardía prensa o algún aparato de radio de algún excepcional privilegiado, o sucedido en aquellos parajes, resultaba una sorpresa tan difícil de explicar que no pocas veces quedaba totalmente desfigurada en un fárrago de teorías nacidas del mas absoluto páramo de ignorancia. Apenas de tarde en tarde un cansado maestro abría breves luces en un auditorio escéptico y suspicaz, o se zanjaba la cuestión con la palabra ultima del cacique cuidador de la grey vecinal,siempre juez y parte en cualquier discrepancia y no menos ignorante, aunque mas osado, que los demás, especialmente si se trataba de asuntos que de alguna manera le podían concernir. Un medico que venia de otro pueblo cada dos días, intentaba remediar algunos males. Un cura muy viejo decía misa de alba torpemente y recomendaba día tras día la resignación que conviene a los desheredados. La guardia civil recordaba a todos que tal resignación era lo mas conveniente para el buen orden de la comunidad.
Naturalmente, aunque mis recuerdos se impregnan ahora, al surgir, de un juicio de valor, entonces solo eran constataciones simples que mi temprana edad no podía justipreciar; pero un niño no criado en el campo propiamente, sino al margen del ambiente, podía recoger en sus pupilas aquellas escenas de la vida rural monotonamente repetidas, principalmente si, como en mi caso, las vacaciones escolares me llevaron a las habituales correrías y a juntarme, ya, rotos los primeros recelos de la novedad, con la grey infantil de la localidad.
Pronto quede integrado en una familia diestra en no pocas picardias, desde recorrer el campo asustando gatos, desmantelando nidos, anticipándonos al saboreo de las primeras frutas ajenas, hasta reunirnos con chiquillas de nuestra edad, iniciándonos, como exige la naturaleza, en el conocimiento mas o menos adulterado, pero espontaneo, de hechos hechos naturales cuidadosamente ocultados por la moral supersticiosa e hipócrita. Fueron primero a los perros, a los asnos, los gallos, a quienes en medio de una algazara general nos mostraron las formas mas rudimentarias de la reproducción, de ahí pasamos a jugar a matrimonios y aun era una sorpresa comprobar que las niñas eran distintas, así como que tampoco eran como aquellas mujeres que entre los matorrales atisbábamos hasta ver sus muslos y el pubis. Naturalmente todo aquello no podía pasar de juegos intrascendentes, que solían acabar con la desbandada general cuando los mayores aparecían imprevistamente armados de cañas y de grandes voces.
En otras ocasiones, ya fatigado del correteo de la mañana, permanecía en el cuartel, jugueteando por la explanada. Allí solían bajar al anochecer, después de la cena, las amas de casa que lo poblaban y entre chiste y habladurías pasaban el tiempo mientras los chiquillos seguíamos nuestros juegos, hasta que, rendido por completo iba a sentarme en el suelo junto a mi madre, y, apoyando la cabeza en su falda me quedaba dormido.
El día 24 de agosto de aque año 1,929 dio a luz mi madre un niño. Como era previsible apadrino al neófito el cacique del pueblo y la fiesta que siguió a la ceremonia fue sonada. Era un acontecimiento entre fuerzas vivas, que la sencillez rural celebro y disfruto. Por lo que a mi respecta, no sentí el menor entusiasmo ni se me contagio la alegría reinante: desde su llegada a este mundo el nuevo infante me suscito toda clase de celos y barruntos al comprobar que todas las atenciones de mi madre se volcaban en el, sintiéndome descuidado y aun olvidado a veces.
Me escabullí de la fiesta, ya nocturna, y convencí a mi hermana para que nos fuésemos a dormir; pero conciliar el sueño era imposible. A medida que los vasos de vino eran consumidos por los invitados la algarabía crecía en la casa cuartel, el calor era agobiante, mis nervios se disparaban. Ahora comprendo, sin embargo, que aquello solo fue el pretexto para mi protesta: al poco tiempo daba saltos sobre la cama, completamente desnudo, contagiando a mi hermana, que ingenuamente me secundo. Y la consecuencia no se hizo esperar: apareció mi madre repartiendo cachetes en el trasero y acabo el numero.
Era la primera vez que mi madre me pegaba, cosa que me hirió profundamente; pase la noche llorando y sintiendo un terrible odio contra el niño causante de mi desdicha. El nuevo dia y los sucesivos curaron mis pesares. Fueron días agradables, de excursiones campestres visitas al domicilio del compadre, donde su esposa nos acogía con gran amabilidad invitándonos a merendar, y sus hijos, estudiantes de vacaciones, nos entretenían y se entretenían con diversos juegos.
También en este villorrio ocurrió un hecho violento en cuya expectación participe. Seria las tres de la mañana cuando el portón del cuartel resonó con golpes acuciantes. Mi padre se tiro de la cama diligentemente, pero no tuvo respuesta alguna cuando la requirió de la persona que había llamado. Precavidamente se asomo al exterior: en el suelo yacía tendido sin conocimiento un hombre de mediana edad. La sangre ocultaba sus facciones, en la mano apretaba aun la piedra que le sirvió de aldabón. Rápidamente lo trasladaron a la posada del pueblo, le prestaron los primeros auxilios y mi padre trajo al medico de la vecina localidad donde residía. Las primeras palabras de herido al recobrar el conocimiento fueron el nombre y dirección del agresor. Mi padre y dos guardias partieron inmediatamente en su busca, mientras la curiosidad que atrajo a los vecinos a la posada me llevo a mi también ante la presencia del herido. Había sido apuñalado y arrojado a un barranco, de donde a duras penas pudo salir hasta llegar al cuartel. Su aspecto era lamentable y sus manifestaciones de agradecimiento a mi padre tan conmovedoras que se me saltaron las lagrimas y me marche. Tres días después regreso mi padre con el agresor, que ya andaba huido por el monte. Han quedado en mi recuerdo las constantes muestras de aprobación y aprecio que todo el pueblo le hacia a cada paso, pues al parecer el agredido era muy estimado por los vecinos.
Llego septiembre y el panorama cambio bruscamente para mi. La escuela se abrió. Allí estaba el maestro que me toco en suerte, mirando desde la ventana la llegada de los escolares. La miá fue aparatosa, pues mi madre casi a rastras, ayudándome a avanzar con algún que otro azote, eficaz estimulo para el sonoro llanto con que yo acompañaba la marcha. Pero me dolió mas la brusquedad con que el maestro,ya ajado me recogió de la mano de mi madre y la amonestación que delante de todo el mundo formulo contra mi. Era aun tiempo de palmetazos y mogicon como vía pedagógica eficiente, quizá no solo por aquello de la (letra con sangre entra) , sino por tradicionales escaseces de eficiencias de un servicio publico subestimado que colocaba al maestro ante problemas irresolubles y finalidades predominantemente autoritarias, según el modelo de sociedad preconizada desde el maridaje entre la iglesia y el estado. Así bullíamos en aquel aula casi todos los niños varones del pueblo en todas las edades escolares ( termino muy clásico, ya que no pocos dejaban la escuela desde los ocho años para ir al campo a ayudar a sus padres, y a pastorear pequeñas puntas de cabras o simplemente llevar agua, herramientas, o animales). El maestro no podía sino dividirnos en dos grupos: mayores y menores y mientras los menores cantábamos las letras del abecedario o las tabla de contar, atendía a los mayores, hasta que nuestra algarabía convertía la clase en una jaula de grillos y tenia que terminarla con un estentóreo reglazo sobre la sufrida mesa, o sobre el no menos sobre el sufrido casco del infante mas pertinaz. Un profundo silencio daba paso al zumbido indiferente de algún moscardón desorientado. Minutos después volvía a crecer el rumor de la grey como una marea y el viejo profesor tenia de nuevo que hacerse el sordo durante al menos un tiempo prudencial para no convertirse en un anarquista demoledor de la infancia.
Yo probé muchas veces la regla, sin otro resultado que acusar mi aversión a la escuela y a las letras. En el fondo, creo que mi familia sabia de la inutilidad de aquellos procedimientos para moldear mi masa encefálica en tales moldes; pero ¿que podían hacer ?.
Pensando en nuestro futuro, mi madre indujo a mi padre a solicitar nuevo traslado que nos aproximase a su tierra, granada y, aunque mi padre prefería Málaga, un buen día comenzó el envasado de los bártulos.
Destino Jayena, de aquella provincia. Tengo siete años, y mi curiosidad extraescolar sigue intacta: por ello me impresiona fuertemente el gran cambio de paisaje. Montañas también, pero no áridas; el verdor surge por todas partes. Ricas vegas por las que rumorea el agua, grandes pinares en cuyas cumbres parece emanar un aire frio oloroso y puro. El invierno se esta anunciando: a pesar de ello encontramos aquella población, también reducida, mas atractiva y alegre que las anteriores. Sin duda influyo en ello, y sobre todo en lo que a mi respecta, la satisfacción de mi madre de encontrarse con las primeras personas que nos visitaron, un matrimonio de maestros, eran conocidos de su infancia, con lo que pronto se entablo una cordial relación. Pronto surgió el tema de las preocupaciones que mis padres venían sufriendo a causa de mi resistencia a la vida escolar. Fue Don Manuel, el maestro, quien infundio a todos nuevas esperanzas basadas en los resultados que venían obteniendo de los nuevos métodos que contra el viento y marea habían decidido aplicar para suplir la penuria y la desidia oficial hacia la educación del pueblo.
CAPITULO VIII
Ya en el primer día de escuela de Don Manuel, a la que acudí lleno de recelos a pesar de la confianza que la satisfacción de mi madre me contagiaba, me sentí rodeado de un ambiente nuevo, totalmente distinto al de aquellas cárceles de infancia que había conocido. Había un orden apacible y no había castigos. Había afecto y seriedad,pero no la severa persecución que se ejercía generalmente. Y había una habilidad llena de simpatía para atraer el interés de los alumnos hacia las tareas de aprendizaje. Este era el secreto del éxito y el prestigio de Don Manuel y Doña Teresa en el pueblo. Se habían convertido en vecinos muy apreciados por su afabilidad y su constante disposición a servir a los campesinos atendiendo sus frecuentes consultas. Con frecuencia buscaban en ellos el comentario político, no pocas veces a media voz, ante el rumor de acontecimientos próximos. Sus ideas progresistas se abrían a todo el mundo.
Era la primavera del 30 . mi padre manifestaba cierta inquietud al observar que los hombres del pueblo se reunían con desusada insistencia en grupos desiguales que callaba o se disolvían rápidamente al acercarse los guardias. Después de una visita a puerta cerrada del alcalde y el administrador encargado de la casa grande, nombre que le daban a la residencia del terrateniente dueño de casi todo el pueblo, fueron mayores las muestras de inquietud de mi padre. El procuraba evitar que sus conversaciones con mi madre llegasen a nosotros; pero yo veía que detrás de ellas solía quedar mi madre llena de congoja, a veces con lagrimas en los ojos. Especialmente desde el día que Don Manuel vino a casa, comentando con mi padre el fusilamiento en Jaca de Galan y García Hernández en un frustrado levantamiento por la república, lo que había suscitado la indignación popular.
De la Casa Grande llegaban frecuentemente mensajeros acusando nerviosismo e intranquilidades y pidiendo consejos quizá garantías de ayuda en caso necesario. Los capataces, que escopeta al hombro, conducían a los hombres escogidos en la plaza del pueblo hasta el tajo de la labor de cada día, habían depuesto sus arrogancias, aunque no abandonado sus escopetas. No en vano el señor de la Casa Grande era el propietario de casi todas las tierras del termino y arbitro de casi todos sus hombres y haciendas, gobernando desde su casa en Madrid, y con influencias políticas, toda la vida del pueblo, desde el alcalde hasta el ultimo labriego. El administrador del amo era de hecho el administrador de todo.
Transcurrieron así largos días de confusiones y sobresaltos, agudizados por las elecciones municipales, que, presididas por el alcalde, de la mano del administrador de la Casa Grande, ocasionaron violentos comentarios de la gente; pero, ni eso, ni las ofertas de dinero, enseres o trabajo bajo cuerda, pudieron evitar que aquella mañana del catorce de abril de 1,931 amaneciera tan luminosa y pura como la ilusión de los hombres que soñaban con una patria mejor, libre de dictaduras, caciquismos e inquisiciones.
La intuición del pueblo pudo mas que la confusión interesada de las noticias circulantes y hacia medio día comenzaron a concentrarse los hombres en la plaza del ayuntamiento. Mi padre dispuso que los guardias permanecieran en el cuartel, prevenidos para cualquier eventualidad. A nosotros nos prohibió salir a la calle, pero mi curiosidad pudo mas que el temor y por una amplia reja me escape uniéndome a la multitud que ya llenaba la plaza. Allí todo eran voces y rumor de excitadas conversaciones. Un grupo salio al balcón del ayuntamiento u un hombre grito: ¡ compañeros! ¡ el rey se ha marchado ! ¡ viva la república! Seguido de largos aplausos fue la respuesta, y los vivas a la república se sucedieron durante mucho tiempo mezclados con notas desenfadas y alegres del himno de Riego. Mientras tanto, en el balcón del ayuntamiento era arriada la bandera de la monarquía e izada la tricolor, enseña de la nueva España republicana.
Las escuelas permanecieron cerradas varios días. Grupos de campesinos recorrían la villa entonando canciones populares alusivas al hecho y desenterradas de las catacumbas ideológicas o creadas espontáneamente sobre la marcha. Fue una explosión de entusiasmo, de alegría al respirar aires de libertad; de ilusiones nunca sepultadas del pueblo. Había cambiado el régimen de España y la república no llego con vientos de odio, sino con aires de fiesta, la fiesta de los hombres sencillos que ven recuperado el pulso de la esperanza. No se maldecía; se cantaba, que es la forma mas humana de expresar la alegría y la fe. Hasta los chiquillos nos contagiábamos de aque espíritu, siendo los mas estentóreos altavoces de los gritos y las canciones: fue quizá nuestra primera presunción de hombría desde nuestros improvisados asientos en la taza de la fuente publica. Aquella impresión de pueblo renacido se me quedo grabada en la mente para siempre.
Pasaron unos días fueron cesando las canciones, las tabernas volvieron a cobrar a sus parroquianos y los hombres volvieron a empuñar la azada, el legon o el arado, o las tijeras de podar. La Casa Grande volvió a abrir sus puertas, aunque los capataces ya no llevaban escopeta ni trataban a los hombres como esclavos. Nada hacia pensar que en la penumbras de sus interiores continuaba latiendo el pulso de las viejas momias. También en el cuartel la vida siguió su curso normal aunque la sombra de la incertidumbre se cernía sobre los techos. Contribuía a ello el desconcierto de aquellos días que, habituados a obedecer al capricho del cacique con una estrechez de miras pareja a la de los intereses que defendían, y al ser mi padre un hombre severo en su integridad militar neto en todo proceder, hubo de chocar con reacciones interesadas que solo haber provocado la ruptura de aquella ingenua paz en que todo estaba transcurriendo. A los ojos de aquellas mentes obtusas influidas por las milicias caciquiles, el respeto a la nueva legalidad, u, tanto, el pueblo, que mi padre mantenía con disciplina castrense, era una aparente contradicción que no sabían digerir; y así surgió una tensión interna que mi padre soporto calladamente, venciendola cada día con tenaz espíritu de servicio y una firme diplomacia que a la hora de la distribución de cometidos corto mas de una incipiente insubordinacion.
El solo quería que fuesen lo que siempre debían de haber sido: los fieles defensores de la ley; pero esto era demasiado para quienes la ley era solo la conveniencia del terrateniente, a quien se habían aliado tantos años para mejor explotar al pueblo trabajador. Por eso llegaron a hacernos el vació a toda la familia he hicieron cuanto pudieron por demoler aquella fortaleza que los dominaba, hasta denunciar su conducta al jefe superior tildándole de socialista. Mediaron politicastros supervivientes del antiguo régimen y consiguieron que fuese llamado a la comandancia para ser amonestado. Su defensa fue tajante:
No tengo ideas políticas de ninguna clase – alego con firmeza- . Soy esclavo de mi deber, como es fácil comprobar, y mi ideal es el uniforme y mi patria, antes de traicionarlos con deshonor sirviendo intereses bastardos, abandonaría lo que es mi vida; pero mientras no me vea obligado a ello, no me someteré a los caprichos y arbitrariedades de los mandones del pueblo, que solamente pretenden hacer de la guardia civil látigo que les asegure la sumisión de los explotados a su servicio. He de velar por el buen orden y la protección de todos los habitantes, pero no me convertiré en instrumento de terror para mejor explotarlos.
El jefe de la comandancia valoro la entereza de mi padre y llego a felicitarle por sus palabras. No hubo otra consecuencia de la entrevista. Pero la tensión continuo dentro del cuartel y no transcurrió mucho tiempo sin que mi padre , asqueado, decidiese abandonar aque puesto, disponiéndonos para un nuevo traslado.
Entretanto las escuelas volvieron a abrirse. Apareció de nuevo ante nosotros la faz sonriente y amable de Don Manuel. Sus primeras palabras fueron de bienvenida y luego se extendió en una explicación de acontecimientos exhortandonos al respeto mutuo y la laboriosidad que la patria necesita para mejorar el nivel de vida de sus hijos, a fin de que la libertad rescatada se convierta en un bien común, donde desterrada la violencia todos puedan en justicia participar de las riquezas conquistadas por el trabajo y la inteligencia de los ciudadanos. Aires nuevos recorrían las aulas. Insensiblemente nos sentíamos llevados por aquella corriente intima que nuestro maestro hacia fluir de su palabra y de su ejemplo. Se despertó en mi el ansia de saber y puedo decir que en aquellos meses alcance los pocos conocimientos básicos con que luego me he desenvuelto en la vida; pero sobre todo aquel espíritu de comprensión, de amor al pueblo, de reivindicación por sus derechos que de forma mas o menos acertada ha sido la guía de mi vida. Llegue a ocupar el primer puesto en la clase, yo, que con tantos pataleos me había resistido a las escuelas anteriores.
Una mezcla de incertidumbre para mis padres y de abierta y abierta atención para mi, fue transcurriendo el tiempo en aque villorrio. La escuela me gustaba, y me gustaba también ese otro aprendizaje en el correteo por la naturaleza. Según el tiempo, íbamos a las eras, por cuyas inmediaciones pasaba la carretera. Allí admire el primer camión de gran carga; o nos metíamos por los vericuetos de las vegas, rumorosas de arroyos y arbolado; mas arriba, los pinares de donde brotaba el jolgorio de los pájaros, o silenciosos y oscuros en medio de las nieves de invierno. Con el maestro hacíamos diversas excursiones encaminadas al fin educativo. Visitamos una almazara, primitiva fabrica de aceite con los mas rudimentarios procedimientos de prensa de la aceituna. Me absorbía la contemplación de aquellos tres grandes conos de piedra maciza girando sobre la masa y haciendo fluir el aceite hasta los primeros depósitos de decantacion. Cada cono rodaba tirado por una caballería con los ojos vendados. El agua se calentaba quemando en un horno los propios restos de la aceituna triturada, el orujo, y los buenos hombres de la almazara nos obsequiaban con pan caliente bañado por el aceite recién salido de las orzas. Es una escena que ha quedado grabada con gran fuerza, como un cuadro antiguo y raro.
En el invierno del 32 cayo una gran nevada. Fue fantástico el efecto en todo el paisaje,. Entre los pinos la nieve colgaba endurecida en largos chupones, semejando en lugares mas espesos el interior de una caverna pobladas de blancas estalactitas. Los pájaros habían enmudecido. A veces los encontrábamos en cualquier parte de camino, yertos, endurecidos por el frio. Otras veces íbamos a buscarlos a los aleros de los tejados, donde se habían refugiado temerosos y hambrientos.
Cuando el tiempo se suavizo una hermana de mi madre nos invito a pasar unos días en un cortijo que labraba su marido entre los términos de Alhama y Fornes. Desde el vehículo que nos traslado de Jayena a Alhama contemple el bello paisaje de los campos, las alamedas, los sembrados, pero una torrencial lluvia nos obligo a refugiarnos en la casa cuartel de Alhama. Allí esperamos hasta el atardecer, en que un primo suyo acudió a recogernos con tres caballerías para llevarnos a la casa de campo. Fue un viaje accidentado. Para evitar que nos callásemos nos metieron en serones, uno a cada lado,y, aunque no llovió mas, la incomoda postura entumecía nuestros miembros encogidos. Al anochecer hubo que atravesar un rio, crecido a causa de las lluvias y estruendoso y espumeante en su reforzada corriente. Solo la pericia de mi primo nos saco de aquel apuro. Pero el agua turbia penetro por las pleitas de los serones y nuestros temblores de miedo aumentaron con el frio del agua. Finalmente llegamos a la orilla y al cortijo, donde mis tíos y primos se desvivieron por nosotros lamentando nuestro estado y cobijandonos con amor hasta dejarnos entregados al descanso que tanto necesitábamos.
Recuerdo aquella familia con gran cariño y como estampa de inagotables bondades, retrato característico de familia campesina, matriarcal de rasgos curtidos por la vida rural, de miembros fuertes, de amplios sentimientos acogedores, de franqueza ruda en la que no fluía la malicia y, en fin, de todo aquello que hace de la vida un autentico hogar. Allí llegue a recuperar por breve tiempo la absoluta libertad que de cuando en cuando hacia crecer alas a mi espíritu. Esto hizo correr el tiempo demasiado deprisa para mi deseo. Un día al terminar las populares fiestas de Santa Cruz del Comercio, pueblecito vecino a Alhama, sonó la hora de regresar. Con verdadera melancolía quedaron atrás aquellas campiñas, aquellas alamedas, aque rio apresurado hacia cauces mas remansados, aquellas horas de asueto y compenetración con la naturaleza viva. En Jayena también estaba la naturaleza, pero pesaba sobre ella la preocupación y la inquietud.
Efectivamente, encontramos a mi padre bastante deprimido, pues la pugna sorda del cuartel no había cesado. Esto ocasiono que a mi madre un gran pesar por su prolongada ausencia del hogar precisamente cuando mi padre mas hubiera necesitado su compañía. Allí estaban ya embalados muchos de los enseres que habían de constituir nuestro habitual equipaje en el ya próximo desplazamiento. Don Manuel, el maestro, que vino a saludarnos, se apercibió de la situación y lamento la próxima ausencia del que consideraba un buen amigo. Esta vez no traía mi padre precedido de su sobrenombre de “ quita puestos “ que al cerrar tantos cuarteles inadecuados se había ganado. Esta vez dejaba el puesto por fidelidad a sus principios, por honradez profesional.
Apenas se corrió la voz de nuestra marcha fueron innumerables las visitas de vecinos de toda clase que acudieron a despedirnos, entre ellos la Junta Republicana del pueblo, intentaron disuadirle de su propósito ofreciéndose a ayudar para anular el traslado: pero mi padre confirmo su decisión basandola en motivos familiares para evitar posteriores tensiones y disgustos. Tres días después, una hermosa mañana de calor del verano de 1,932, amontonados nuestros útiles en una camioneta desvencijada y renqueante, iniciamos el recorrido hacia nuestro destino. Quedo borrada entre el polvo la rustica carretera de estampa no menos rustica del pueblo, y sus ultimas imágenes fueron en mi mente las figuras de Don Manuel y Doña Teresa expresándonos su adiós con la mano levantada.
CAPITULO IX
En aquella ruidosa y bamboleante camioneta atravesamos la provincia.
Trepidaba el motor y crujían los muelles y ballestas al saltar sobre baches y pedruscos . Hacia mucho calor, sudábamos, el polvo nos iba blanqueando el cabello, y los vestidos. Atrás fueron quedando las manchas verdes de las vegas, de los valles frescos, de las arboledas, fuimos penetrando en terreno seco, hosco, duro, donde los montes dorados de cereales maduros parecían desprender reflejado el fuego que recibían de un sol implacable. Los montes eran menos escabrosos e imponentes. Pero estaban desnudos, si acaso erizados de una vegetación dura y espinosa. Sobre un leve montículo avistamos el pueblo, un pueblo de color triste como la tierra que lo rodeaba. Lo atravesamos sin apenas encontrar a nadie: realmente era la hora del recogimiento huyendo del sol, que muchos campesinos aprovechaban para la siesta. Sentí una gran desolación siguiendo aquellas callejas vaciás. Solo en las proximidades del cuartel algunos vecinos se acercaron indecisos: eran rostros oscuros y arrugados, de ojos hundidos, de miradas entre curiosas y desconfiadas. Algunos muchachos astrosos se fueron uniendo. Después, repentinamente, todos se apresuraron a ayudar en la descarga de la camioneta. Me doy cuenta de que solo son seres sencillos, primitivos, que así manifiestan su deseo de ayudar con la mejor buena fe. Eran los hombres de aquella Moreda de 1,932 que yo conocí. ¿Seguirán siendo como entonces, toda vez que estos vecinos de la geografía a la que apenas llega otra cosa que el olvido, salvo para extraer de ellos el fruto de su sacrificio y esfuerzo?.
A las primeras actitudes de recelo que suscito en todo el pueblo la incorporación de mi padre no escaparon ni siquiera los guardias del puesto, acostumbrados a campar a sus anchas sin jefe que les controlase. Contribuía a ello el aspecto un tanto imponente de mi padre, de buena estatura, maneras sombrías y serias y aque bigote característico, que imponía respeto.
Tardaron tres días en empezar a desfilar por el cuartel personajillos de la localidad: el alcalde, el cura, el farmacéutico, algun maestro y el inevitable politicastro, cacique tradicional de todos los pueblos del agro español. El fue quien mas converso con mi padre tratando, naturalmente de llevar el agua a su molino y de establecer la buena amistad que le convenía Una vez mas mi padre le escucho impasible y le despidió sin corresponder al “ adiós tocayo “ con que el cacique Rafael dio fin a su visita.
También me llego la hora de ir a la escuela. El comienzo fue fatal. Quiso el maestro probar mi nivel de instrucción y lo hizo con tan poco tacto que la discordancia entre las formas que me había inculcado mi admirado Don Manuel y las que el practicaba originaron un momento de hilaridad para la clase y la humillación para mi, de la que despertó repentinamente mi dormido espíritu de rebeldía, traducido en el lanzamiento del libro que estaba leyendo a la mesa del maestro, y, claro esta, mi airado abandono de la clase ante la estupefacción de todos.
Vague por las afueras del pueblo sin atreverme a regresar a casa, era ya avanzada la tarde cuando un guardia dio conmigo y me convenció para regresar asegurándome que mi padre no me castigaría. Así fue, con gran sorpresa por mi parte. Ocurrió que el maestro, muy preocupado, había visitado ya a mi padre contándole lo ocurrido y regandole que no dejase de llevarme de nuevo a la escuela, donde me prestaría la adecuada atención. Volví, en efecto, y durante bastante tiempo me dejo sentirme a mis anchas. Después me califico entre los mas preparados, quedando incorporado a aquella rutina monótona que tanto me repugnaba. Pero lo disfrute por poco tiempo, ya que se caso y fue trasladado.
Unos días después llego un maestro joven, que nos impresiono con su gran simpatía y rápidamente se gano nuestro afecto. También duro poco tiempo, sucediendole un joven maestro, hijo del pueblo, que estuvo unicamente un breve espacio de tiempo el que tardo en llegar su nuevo destino. En ese trasiego de profesores que convirtió aque curso escolar en aquel pueblo como en tantos otros similares, en un desfile de transfugas que poco pudieron hacer por nuestra formación.
Con estas entretenidas clases circunstanciales llego el verano de 1,933 y con el las vacaciones; con las vacaciones entro en nuestra casa de nuevo la cigüeña, dejándome una preciosa hermanita. Aquella mañana se encontraba ya mi padre, como era de costumbre, ausente, en el cumplimiento de su misión. Fue mi madre atendida por una mujer de edad madura y también madura de experiencia en aquellos menesteres, pues en todos los pueblos pequeños el vecindario ha contado siempre con una mujer, al menos, que por oscura tradición ayuda a venir al mundo muchos de sus descendientes, especialmente cuando el medico se encuentra a buena distancia.
Ella no tiene otro titulo que la confianza que los habitantes le otorgan, ni mas técnica que la intuición y el instinto. Pero sin ella, ¿que seria de tantas mujeres del campo abandonadas a la incuria y a la ignorancia,por una tan desigual distribución de las atenciones sanitarias del país?. De aquellas manos toscas surge un nuevo ser y la madre descansa en unos cuidados que de otra forma carecería. Así con la ayuda de aquellas manos, vino al mundo mi nueva hermana, asombrándonos con sus ojillos azules, su leve cabello rubio y su blanca tez, con aquel aspecto de bella fragilidad que hasta a mi padre, a su regreso, llego a enternecer.
Obvio es decir que el acontecimiento ocasiono la pronta visita de las autoridades y personajillos del pueblo, acompañados de regalos que mucho aliviaron las escasas disponibilidades que el pequeño sueldo de mi padre permitían. El acceso del un nuevo ser a las preferentes atenciones de mi madre despertó los celos del benjamín de la casa, mi hermano Guillermo, acaparador hasta entonces de todos los mimos de la familia.
Ya antes de terminarse el periodo de estas el pueblo el pueblo ya estaba intrigado por la llegada del nuevo maestro titular. Los lugareños tratan de indagar su forma de vida, los hombres lo consideran poco sociable. Casado, sale poco a la calle. Los muchachos tratamos de adivinar por su aspecto la suerte que nos espera en la escuela. Es bajito rechoncho de una edad media no superior a los 45 años, el rostro siempre serio, mirada desconfiada, ojos recelosos. Nos sorprende con un vacilante hablar tartajoso, que en no pocas ocasiones suscita nuestra risa mas o menos contenida, lo que le hace comportarse airadamente hasta desembocar en alguna que otra lluvia de correazos. Cierto día la lluvia es tan torrencial que provoca la rebelión de la clase, vuelan tinteros y huimos atropelladamente al campo en medio del griterío y alboroto consiguientes.
Llegue a mi casa tan exaltado que mi padre sospecho otra de mis habituales fechorías escolares; pero el ambiente alborotado del pueblo vino en auxilio de mis penas, al requerirle para que intercediese ante el irascible maestro. Algunas familias mostraron la espalda de sus hijos surcada de verdugones. Y de esta forma mi padre, acompañado del alcalde, visito al maestro, encontrándole en estado lamentable. Presentaba en la frente visibles señales de golpes recibidos de tinteros voladores y la ropa manchada de tinta. Ante ello mi padre y el alcalde actuaron conciliadoramente, y se reanudo la convivencia y la normalidad de las clases.
Si reseño esto es porque intuyo una indefinible relación entre ello y los acontecimientos que en el tiempo habían de suceder.
En aquella restablecida armonía trascurrieron dos meses, al cabo de los cuales hube de faltar a clase durante dos días: el destino, o lo que sea, quiso que mi recién llegada hermanita no continuase su camino en la vida, a causa de una meningitis, la abandono con el sentimiento de todos. Mi padre estaba de servicio. Mi madre quedo anonadada. Mujeres del pueblo prepararon el cadáver para el entierro. Llego al fin mi padre y se encontró con la dolorosa sorpresa. Sin dejar el fusil que llevaba al hombro, se abrazo a mi madre, manteniéndose hierático, dominando sus impulsos. Mi madre estallo en llanto. El se mordió los labios para evitar traicionarse, y mantener la imagen de acero del hombre que parece no tener sentimientos. Después de deslizar la mirada por el pequeño féretro blanco donde el cadáver era ya una fría florecilla rodeada de flores, dispuso su conducción al cementerio: cuatro mozos del pueblo lo condujeron a su descanso definitivo.
Con el nuevo curso quedo disuelta nuestra clase mixta, ya que se abrió una nueva escuela, en aula destinada a las niñas con la llegada de una nueva maestra. Esta novedad no influyo gran cosa en nuestras costumbres, puesto que en los recreos continuábamos los juegos comunes y la acostumbrada convivencia. En aque ambiente rebosante de alegría vital se fue disolviendo rápidamente la pesadumbre que me produjo la perdida de mi hermanita. Se reanudaron las travesuras y hacíamos explotar de ira al maestro cuyas voces se encasquillaban en los momentos mas críticos. Conocí por entonces un simulacro de cine basado en un proyector de diapositivas. Las imágenes fijas se iban sucediendo acompañadas del comentario adecuado del maestro, que, al tartamudear, en ocasiones se retrasaba de tal modo que sus palabras se perdían en la incongruencia de las imágenes sucesivas.
Así paso aque otoño y llegaron las fuertes nevadas de diciembre. Pueblo y campo parecieron envueltos en blanca mortaja durante dos meses. Quedaba todo aletargado. Hasta nuestras travesuras en la escuela se entumecieron. Los campesinos se quedaban en sus casas en amor de lares encandilados por el resquemor de la paja. El humo bajaba de las toscas chimeneas casi hasta la misma calle. Algunos hombres se reunían en la taberna zapateando los pies y frotándose las manos mientras calentaban el cuerpo con una copa de aguardiente o, al menos vino. Casi daba pereza hablar. Se comentan los pequeños sucesos locales, algún acontecimiento personal y también las pasadas elecciones, que dieron de nuevo el triunfo a las derechas, es decir, a los caciques. Todos saben que ellos vuelven a sus antiguos abusos,los días de paro y menosprecio; los días de descarada explotación: las tierras labradas a renta apenas dejaran pan y miseria cuando el amo, amo de casi todas las labranzas del pueblo, se lleve la cosecha. Casi todos los habitantes del pueblo serán sus jornaleros de temporada y buscaran inútilmente otros trabajos en otras demarcaciones. Porque las derechas habían ganado e imponían de nuevo su orden.
Fueron unas elecciones de tristeza para el pueblo llano. Funcionaron las prebendas, y las amenazas y los colchones de premio a los indigentes. los muertos resucitaron para votar. Como mi familia no estaba inscrita en el padrón municipal, para que votase mi madre por la religión y la patria” amenazas “ se la proporciono la papeleta de un difunto. El catolicismo español dio ejemplo, en aquella ocasión como tantas otras, de una escrupulosa moralidad sacrificando los intereses , la salvación del alma. No cabe mayor altruismo.
La situación de conflicto creada entre los jornaleros del campo ocasiono numerosos disgustos y altercados, obligando a mi padre a multiplicar sus servicios para mantener o restablecer la convivencia; pero no siempre sus disposiciones tenían el fiel reflejo en la actuación de sus guardias, mas proclives para mantener al palo que el proselitismo, máxime cuando se sabían de nuevo amparados por las autoridades caciquiles. Así ocurrió que encontrándose reunidos unos cuantos vecinos un día de fiesta al resol de una pared trasera de la iglesia, decidieron jugar a uno sus juegos tradicionales, una navaja clavada en la tierra a cuyo alrededor se arrojaban monedas. El guardia que hacia el servicio de vigilancia llego hasta allí y no tuvo otra ocurrencia que disolverlos a golpe de sable. Pronto huyeron los mas jóvenes, pero un anciano de débiles piernas quedo atrapado y pago por todos. Apenas regreso mi padre de su ronda un grupo alborotado de vecinos entro a verle, exponiendole el caso. Venían entre ellos tres hijos de su buen amigo Rafael, que era el apaleado. Mi padre no pronuncio palabra. Volvió a ceñirse la ropa reglamentaria y salio; de paso recogió al medico para que reconociese a su amigo. No obstante pronto surgió la denuncia contra mi padre, reiterando aquel precedente que en otra ocasión le llevo a la comandancia con el remoquete de socialista. Y fue su amigo Rafael quien esta vez movió los hilos en manos de un hermano suyo, significado de derechista, para evitar a mi padre, y a todos nosotros, un disgusto serio.
Después de un verano anodino para mi, puesto que trascurrió en medio de mi improvisada dedicación al servicio de la esposa de un compañero de mi padre, en cuya dedicación una vez mas se manifestaron mis extraordinarias dotes de travesura y soterrada rebeldía a toda sumisión, trajo el mes de septiembre con el fin del verano, una nueva preocupación para mis padres. Yo había cumplido diez años, edad en la que era preciso decidir mi porvenir pensando en unos futuros estudios como para poder pensar en situarme en la capital. Tendría que hacer el ingreso en el bachillerato por libre; y, claro esta, mi único monitor posible era el maestro, que, si bien se sintió orgullosos de recibir en su casa a los mejores alumnos de su escuela destinados a un futuro mejor, pronto habría de sufrir las consecuencias de la implacable inconsciencia juvenil que había de someterle a todos los vejámenes imaginables de tan verdes cerebros. Y todo porque el pobre se esforzaba por hacer de nosotros hombres de provecho que un día diesen lustre al pueblo y dejasen un amable recuerdo de su profesor. Pan amargo el que con nosotros se gano este humilde pedagogo, a quien los momentos de emoción o ira le entorpecían aun mas la ya entorpecida pronunciación de tartamudo. Ahora que la vida tantas cosas me ha enseñado, recuerdo aquí con simpatía y arrepentimiento al bueno de Don Antonio, porque el también, a su modo, intentaba ser como un padre para nosotros, acertar a serlo, sigue siendo el problema.
Un inesperado día de otoño vino a casa mi primo Eduardo, aquel magnifico muchacho de la cortijada de Fornes que nos hizo atravesar el rio alborotado en una noche de viaje. Acababa de ser licenciado del servicio militar y quería vernos al cabo de tanto tiempo de ausencia. Para mi fue un gran acontecimiento, dado el gran afecto que me inspiraba y los gratisimos recuerdos que de el guardaba desde mis días de asueto en el cortijo de mis tíos. Mis padres lo acogieron con gran cariño y mayor orgullo, especialmente mi madre que veía en el a un moceton alegre, afectuoso y deportivo. Pronto reanudamos nuestra camaradería a pesar de la diferencia de edad. En la misma bicicleta que llego, iniciamos nuestras excursiones a los alrededores. Con frecuencia en nuestros descansos realizaba ejercicios de gimnasia que a mi me causaban admiración. Otras veces ascendíamos a las grandes cimas para contemplar el paisaje de aquellas abruptas tierras desplegadas a nuestros pies, respirar a pleno pulmón el aire frio y puro de las cumbres o meditar ante los lejanos horizontes que, azuleando en la distancia, se fundían con el azul del brillante del cielo. Estas tendencias miás alcanzaban su máxima expansión gracias a la compañía inesperada de mi primo, ya que, habitualmente, no me era posible satisfacerlas por motivos obvios. La víspera de su marcha, por la tarde, decidió dedicarla a visitar el pueblo, cosa que hasta entonces había evitado. Ojos oscuros y brillantes tras las cortinas de seco esparto lo seguían al pasar; sueños de muchachas veladas tras la celosías debió despertar aque joven bien formado y de aspecto desenvuelto. Dialogo con algunos hombres del pueblo que en pequeños grupos charlaban en las esquinas, dejandoles complacidos su claridad y firmeza de sus ideas basadas en una generosa comprensión de humanidad y justicia entre los hombres. Dejo cuando se fue un eco agradable en todas las partes y un gran vacío en mi cotidiano vivir.
Pero había que vivir. Y mi vida se llamaba en aquellos momentos examines. Exámenes que ya estaban próximos, y que despertaban en todos los estudiantes un gran pánico ante la incertidumbre de lo desconocido.
Me han hecho unos zapatos negros de charol a medida. Mi padre ha puesto el grito en el cielo porque cobran quince pesetas. ¡ casi dos días de su haber !. A fuerza de grandes sacrificios mi madre compra el tejido para conmocionarme un traje. A las seis de la mañana del temible dia mi madre me despierta. Estoy casi dormido mientras me aplica un largo lavado a base de estropajo. Termino de despertarme con los tirones que el peine proporciones a mis hirsutos y revueltos cabellos. Ella esta mas nerviosa que yo cualquier intento de protesta miá tiene por resultado un pellizco o pescozón. Finalmente quedo revestido de pontifical con todas las prendas nuevas. Nos reunimos mi padre y yo con mi compañero Pepe y su padre. Respire hondo cuando por el camino recibí en el rostro la brisa fresca de la mañana. Era como si la libertad me recordase que estaba allí siempre, esperándome. Se hizo un extraordinario en atención a las circunstancias: los desayunos costaron tres reales, que unidos a las dos pesetas que costaba el billete, ya era un exorbitante dispendio. Era la primera vez que subía al tren. Inútil es decir que mi amigo y yo nos pasamos todo el viaje tragando humo y ceniza asomados a la ventanilla. Antes de lo que hubiéramos querido nos encontrábamos ante la, para nosotros, gran estación de Guadix, y luego ante la ciudad de aspecto vetusto y campesino, aunque importante.
A mis ojos, y creo que a los ojos de casi todos los niños asistentes, aque tribunal de exámenes sentado enfrente sobre el alto escabel, tenia algo de majestuoso y lejano. En principio nos sentíamos mucho mas pequeños de lo que eramos bajo las miradas severas de los catedráticos. Exámenes escrito y oral transcurrieron como una tortura refinada y agobiante. Un profesor pareció ensañarse especialmente conmigo, lo que atribuimos a la presencia uniformada de mi padre en contraposición a la ideología política de del profesor. Pero quizá fue solo una falsa alarma, ya que tanto mi amigo Pepe como yo fuimos aprobados, en medio de la alegría de todos, tuvimos tiempo de recorrer la ciudad antes de recoger las notas. A nuestras mente infantiles e inacostumbradas, surgían como una maravilla de grandeza y misterios. Ignoraba yo entonces que hechos muy difíciles de la vida iban a trascurrir en ella. A las una de la madrugada estábamos de regreso en casa. Yo estaba tan rendido que ni siquiera quise cenar, y caí en la cama como un tronco.
Contra la opinión de mi padre, dedique aquel verano en la mas completa holganza, un tanto pagado por el éxito obtenido. Una vez mas volví a los extensos horizontes de los campos y montañas y al disfrute de los vientos libres. Pero mas pronto de lo deseado se aproximo un nuevo otoño y de nuevo también la preocupación por mis estudios. Tras largas conversaciones mis padres decidieron que iniciase el bachiller en granada aprovechando aprovechando la residencia alli de una de las hermanas de mi madre. Sin embargo, era condición previa, por motivos económicos, que obtuviese matricula gratuita, a cuyo fin había de someterme a o examen; pero la suerte me fue adversa y no pude obtenerla, al no tener mis padres medios para afrontar los gastos que habían de originarse quedaron frustradas las ilusiones y acomplejado yo por un sentimiento de derrota que nunca desapareció del todo a lo largo de mi vida.
Después de unos días en granada, donde la compañía de mi primo Juan contribuyo a descubrirme tantas sorpresas maravillosas para la mentalidad de un niño criado en el campo, haciéndome sentir aun mas el afán de conocer y el pensar de la forzosa renuncia a mis recién nacidas ilusiones me al pueblo con mi madre, en el que mi tío Eduardo se había situado abandonando su trabajo rural por un empleo municipal. Allí distrajo mis pensamientos la presencia de mis dos primas, cada día mas hermosas,y sobre todo el reencuentro con mi primo Eduardo, con el que se renovaron las correrías y excursiones acostumbradas. Pero esto duro poco tiempo. Al retorno a mi hogar me trajo de nuevo la pesadumbre de no haber podido comenzar el curso que me ilusionaba, y el aburrimiento e indiferencia de una inactividad me llenaba de desorientación.
Esto me llevo a cooperar con el maestro en las clases para adultos destinados a la alfabetización. El analfabetismo tan aviesamente promovido y mantenido por las clases pudientes, invadía las zonas rurales, principalmente. El advenimiento de la república infundio nuevas esperanzas a los hombres del trabajo, y con ellas el afán de aprender al menos lo mas esencial para incorporarse a la nueva situación, y poder participar en sus esfuerzos renovadores. Allí entre en intimo contacto con aquellos hombres recios, de corteza tosca pero de corazón maleable, rudos pero nobles, por cuyas venas corre sangre aun no corrompida de la sociedad burguesa. En aquellos cuerpos fatigados por el trabajo de día, envejecidos prematuramente, alentaba aun el espíritu inagotable del progreso que acompaña a ser humano a través de toda su historia. En aquellos ojos arrugados, entrecerrados por la costumbre de defenderse del sol diario, brillaba la luz de la inteligencia que en vano fuerzas ajenas a la humana naturaleza pretenden constantemente enturbiar o apagar en beneficio de sus ambiciones explotadoras. Yo pensaba que mis frustradas aspiraciones al estudio tenían algo en común con las de aquellos hombres, en cuyo cerebro acaso latió un día la llama del genio condenado a la ignorancia y a la extinción. Con tímidas sonrisas solían agradecerme mis esfuerzos por ayudarles y sus comentarios llegaron a darme en el pueblo que no podía merecer, al mismo tiempo me sirvieron de estimulo para refrescar al menos mis conocimientos, haciéndome repasar constantemente los textos que fueron base de mis estudios.
Se extingio en medio de estos menesteres y de una gran nevada el año 1,934, y presidido por la monotonía fue trascurriendo el año 1,935. los campesinos realizaban rutinariamente sus tares y la paz reinaba en la comarca. Nada interrumpió ni altero aquel remanso, salvo la algazara de las fiestas de Mayo que vino a traer un desbordamiento de alegrías y complacencias desacostumbradas en la vida constreñida de aquellos seres casi primitivos e ingenuos. Pero la nota mas discordante vino después de las fiestas, cuando una orden del gobierno dispuso la recogida de toda la clase de armas a los vecinos de todos los pueblos. Acostumbrados a disponer de ellas para la caza, eran muchos los que poseían armas antiguas heredadas de sus mayores y en muchos casos estimadas como recuerdo; pero mi padre fue inflexible en el cumplimiento de su deber, y toda clase de armas fueron recogidas. Incluso el faraón local de los gitanos, muy abundantes por aquellos contornos, acudió, rodeado de toda su playade, a entregar sus armas, entre ellas un precioso revolver de plata con cachas de nácar, muy pequeño y muy bien acabado. Había verdadera tristeza en sus profundos ojos negros cuando lo dejo en manos de mi padre.
Quince días después se recibió orden de destruir todo aquel arsenal. Trabucos, mosquetones, escopetas de caza, pistolas de todo tipo, etc. fueron amontonadas en el patio. Se acarreo leña y se encendió con todo una hoguera que los inutilizo. Solo se salvo una pieza: aquel precioso revolver del gitano, que recibí en obsequio, con una gran satisfacción por mi parte y disgusto de mi madre; no injustificado del todo a causa de mi infantil inconsciencia. Por entonces, y a causa de ella, mi padre me hizo conocer, mediante comentada lectura, las ordenanzas de la guardia civil. Para el solo había una norma inflexible: el cumplimiento de su deber.
Y así vino aquella mañana de primeros de junio en que a manos de mi padre llego la ansiada noticia : en Guadix quedaba una vacante de sargento. No tuvo que pensarlo. La solicito inmediatamente y le fue concedida. La alegría de toda la familia fue tan grande con la consternación de muchos vecinos y de los propios guardias, que, sobre una actuación intachable, habían llegado a la identificación y al afecto. El 15 emprendimos el traslado. La camioneta de Emilio “ el de las gaseosas “ recibió nuestros enseres, los mismos que con cuatro años antes nos habíamos instalado en Moreda.
El pueblo entero acudió a despedirnos. Fueron momentos de gran emoción para nosotros, de inolvidables sensaciones para mi. Habían sido cuatro años correteando por aquellos andurriales, conocía a todos sus habitantes con sus nombres y apodos, había recibido innumerables de su sencillez y nobleza, pase allí de los nueve a los doce años cumplidos y, en fin, fue lugar de ilusiones y desesperanzas, pero también maduración en contacto con la vida.
Al quedar el pueblo atrás, la cerrezuela aun me envió una despedida perfumada de romero y tomillo.
Fin de la primera parte
Segunda parte
CAPITULO I
Guadix: Ciudad vetusta y venerable, por su carga de historia dormida en sus piedras. Un aire pausado de ciudad rural se remansa en sus calles, mientras corona sus edificios antiguos una aureola señorial. La vieja Catedral impone su severa presencia, frente a sus torres verdea la fresca vega que cede paso a la ancha rambla gris, y detrás de ellas mas arriba, la montaña agreste que asciende progresivamente hacia las cumbres de Sierra Nevada sobre Granada. Deben parecer desde los campanarios diminutas y tortuosas las estrechas callejas, que reptan entre umbrías. Un parque pequeño y recoleto se ofrece como refugio de vidas cansadas o de primaveras en promesa de florecer, al frente en larga recta, la carretera que conduce a la estación ferroviaria y a Murcia, en ángulo recto con ella a la derecha, la que conduce a Almería.
En aquel otoño de 1,935, Guadix era un gran centro comarcal de la actividad agraria. Desde la puerta del cuartel donde la camioneta estaba siendo descargada, yo contemplaba arrobado el espectáculo siempre apasionante para mí de la gran ciudad, más grande a mis ojos acostumbrados a los villorrios que hasta entonces fueron nuestro ambulante asiento. No había yo imaginado nunca, que la ciudad donde se produjo mi primer gran fracaso, y cuya atracción tanto influyo en mis sentimientos, se convertiría algún día en el lugar de mi residencia y me daría con ello una nueva y ansiada oportunidad.
Las campanas del reloj de la catedral, en cuya proximidad se hallaba el cuartel, hicieron temblar pausadamente el aire al dar las doce, en aquel solemne momento para mí, y al mismo tiempo, en mi corazón hubo un vuelco de inquietud, ante la incógnita del futuro imprevisible.
Ya mi madre obedeciendo a ese fondo supersticioso de las mujeres, del pueblo que es sustrato de su fe católica a pesar de la aparente contradicción, nos aconsejo entrar en la nueva vivienda con el pie derecho, requisito importante si se quiere gozar del favor de los buenos espíritus. En efecto, la acogida de los jefes de mi padre, y a todos nosotros, no pudo ser mas afectuosa, mostrando un olvido completo de comentarios y comportamientos que no evitaría sin duda la subsiguiente observación y vigilancias sucesivas, pero que no permitió que se manifestase la mas leve reticencia en tan benévola bienvenida.
Allí encontramos al guardia Pepe, que estuvo dos años a las ordenes de mi padre, y fue trasladado a Guadix como conductor. a su alegría y amabilidad, le debimos el disponer rápidamente de habitaciones en tanto se habilitaban las nuestras, compartiendo su comida del mediodía en la grata compañía de su esposa, hermosa y muy celosa mujer, si bien excelente ama de casa.
Las restantes horas del día trascurrieron para mi rápidamente, ayudando a mi padre, junto con algunos guardias en descanso, a desembalar e instalar nuestros enseres, a lo que la chiquillería del cuartes no dejo de aportar su esfuerzo y su algarabía. Una llamada telefónica, puso en movimiento toda la guarnición. A una pareja de guardias que trasportaban presos desde la estación del ferrocarril al cuartel se les escaparon unos cuantos perdiéndoseles por el monte. Nuestra cena no llegó a iniciarse, mi padre organiza rápidamente a su fuerza y salieron a la búsqueda de los fugitivos.
Pasaron horas de inquietud entre las familias de los guardias. A los niños se nos hizo comer y se nos acostó, cosa que agradecí, pues estaba muy cansado. Cuando desperté, mi padre ya había vuelto, muy defraudado al no lograr la captura de ningún huido. Una nueva salida realizada sin mediar descanso alguno, no obtuvo mejores resultados. Finalmente, pudimos acoplar y organizar nuestra vivienda. Y comenzamos a mirar hacia el futuro; y el futuro mas inmediato y urgente era yo, la manera de afrontar mis estudios, la forma de administrar los gastos y sacrificios que se habían de originar con ello.
Pero medio un verano hasta la llegada del nuevo curso y yo lo aprovecho a conciencia en el descubrimiento y exploración de todas las bellezas y rincones de la ciudad y sus alrededores. Por entonces experimento el deseo de reflejar cuanto despierta mi interés y recurro al dibujo. Voy copiando aquellos detalles o lugares que me impresionan o simplemente me agradan. Se piensa que podría formarme en aquella actividad acudiendo a los cursos de la escuela de Artes y Oficios. Llega a no disgustarme la idea; pero pronto lo olvido en la convivencia con todos mis amigos del cuartel. Apenas pasado un mes desde nuestra salida de Moreda, ya me parece haber vivido siempre en esta ciudad de Guadix, ya se me ha hecho familiar el silbido de las locomotoras en la lejana estación y los tonos rojo-violáceo del humo al ser traspasado por los rayos del sol poniente.
Está mi imaginación tan repleta de motivos que la llegada de octubre de este año de 1,935 me coge por sorpresa. Casi me decepciona la idea de cambiar esta holganza vivida por la rutina de los libros que he de afrontar; pero se impone la necesidad de emprender de nuevo mi preparación para la vida cediendo al imperativo paterno, que, celoso de su responsabilidad, no admite vacilaciones. Comprendo su razón y me hago el firme propósito de emplearme a fondo en mis estudios. Así me encuentro de nuevo en aquel instituto que un día fue motivo de decepción y amargura para mí.
En medio de aquel nuevo ambiente, viejas y quizá falsas ilusiones desaparecieron de mi animo y otras nuevas despertaron ocupando su lugar. No fue la menor el deseo de no defraudar a mis padres, mientras junto a él crecía un sentimiento de responsabilidad que parecía haberse extinguido en el vacío de tiempos pasados. Pese a mi reciente pérdida de hábitos escolares, que me ocasionó serias dificultades en los comienzos, acabé con la mayor voluntad. Debo decir que los primeros resultados fueron mediocres, sin que por ello me dejara desfallecer.
El comienzo del curso fue para mí un descubrimiento. Éramos cuarenta alumnos, entre chicos y chicas, ya que el sistema de coeducación fue uno de los principios que animó la pedagogía renovadora de la República. Desde el primer momento me sentí a gusto entre todos. De pronto me encontraba en un mundo juvenil tan distinto del que había conocido que mi curiosidad no se saciaba en medio de la alegre convivencia diaria. Me impresionó también agradablemente aquel comportamiento humanizado de los profesores, que así ponían a nuestro alcance el interés por las diversas materias, pese a que no era difícil percibir las diferencias entre unos y otros a la hora de incidir en comportamientos éticos y sociales según la ideología personal de cada uno de ellos. Pronto distinguí entre aquellos que aceptaban y vivían la República como un nuevo estilo cargado de esperanzas hacia el futuro, y los que sumidos en densas brumas del pasado se resistían a admitir la aventura del progreso y de la evolución del hombre. También noté el instintivo de los muchachos según sus condiciones economías familiares, y, consecuentemente salvo excepción, según sus rudimentarias nociones ideológicas, lo que les llevaba a simpatizar con los profesores en la medida que estos eran como un cierto reflejo del ambiente familiar. Por lo que a mí se refiere, pronto me vi adherido al grupo de los menos favorecidos por la fortuna, pese a que, por la profesión de mi padre, se pudiera esperar otra cosa. De ahí nacieron mis primeras nociones políticas concretas, pues con algunos de mis compañeros más íntimos solía acudir a algunos de los numerosos mítines que entonces se prodigaban, siempre de los trabajadores, que, aún sudorosos de sus recién terminadas faenas campesinas, acudían a escuchar a sus líderes, contagiándome en no pocas ocasiones de su entusiasmo esperanzado o de su indignación ante las injusticias sociales. No es que yo comprendiera siempre el lenguaje político con que se expresaban, pero siempre sentía dentro de mi corazón una especie de profunda solidaridad hacia aquellos hombres sacrificados al egoísmo de los poderosos, y cuyo esfuerzo apenas le servía a ellos para alcanzar el mísero pan que llevarse a la boca.
Aquel año de 1,935, fue especialmente conflictivo. La derecha en el poder se dedicaba a destruir cuanto la República había tímidamente esbozado para el mejoramiento de los humildes. La venganza de los terratenientes por los avances de los jornaleros acrecentó el paro promoviendo el hambre en los campos y con él los odios y los disturbios. Las gentes de derechas pedían orden a la fuerza mientras practicaban el desorden de sus abusos violando las leyes y provocando así la rebeldía de los perjudicados y sus impulsos revolucionarios. Con frecuencia se formaban manifestaciones de protesta en las que tremolaban cada vez más las banderas rojas, muchas de ellas con la hoz y el martillo. Mas de una vez me vi envuelto en ellas con mis amigos después de un mitin o de una reunión el la Casa del Pueblo. Entonces todos nos sentíamos contagiados de aquella justa indignación, de aquella rebeldía contra la injusticia. Trabajar de sol a sol por tres pesetas y estar a la total disposición del amo en cualquier momento no se compensaba con cierto sentido familiar más ficticio que real en las relaciones laborales. Cierto paternalismo subsistente ya únicamente en las unidades agrícolas de tipo medio, mas pretendían alcanzar a la vida privada del trabajador para mejor sojuzgarlo, que aliviar su condición de paria. Pero la conciencia de clase había despertado también entre los hombres del azadón del arado y de la hoz constituyendo sus organizaciones reivindicativas cuando la desesperación no les lanzaba a acciones anárquicas y violentas.
Este ambiente no podía dejar de repercutir en las mentes de los jóvenes, demasiado jóvenes para la reflexión y el juicio propio, pero no para el impulso sentimental motivado en la miseria rebelada y en la contemplación de las propias carencias; Carencias por las que muy pocos empleados y funcionarios modestos, como mi padre, se atrevían a intentar una formación superior para sus hijos. De ahí el escaso número de muchachos de tal procedencia, que éramos los que en definitiva nos sentíamos más o menos influidos por la marea de las ideas sociales. La denominación de socialista o de comunista, llegó a ser para nosotros un motivo de orgullo.
Pero en mi caso particular había un grave problema que turbó mi conciencia durante mucho tiempo: jamás hubiera podido manifestar mis nuevos entusiasmos en mi propia casa: mi padre me hubiera matado. El había saltado de varios puestos denunciado por socialista, pero nadie mejor que yo sabía que no lo era. El se había limitado a ser fiel cumplidor de su deber, sin discriminación alguna. Para él no había más ideología que la autoridad que representaba, ni más bandera que la jurada por su institución. Todo lo demás sólo podía ser legal o ilegal, honorable o delictivo. La falta de sumisión, la rebeldía, sólo podían ser para él delito.
Así lo entendían también por aquellos tiempos los curas, aliados contumaces de la plutocracia tanto agrícola como industrial y financiera, que al convertir los púlpitos en portavoces de aquellos intereses, pretendiendo asfixiar al naciente espíritu de justicia social con la cataplasma de la resignación cristiana o el infierno, se ganaron el rencor de los desposeídos, sembrando los vientos que un día fueron tempestades sobre sus cabezas.
Todo ello producía en mi ánimo confusas sensaciones y preocupaciones que me ensombrecían la mirada. A mi madre, no le pasó desapercibido que algo ocurría en mi interior, pero a ella tampoco podía abrirme, no lo hubiera entendido, jamás lo hubiera admitido. Y así aquella pequeña tormenta particular hubo de desarrollarse en mi interior sin posibilidad de manifestación ni comunicación donde a esa edad más se necesita.
Tales conflictos íntimos, unidos a los propios y aún inconscientes de la edad, dificultaban mi rendimiento en el estudio, por lo que hube de hacer esfuerzos muy pertinaces para lograr resultados aceptables, siempre con la ilusión paralela de conseguir con ello ganarme la máxima simpatía de los míos y obtener su tolerancia subsiguiente a mis inclinaciones ideológicas; pues he de anotar que insensiblemente me había ido integrando en el grupo de juventudes socialistas, aun sin estar afiliado al mismo.
Aprovechábamos el asueto de los domingos y festivos, cuando el tiempo no lo estorbaba, para reunirnos en el parque, donde, a la par del jolgorio juvenil con los compañeros de estudio, se debatían ideas y noticias. Casi todos pertenecíamos a la F.U.E. entidad profesional de los estudiantes progresistas. Y en no pocas ocasiones surgieron discusiones con nuestros compañeros de tendencias opuestas, los de la C.A.F.E, falangistas, que, por otra parte, parecían buscar mi amistad. Muchas veces he pensado que quizá mi padre indujo aquellas amistades, encabezadas por el hijo del Jefe de Línea con ánimo de que influyeran en mí; para apartarme de las que para él no podían ser sino perniciosas relaciones. Naturalmente, si tales tácticas existieron, ningún resultado útil pudieron obtener de mí.
Con el tiempo, y no muy largo, aquellas primeras discusiones casi amistosas fueron convirtiéndose en más belicosas arremetidas dentro de instituto, donde podían valerse de su predominante fuerza mayoritaria. Los profesores ya considerados como de izquierdas o socialistas fueron sometidos a vejaciones. Un día fue el propio director, persona de las más dignas cualidades humanas, quien sufrió las consecuencias de su espíritu progresista. Afecto de fuerte miopía le interpusieron unos ladrillos a la salida del servicio, cayendo al suelo. Entró en nuestra clase con las gafas rotas en la mano y ensangrentado el rostro. Y fueron sus palabras pausada, serenas, comedidas, la más extraordinaria lección de humanidad que me ha sido dada en mi vida. Ni siquiera se refirió a lo ocurrido ni a los responsables de ello. La respuesta de los energúmenos fue casi violenta, pues abandonaron la clase con gritos de muerte al socialismo. Fuimos muy pocos los que manifestamos al director nuestro pesar por el lamentable incidente. Se emocionó hasta el punto de brotar lágrimas de sus ojos. Incidentes no menos groseros se repitieron durante aquel invierno de 1,935, mientras en la calle tenían lugar las primeras escaramuzas entre provocadores fascistas y obreros parados.
En estas circunstancias terminó el año y nos aproximamos al día decisivo de Febrero de 1,936, aquel día 16 que proclamó el incoercible grito de libertad de nuestro pueblo.
CAPITULO II
Fue aquel día de gran fiesta. De los pueblos circundantes afluían a la ciudad los grupos jubilosos de trabajadores y hombres del campo, de mineros y ferroviarios, de esperanzados hombres de clase media y marginados parias de las cuevas y las ramblas áridas, de jóvenes estudiantes y jóvenes peones, en fin del mudo del trabajo, bullicioso e ilusionado. Desde mi balcón los veo llegar como regueros de hormigas que acuden a una misteriosa llamada. Vienen los más a pie, algunos en carros, los menos en coches, autobuses o camiones, y otros en tren. Y van concentrándose alegremente, llenando el aire con sus gritos, sus risas y sus canciones, sus himnos llenos de brío popular dominando la algarabía. A veces son las notas solemnes de La Internacional al ondear de infinitas banderas rojas; a veces como un grito de combate brota de viriles gargantas la llamada anarquista de "A la barricadas" o es la "Joven Guardia" o el burlón "Himno de Riego", o mil canciones populares alusivas con las que el pueblo canta su victoria. Pronto es una multitud abigarrada que llena las explanadas y trascurre lentamente por las calles como un río. Millares de banderas rojas, rojinegras y tricolores, cubren la la masa humana; vestimentas diversas, con chaquetilla festera, la blusa, la pana, la camisa, el pañuelo de torante, predominantemente rojo; el gorro, la visera, la boina, la alpargata, la albarca, la esparteña, a veces la polaina tosca, rara vez el zapato, la ropa raída o la vieja ropa cuidadosamente conservada; una mezcla indescifrable que se mueve, se desliza, ondula, bajo un solo impulso, bajo la única y poderosa fuerza interior del pueblo renacido. Aquí y allí suena gritos de ¡ Viva el Frente Popular!,¡ Viva la República!, ¡ Viva Azaña!, ¡Viva la Revolución Social! coreados por la masa y largamente aplaudidos. Un gran grupo que ondean banderas rojas con la hoz y el martillo resucita el grito de Asturias en 1,934"¡U.H.P,!, ¡ U.H.P." que pronto secunda la multitud. Al pasar ante nuestra casa cuartel se hace un silencio expectante; las miradas de la calle se dirigen recelosamente al balcón donde nos encontramos, donde mi padre erguido contempla el jubiloso desfile del pueblo. Entonces con una leve sonrisa se quita el gorro cuartelero y saluda al la muchedumbre que prorrumpe en nuevos vivas y aplausos. Algunos hombres grita "sargento Ortega" los obreros de los montes granadinos te saludan. Yo he llegado a una cima de exaltación que me impulsa a levantar el brazo derecho con el puño cerrado saludando a aquellos hombres, de los que me considero parte. Seguidamente la manifestación reanudó su marcha hacia el Ayuntamiento.
Repentinamente, aquella riada pacífica se encrespó como el agua que halla un obstáculo en medio del curso. Algunos hombres comenzaron a gritar con indignación mientras señalaban a los altos de nuestra casa-cuartel brotaron insultos y amenazas a la guardia civil. Tal reacción inesperada desconcertó a mi padre y llenó de sobresalto mi corazón. Ante la insistencia de los manifestantes, corrimos al patio interior del cuartel y desde allí vimos la causa: en una torreta del edificio ondeaba una bandera monárquica y varios familiares de guardias, mujeres y mozalbetes, se asomaban al balconcillo de la misma exhibiendo provocativamente el saludo falangista. Por unos instantes quedó el aire electrizado por la tensión de la tragedia. Rápidamente intervinieron los guardias haciendo retirarse a los provocadores y, después de nuevas amenazas e insultos, la manifestación se reanudó sin que el incidente llegara a mayores. Yo viví unos momentos tan intensos, que casi lloré de alivio al ver la nobleza con que procedieron las gentes del pueblo, ante aquel acto irresponsable: los humildes, los eternamente humillados, irguieron su estatura y respondieron con la generosidad del desprecio.
A la mañana siguiente llegué al instituto con el corazón encogido; temía que mis compañeros me acuciasen con preguntas y reproches; estaba avergonzado y procuré rehuir encuentros. Me había sentado en las escalinatas de la Catedral, un poco apartado y cabizbajo, sosteniendo mi cabeza entre mis manos con los codos apoyados en las rodillas. Alguien tocó mi espalda. La mano amiga de un camarada me sacó de mi sopor. Sus palabras acertaron a confortarme no tenia yo que temer falsas interpretaciones mi puño cerrado había sido la respuesta clara y única desde el cuartel al saludo del pueblo los comentarios de satisfacción habían sido elocuentes: nadie ponía en duda mis sentimiento ni mis ideas; por ello mismo debía estar prevenido ante los sufrimientos que mi especial situación habría de acarrearme, al estar sometido e inmerso en el ambiente del cuartel; tendría que ser fuerte. Yo ya sabía que tendría que ser fuerte.
El mismo tomó mi portalibros y me empujó a la clase donde mis compañeros estaban terminando de entrar.
La primavera trajo un aumento de la tensión en el ambiente de la ciudad. Los fascista promovían una campaña agresiva de ataques al gobierno y a los políticos del Frente Popular, mientras clandestinamente acumulaban armas para la acción subversiva que descaradamente propugnaban. La indignación de los obreros, lanzados al paro en progresión creciente, insultados y provocados continuamente, motivaba incesantes incidentes callejeros. Las agresiones se sucedían cada vez con más frecuencia. Las clases pudientes, que no podían admitir el menor avance social de los desheredados de la fortuna, saboteaban concienzudamente las disposiciones de carácter social y armaban a sus bandas de pistoleros. Así promovían el caos en la calle y en el trabajo para justificar su reacción Los guardias del cuartel no se recataban de comentar su absoluto desafecto a las instrucciones del gobierno, por muy reconocido y legalmente constituido que estuviese: para ellos sólo había una razón: el orden, aunque este fuese el resultado de la explotación y la inmoralidad apoyados en la fuerza bruta. Sólo había que vestirlo con banderas bicolores y bendiciones de finas manos clericales.
Mientras tanto mi padre me impidió salir libremente a la calle. no faltó quien le informase de que había estado en el limbo creyéndome un hijo modelo desvelado por lo estudios mientras colaboraba con los comunistas haciéndome militante de sus juventudes, Me vi, pues, prisionero en mi propia casa. Para ir a las clases era acompañado por un guardia. Las últimas clases de aquel curso me dejaron la impresión de vivir secuestrado. Por las tardes permanecía largo tiempo asomado al balcón como único consuelo. Sin embargo ya no contemplaba con deleitación aquellos horizontes del sol poniente; habían perdido para mí el sentido de la vida hacia la libertad.
Llevaba muchas horas asomado al balcón, debían ser ya sobre las once de la noche: No se como pasó el tiempo, ni por que jugueteaban mis manos con el revolver de cachas de nácar que conservaba en mi poder desde que el gitano lo entrego en Moreda. Algo raro atrajo mi atención divagante: al pie del edificio percibo confusamente un pequeño grupo de hombres que se agitan evitando hacer ruido. Luego suena un golpe de una lata vacía al caerse y un largo siseo imponiendo silencio. Se quedan inmóviles durante unos segundos, como expectantes. Rápidamente crece en mi interior una sospecha y casi inconscientemente disparo al aire los cinco tiros que contiene el tambor de mi revólver. Inmediatamente el grupo se pierde en la noche. el guardia Gómez, primero en acudir al ruido de mis disparos, descarga varias veces su fusil en la oscuridad de la calle, donde las sombras de los hombres, se han confundido ya con la oscuridad de la noche. Otros guardias le secundan y durante unos instantes las detonaciones ensordecen el aire. Disparan nerviosamente desde los balcones y ventanas, a ciegas, ya que nada se ve en la oscuridad. Es una reacción histérica que evidentemente brota desde el fondo de la inseguridad y el temor que les domina. Es, en resumen de cuentas, el resultado de su propia mala conciencia, pues por parte del pueblo no ha habido hasta el momento la menor señal de enemistad o animadversión. Pero en aquellas circunstancias ¿No habría de pasar por su mente el recuerdo de los interminables agravios inferidos a todos lo humildes, a los braceros, a los míseros gitanos, a los mas menesterosos hombres de la gleba, en su misión de perros guardianes de terratenientes y caciques?.
Mi padre, que aún a aquellas horas se encontraba trabajando en la oficina contigua a la del Jefe de Línea, salió al oír el tumulto y con gran trabajo logró la contención de los desquiciados guardias, comprobando en la formación consiguiente, que todos habían disparado sus armas. Nadie supo explicar el caso satisfactoriamente. El guardia Gómez se justifico por haber oído disparos desde nuestra casa. Ante el Jefe de Línea, tuve que exponer lo ocurrido. Inmediatamente, una patrulla salió al exterior para examinar los aledaños del cuartel y otras dos recorrieron las calles por si el incidente había alterado o soliviantado al vecindario. Cuando regresaron se supo que todo estaba normal, pero la primera patrulla encontró unos bidones de petróleo vacíos junto al portón trasero de la casona, así como estopa impregnada y lista para se encendida. Por las viejas maderas de la puerta escurría aún líquido inflamable. Fue un gran alivio para mí que todo quedase claro, pues de otro modo la severidad de mi padre al considerarme responsable provocador de un grave incidente , hubiese caído sobre mí con todo el peso de su cólera.
Habían pasado unos quince días de estos acontecimientos cuando vino al cuartel Antonio, un viejo amigo de mi padre, compañero suyo de fatigas y trabajos en su primera juventud; ambos habían sudado juntos el pan de cada día en una fábrica de azúcar, durante algún tiempo, en que aún la esperanza de salir adelante honradamente los reunió en aquel trabajo. Ahora Antonio era empleado de ferrocarril en la estación de Guadix y mi padre, a gran distancia, había buscado refugio en la Guardia Civil. Hombre de complexión robusta, tenía muchas semejanzas con mi padre, según creí observar. Apenas se vieron se abrazaron con muestras de gran afecto.
Amigo Rafael, dijo Antonio, hace como un año que llegaste, y sé que estás aquí; pero no he querido hacerme presente hasta cerciorarme de tu postura y tus actuaciones en el puesto que ocupas. Es tan distinto al mío que llegué a temer hiciera imposible este encuentro. Pero, no; tú eres siempre el mismo, el fiel cumplidor de tu deber y nada más. y eso me ha decidido a venir.
Mi padre sonrió y dijo: Está bien, suelta lo que sea; yo soy siempre el mismo, como tú has dicho, y tú eres mi amigo. Así que, habla. Bien, ante todo he de decirte que soy comunista y vengo en nombre de mi partido. Pero antes me gustaría que aceptases una invitación a visitar mi casa, donde mi mujer y mis hijos se alegrarán de conocerte; casi te conocen ya por mis recuerdos de los tiempos jóvenes.
Dedicaron un buen rato a aquellos recuerdos y, pasadas las primeras alegrías y emociones, Antonio le explicó a mi padre que con la mayor sinceridad le contestase. Asintió mi padre.
Rafael, dijo Antonio, si puedes contestarme, desearía que me dijeses cuál es vuestra postura, la tuya y la de tus guardias, ante la situación. Ya sé que esto es muy delicado, pero tú has de comprender que nuestra seguridad requiere un conocimiento claro de la realidad. Nosotros deseamos fervientemente que no haya ningún mal entendido entre nosotros a fin de evitar inútiles discordias.
Tú sabes Antonio que, por lo que a mí respecta, yo estaré siempre del lado de la ley, cualquiera que sea el gobierno legítimamente constituido que la dicte. Con esto está dicho todo. y en cuanto a mis guardias, mientras estén bajo mi mando y disciplina, harán lo que yo ordene.
Pero tú no ignoras, Rafael, que tus guardias son ya de cierta edad, perros viejos, acostumbrados al servicio de cacique, que siempre les ha halagado y obsequiado para mejor disponer de ellos. ¿ que ocurriría en caso de conflicto?.
Vuelvo a decirte, Antonio, que tanto yo como mis guardias siempre que no pierda su mando, estaremos al lado del poder legítimo.
Lo creo, Rafael, y por eso he venido. Tú siempre fuiste honrado y no podía dudar de que ahora harías honor a tu uniforme y al juramento prestado. De todas formas, gracias, hizo una breve pausa y prosiguió.
También quiero referirme a algo que te afecta personalmente: tu hijo, Paco. No sé si tú conoces su actuación, su afiliación a las juventudes comunistas.
Mi padre frunció el ceño y su rostro adoptó los rasgos de la preocupación. Dijo con voz apagada: hace días se burlaron de mí en el casino. Esto me impulsó a tenerlo sujeto, casi encerrado, para evitar la asquerosa censura de estos hombres que ponen en duda mi autoridad al parecer que carezco de ella dentro de mi propia casa. Aún ante mis hombres pierdo crédito y vuelven a tildarme de socialista cuando permito estas libertades a mi propio hijo. Pero ¿que puedo hacer?.
Antonio quedó en silencio unos instantes. Después volvió a recordar algunos pasajes de su época juvenil, y dejo bien sentado que nuestra ideología sólo pretende liberar al hombre de las cadenas que lo oprimen y asegurar el progreso de la humanidad. Después le encargó sin embagos que me dejase seguir mi camino, pues es inútil tratar de impedir los impulsos que brotan del corazón de cada hombre. A partir de aquel día mi padre no volvió a coartar mi libertad.
Como dos buenos amigos se despidieron, asegurando comunicarse mutuamente cualquier acontecimiento que pudiese repercutir sobre la marcha cotidiana y la seguridad de la ciudad.
¿ Interpretaban ambos de la misma forma aquellos conceptos?. Por lo pronto, mi padre comenzó seguidamente una vigilia personal de constante alerta. Desde el atardecer hasta la entrada de la mañana que se retiraba a un breve descanso, permanecía en su despacho de Jefe de Puesto, pretextando un intenso trabajo. Sin duda el estudio de las continuas noticias y órdenes que recibía de sus superiores, y de la forma de aplicarlas con unos hombres a sus órdenes cuya torcida mentalidad sobradamente conocía, le ocupaba la mayor parte de aquellas horas de vigilancia. A la tercera noche, el amigo Antonio le llamó apresuradamente para comunicarle que un gran incendio, al parecer provocado, se había declarado en el centro de la ciudad, núcleo que formaba la Plaza de las Palomas, donde soportales y edificios antiguos cerraban un rectángulo lleno de sabor histórico, y en el que se encontraban los juzgados, el ayuntamiento, un cine el casino así como viviendas de terratenientes, y otras dependencias. ¿Que manos prendieron la hoguera?. La respuesta quedó en la oscuridad. Pero el incendio estaba allí y había que dominarlo. Dejando un guardia de puerta, mi padre condujo a sus hombres hasta la Plaza, entregándose todos a la dura y peligrosa tarea. Desde el balcón jugueteando con mi inocua pistola de nácar, contemplo durante toda la noche el resplandor rojizo de las llamas alzándose al cielo, mientras densas masas rodantes de humo acre enturbiaban el aire yendo a perderse en la oscuridad. De vez en cuando, sordas explosiones lanzaban sobre los tejados vecinos, surtidores de chispas y reflejos azulados y rojos; procedían de la farmacia, donde, al parecer, se almacenaban productos inflamables, lo que acrecentó la virulencia del fuego. Llego a hacerse penosa la respiración. Por un momento olvidé el significado del suceso y me absorbí en la contemplación del espectáculo. Como de lejos. Llegaban hasta mí los lamentos de las mujeres, las voces de los hombres y el llanto asustado de los niños. A primera hora de la mañana el incendio fue cesando, más por imposibilidad propia de seguir extendiéndose fuera de los pétreos muros del recinto afectado, que por la eficacia del esfuerzo de los hombres, privados de aguas suficientes y medios adecuados. Los edificios de la Plaza, eran todos montones de escombros y cenizas. Los guardias regresaron al cuartel en el más lamentable estado, las ropas chamuscadas y renegridas del humo, los rostros flácidos de insomnio y la fatiga. Mi padre, sin pararse a nada, entró en su despacho y por teléfono informó a sus jefes. En la calle, algunas voces, entre las que sobresalían la del boticario y otros propietarios de la plaza protestaban airadamente e increpaban a los guardias por su ineficacia.
Aquella mañana no hubo clases en el instituto. De cualquier forma yo no hubiese acudido, derrengado por a falta de descanso y las emociones. Fue al día siguiente cuando nos reunió el bueno de director y con su acostumbrada pausa reflexiva, con aquella serenidad que era su mayor fuerza, nos habló de la monstruosa e irresponsable acción de los incendiarios, cuyo fin no podía ser otro que provocar el descontento con la autoridad legítima de la República, sembrando la anarquía para destruir la libertad. Nos exhortó a comportarnos siempre como hombres civilizados, puesto que algún día quizá muchos tuviésemos que ser ejemplo para los demás al ocupar, por nuestra preparación, puestos de responsabilidad. De sus palabras, tan ponderadas y llenas de civismo nos quedaba siempre una sensación de madurez, claridad y seguridad en nuestra ideas.
Salíamos del instituto saboreando aún la grata sensación de sus palabras finales, cuando un petardo con la mecha encendida vino a chocar con mi pecho. Instintivamente mis manos lo rechazaron y me arrojé al suelo, las puertas del centro cayeron desgajadas por la explosión. Afortunadamente no había en aquel momento estudiantes ni personas por allí. Una semana estuvimos sin clases, mientras reparaban las puertas y demás desperfectos. Cuando volvimos, había disminuido considerablemente el entusiasmo con que habíamos iniciado los cursos unos meses atrás. Breves fechas después llego al pueblo una sección de guardias de asalto para reforzar a la Guardia Civil.
La ingenuidad popular, que tantos errores ha ocasionado, hizo que aquel refuerzo de la fuerza pública fuese acogido con grandes muestras de satisfacción y simpatía, ante las cuales la mirada de más de un guardia esbozó relumbres de ironía. Pronto vino el desencanto, porque los más zarandeados no fueron precisamente los que provocaban los disturbios, sino los que protestaban por ellos. Una razzia de armas privadas vino a parar a una habitación de nuestro cuartel; allí tuve ocasión de examinarlas una a una, pues las había de muy diversos tipos y antigüedad; pero todas parecían comunicarme un estremecimiento al tocarlas como si trasmitiesen en un escalofrió, los sudores y lágrimas que sus poseedores apaleados debieron sufrir hasta descubrirlas y soltarlas. No vi, en cambio, por allí a ningún señorito, vestido o no con camisa azul, ir a entregar ninguna, de modo que los desarmados fueron precisamente los que temían ser atacados. Unos días después la guardia de asalto fue devuelta a su origen sin que nadie se apenase por ello.
En contra de lo que yo esperaba, aquellas armas no fueron condenadas al fuego, como sucediera en Moreda. Al parecer, mi padre tenía otras instrucciones. Durante varios días el teléfono del cuartel funcionó constantemente. Después comenzaron a llegar diversas personas, en grupos más o menos numerosos y a distintas horas. Eran hombres de los que genéricamente pudieran clasificarse de derechas. Con algún que otro falangista. Pasaban al despacho de mi padre, de donde luego de un conciliábulo salían bien armados. Yo estaba estupefacto y lleno de sentimientos contradictorios. Entonces ¿ a quien estaba obedeciendo?. Fue fiel a lo convenido con su amigo Antonio.... Me llamó a su despacho. Se había vestido con su nuevo uniforme y todos sus detalles. Tenía sobre la mesa un estuche alargado de cuero. Me indicó que lo tomase, pues íbamos de visita. En efecto, no tardamos en llegar al domicilio de mi profesor de gramática española. Cuando éste abrió el estuche sus ojos brillaron de satisfacción: un fusil con bastantes cartuchos reposaba en él. Con agradecimiento emocionado estrechó fuertemente las manos de mi padre. En la sonrisa de ambos había una amistad que yo había ignorado hasta entonces. Y don Cayetano, mi profesor de gramática española, no era del grupo de profesores progresistas que yo admiraba. Cuando salí de allí una turbadora vergüenza me inundaba.
10
Llegó el fin de curso. Con un apresuramiento poco habitual, se hicieron las pruebas y exámenes y se repartieron las notas. Como era de esperar la mayoría de los alumnos, descentrados por el ambiente, no alcanzaron a terminarlo bien, por lo que nos quedaron asignaturas para Septiembre.
A principios de verano un acontecimiento vino a distraernos de las preocupaciones dominantes. Una compañía cinematográfica visitó el cuartel interesados en poder tomar escenas y exteriores destinados a una nueva película. Entre los actores recuerdo a Miguel Ligero y especialmente a Imperio Argentina. El autocar del cuartel quedó al servicio de los artistas. Por supuesto esto me permitió acompañarles en sus excursiones de trabajo. Aquello duró unos días, demasiado pocos para mí, la proximidad a aquella mujer maravillosa ocasionó un despertar de la adolescencia inflamado de fantasías románticas. Me trastorné hasta tal punto, que ella se apercibió de lo que ocurría, y con la habilidad propia de una persona sensible e inteligente, supo razonarme, sin herirme, cuanto yo debía comprender. También ella debió comprender lo que en aquellos momentos yo sentía, pues impulsivamente me abrazó y me dio un beso que ha quedado en mi recuerdo como uno de los tesoros más preciados de mi vida. Breves días después la compañía se marchó. Desde entonces pasan aquellas horas por mi imaginación de cuando en cuando, como un lejano sueño.
El tiempo siguió corriendo. Un día de Julio fui invitado por un amigo de estudios a merendar a su casa. Era de familia muy acomodada y, por tanto, no de mi circulo ideológico, pero había insistido tanto que al fin no supe negarme más. Fui muy bien acogido y atendido por la familia, la que, no obstante, y como yo sospechaba, mostró notable curiosidad por mi manera de pensar, manifestándose con visible ironía acerca de mi situación entre mi padre sargento de la Guardia Civil y mis ideas revolucionarias. Acabó por molestarme la conversación y ya estaba pensando en marcharme cuando alguien llegó gritando histéricamente " ¡ Han matado a Calvo Sotelo !", " ¿ Han matado a Calvo Sotelo ! ". Con lo que se armó un gran revuelo en toda la casa. Aproveché la oportunidad para ir a ver a mi padre, el cual estaba comentando el suceso con visible excitación. No sé a que atenerme. Según él se trata de un gran estadista y su muerte es una gran provocación que traerá gravísimas consecuencias. Las palabras de mi padre me desconciertan. Me estoy preguntando cuál será su definitiva actitud en caso de conflicto si, como él dice, esto puede producirse. Me estoy preguntando también por qué no reaccionó con la misma indignación cuando días antes fue asesinado en Madrid el teniente Castillo de la Guardia de Asalto, al fin y al cabo compañero suyo de armas. No se: todo es cada vez más confuso para mí.
A pesar de todos aquellos sobresaltos he ido normalizando las clases particulares que el teniente Funez se ofreció a darme para superar en Septiembre los suspensos cosechados. Con ello me distraje de aquellas impresiones que con frecuencia despertaban en mí turbios temores. Desde el asesinato del teniente Castillo los hombres del orden público eran a veces insultados en la calle. Mi padre nos prohibió efectuar salidas inútiles, disponiendo el acompañamiento de un guardia por lo menos cuando no había más remedio que salir. Así, lo que en la ciudad ocurriese llegaba a nosotros como un eco lejano, y desde luego, interpretado según el protagonista de la noticia. Echaba mucho de menos mis visitas a la Casa del Pueblo... y había perdido todo contacto con Antonio. Por las noches, todos los habitantes del cuartel se amontonaban ante la radio para oír las noticias de Madrid. En la atmósfera flotaba el presentimiento de que algo iba a ocurrir.
CAPITULO III
Fue el 17 de Julio. La Radio difundió la noticia de una sublevación militar en Marruecos. Los guardias civiles la acogieron con alegría, las familias con miedo.
Al día siguiente mi padre dispuso que se suspendieran toda clase de servicios. Todos los guardias debían permanecer acuartelados e incluso se retendría a cuantos llegasen al cuartel con cualquier misión. El Jefe de Línea asintió a estas medidas, conviniendo mantenerse alerta y a la espera de acontecimientos en tanto no se viera clara la situación pues, si bien se comentó que con el ejército nadie podría, había que atenerse al deber y este era sin duda permanecer a las órdenes del Gobierno legal de la República. Asintió, una vez más, el teniente y en este momento hubo una llamada telefónica. El presidente de la Casa del Pueblo preguntaba por el teniente Funez; Juan y él eran amigos de la infancia. Ambos Juanes tuvieron un breve cambio de impresiones y el teniente aseguró una vez más que permanecerían al lado de la República.
La Radio continuaba emitiendo noticias. La noche del 18 de Julio nos trajo nuevos detalles que reflejaban los puntos de choque entre las fuerzas sublevadas y grupos de paisanos leales, siempre con la cautela que la situación requería; pero estaba claro que la sublevación se había extendido, aunque estaba siendo aislada por los militares leales y sobretodo las primeras milicias espontáneas y precariamente armadas. En días sucesivos supimos que algunas ciudades estaban aún en poder de los rebeldes. La confirmación comenzó a llegar por la Voz de Radio Sevilla a través de las charlas de aquel degenerado alcohólico que se llamó Queipo de Llano, compendio de vilezas y crímenes que aterrorizaron aquella ciudad y cuantas poblaciones cayeron en su poder. Su voz carraspeante de crápula era escuchada con ansiedad y casi devoción por aquellas familias cuarteleras que añoraban la llegada de las tropas "liberadoras". De allí comenzaron a llegarnos los primeros gritos de "Arriba España" como un desafío de guerra.
En la mañana del 19 volvió a llamar Juan Cortes: el pueblo necesitaba y pedía armas para prevenirse ante los posibles acontecimientos. Nada tenía que temer la Guardia Civil puesto que había manifestado claramente su afecto a la legalidad republicana y él mismo velaría con sus hombres de confianza por la seguridad de todos; si lo deseaban podían incluso trasladarse libremente a otros lugares, dentro o fuera de la ciudad. Pidió respuesta y esta no se hizo esperar, pues el teniente envalentonado por las noticias de Sevilla e incitado por los temores de su mala conciencia, se negó en redondo a tales pretensiones, asegurando que tendrían que pasar por encima de nuestros cadáveres si querían armas. A partir de aquel momento, toda relación entre la Guardia Civil y la Autoridad Popular, quedó rota. Estábamos completamente aislados. La noche nos envolvió en la oscuridad y el silencio. Dentro, los corazones latían expectantes.
La mañana siguiente me encontró con los ojos soñolientos avizorando desde nuestro balcón los alrededores y también caminos y carreteras, y vías férreas que vierten sus líneas a la ciudad. Algo me obligó de pronto a abrir del todo los párpados hiriendo mis retinas; algo que tintilaba con fulgores bruscos en la línea lejana de la carretera de Granada. Mi atención quedó pendiente, con sobresalto, de los destellos que se aproximaban lentamente. Poco a poco pude adivinar más que ver lo que venía a la ciudad; pronto vi que se trataba de un autocar, y más aún, del autocar que solía utilizarse en el cuartel para el traslado de fuerzas. Precavidamente fue avanzando hasta llegar a las proximidades del cuartel; por las ventanillas asomaban las negras cañas de los fusiles aprestados por los numerosos guardias que trasportaba. En un salto bajé al patio, localicé a mi padre y la puse al corriente de lo que ocurría. Mi padre pasó aviso al teniente y dispusieron se abriese la puerta. Ya el autocar había pasado frente a ella. Después de breves momentos de inspección visual del terreno, descendió un alférez, secundado por un sargento y finalmente todos los guardias; todos los cuales cerciorados de la tranquilidad que les rodeaba estallaron en gritos de "arriba España" y comenzaron a hablar atropelladamente del ya llamado "Movimiento”. Con esto se alborotó el cuartel; guardias y familiares abrazaron a los recién llegados como liberadores; la emoción y el júbilo alcanzaron los límites de la histeria, como si hubiesen vivido perseguidos, humillados y torturados, o peor, como si hubiesen padecido bajo el terror imaginario de un inevitable castigo en su conciencia muchas veces merecido y de repente se hubiesen visto libres del peso de aquella negra losa. Para el teniente Fúnez y mi padre aquel era un refuerzo esperado, por el que hasta el mismo momento de su llegada, el cuartel había sido una pequeña fortaleza en medio del enemigo. Pero ¿de que enemigo?...
En pocos momentos quedó decidida la estrategia a seguir. Yo subí de nuevo a mi observatorio, ahogado por un nudo en la garganta que empujaba las lágrimas en mis ojos; pues, mientras la mujeres aplaudían al los guardias que iban ocupando el exterior en actitud de ataque, agitando sus rosarios nerviosamente en plegaria de victorias contundentes y eficaces, en toda mi alma había u intenso deseo de que mis camaradas se apercibiesen a tiempo del peligro y consiguieran contrarrestar la infame traición. El teniente Fúnez, el alférez Bravo, el sargento Ortega y el sargento Molina, cada uno al frente de un grupo de guardias, fueron saliendo con gritos de "Viva Cristo Rey" ," España Una Grande Libre", " Arriba España" , y otros, a la conquista de la ciudad. Ante mis ojos veía desplegarse los cuadros de esbirros que iban a luchar para que los capitalistas y caciques durmiesen tranquilos sobre las arquetas de sus tesoros, olvidando tan estúpida como criminalmente que también ellos procedían del pueblo y que ese pueblo, confiando en ellos, había puesto en sus manos para defender sus leyes las armas con que se disponían a sojuzgarlo.
Pero el pueblo tampoco dormía, Juan Cortés estaba prevenido. El grupo de guardias que se dirigía hacia la estación del ferrocarril se encontró con una barrera inesperada: los hombres de Juan Cortés estaban allí mal armados pero dispuestos. Algunos carabineros que se mantuvieron fieles a la república, algunos voluntarios armados unos con escopetas de caza, otros con viejas y herrumbrosas pistolas, y los mas provistos de palos, azadas y otros objetos contundentes, manteniéndose a la retaguardia, contestaron vigorosamente a los guardias, que tuvieron que replegarse rápidamente reduciendo su propio blanco, y finalmente retroceder, yendo a unirse al resto de la fuerza que operaba en el centro de la ciudad. Durante un par de horas nada pude ver; sonaban acá y allá disparos aislados, algunas voces ininteligibles por lo lejanas, y nada más. La incertidumbre comenzaba a hacérseme insoportable cuando vinieron a desembocar en la explanada ante el cuartel un gran tropel de hombres, quizá mas de cien, con los brazos en alto o en la cabeza y escoltados por numerosos guardias que les acuciaban hacia el cuartel a punta de fusil. Habían sido sorprendidos en la Plaza del pueblo llamada de Las Palomas, cuando escuchaban las noticias y las órdenes del gobierno frente a una radio instalada a tal fin. Sentí una gran congoja cuando entre aquellos rostros curtidos por el sol y las inclemencias de todos los campos, reconocí a algunos compañeros de juventud y de ilusiones. Apenas entraron en el patio se vieron rodeados de una jauría de mujeres y niños vociferantes, insultantes y amenazadores. Algunas camisas y pañuelos rojos fueron arrancados del cuerpo de sus portadores, desgarrados y quemados. En los gestos de los guardias había una temible actitud de bravuconería hacia el vencido.
Pero por las conversaciones que se cruzaban entre ellos pude comprender que habían fracasado en todos sus objetivos: estación, ayuntamiento, correos y telégrafos y cuantos edificios y centros públicos pretendieron ocupar, supieron defenderlos los obreros y campesinos decididos a todo, los hombres de Juan Cortés. Los detenidos fueron encerrados en el sótano del ala izquierda.
El cuartel había quedado prácticamente aislado, aunque varios guardias defendían puntos estratégicos en sus proximidades, sobre pequeñas elevaciones de terreno y especialmente en la vecina torre de la catedral. Los intentos aislados de penetrar en otros lugares estratégicos resultaron frustrados por la rápida y decidida reacción de los hombres del pueblo, unidos y apoyados por los carabineros. En el fondo todo se reducía a esperar refuerzos de Granada, hacía donde en un momento favorable había partido un autocar. Cayó la noche, una oscura noche sin luna, envuelta en un profundo y tenebroso silencio. En previsión de ataques enemigos todas las ventanas y balcones del cuartel fueron cegados por colchones, ropas, pacas de paja. Se redobló la vigilancia, mientras en el interior del cuartel la confianza en el éxito final con la llegada de refuerzos desató una euforia nerviosa, traducida en la alegría ficticia que hizo reinar el espontáneo reparto de jamón, vino, café y otros manjares en improvisado ágape.
A primera hora de la mañana, el cabo de los municipales, único enlace del sargento Ortega con el interior de faccioso Guadix, consiguió hacer pasar hasta el cuartel un reducido grupo de paisanos, de aquellos que un día se ofrecieron a ayudar a los guardias en caso de conflicto, una representación ínfima de los consabidos "salvadores de la patria". Aislados disparos de armas de poco alcance resonaron de vez en cuando durante aquel día de espera confiada. Al atardecer arreciaron los disparos de los sitiadores: dos autocares de cuyo interior también brotaba el fuego de algunos fusiles, avanzaban velozmente por la carretera consiguiendo llegar a las puertas del cuartel, que se abrieron inmediatamente. Las primeras muestras de alegría de los sitiados quedaron extinguidas bruscamente por el desencanto: el refuerzo tan confiadamente esperado se reducía a siete hombres; la comandancia de Granada no pudo hacer otra cosa al tener empeñados sus efectivos en la reducción de la fuerte resistencia que los defensores de la república oponían en el Albaicín. Acompañaban a los guardias abundantes alimentos y herramientas para fortificarse en caso necesario. Insuficientes motivos para el optimismo. Cuando de nuevo volvió la noche, en el ánimo de todos había un solo sentimiento, una sola idea: estamos perdidos
Otra noche sin luz, sin teléfono y sin noticias al no poder conectar la radio. Esta vez no Había alegrías gastronómicas y los guardias se deslizaban a los puntos de relevo de vigilancia como silenciosos fantasmas. En la oscuridad sonaba el ulular agorero de búho insomne.
Al alba el teniente Fúnez dispuso una nueva y desesperada salida de los autocares a Granada en busca de refuerzos o al menos de alguna pequeña pieza de artillería en que apoyar acciones de ataque. Su marcha fue acompañada de un tiroteo no demasiado nutrido y de arma corta. pronto los autocares se perdieron en la distancia. Hacia las once sonó repentinamente el teléfono sobresaltando a todos: era Juan Cortés quien llamaba con áspera voz al teniente Funez.
Sus palabras fueron duras pero sensatas. Poco más o menos dijo: " Juan, lamentablemente te has dejado llevar por el engaño. Debido a nuestra amistad, que mi pueblo ha respetado, pude ofrecerte seguridad para todos vosotros. Ignoras lo que ocurre en la nación, que las principales regiones están en poder de la república. Si no habéis sucumbido ya es por los rehenes que tenéis encerrados, y por las mujeres y esos niños inocentes que están con vosotros. Los mineros, tienen en sus manos la voladura del cuartel. Agradeced a su sentido de humanidad que no hayan usado sus medios. No seáis insensatos. Fuerzas republicanas llegarán esta tarde a Guadix. Por nuestra vieja amistad, por los seres inocentes que con vosotros están, reflexiona y rendíos. Te lo pido, te lo suplico, para evitar un desastre cuya responsabilidad sólo vuestra sería. Rendíos y evitad víctimas inútiles. Seréis respetados y todos os lo agradecerán, dentro y fuera del cuartel.
Juan Fúnez permaneció unos segundos en silencio como meditando la respuesta; pero Juan Fúnez era teniente de la guardia civil, militar profesional de academia, formado en estrechos moldes, y muy poseído de sus facultades castrenses, y además sabía que el pasado de sus guardias le haría preferir la resistencia a la rendición ante las turbas, con la que él tampoco estaba conforme; así que sin consultar con nadie contestó a Juan Cortés que nunca se entregarían. El Presidente de la Casa del Pueblo lamentó semejante testarudez ante la que salvaba toda responsabilidad y la satisfacción de haber avisad a tiempo una vez más. Hacia las cinco de la tarde un avión militar sobrevoló la ciudad a baja altura. Las banderas bicolores del cuartel ondearon a su paso en un intento de saludo esperanzado. El avión se alejó hacia la estación y ametralló sus objetivos. En el cuartel brotó la algarabía de gritos; "Viva España" y aplausos. Pero la alegría duró poco; pronto el avión se alejó desapareciendo para no volver. Poco después regresaron los autocares de Granada. El viaje había sido inútil.
El pesimismo subió de punto cuando, al oscurecer, un tren procedente de Almería volcó sobre la ciudad su cargamento de hombres armados, soldados y milicianos en mezcla abigarrada, y provistos de varias ametralladoras. El teniente Fúnez contemplaba desde el balcón el desfile de aquel refuerzo inesperado del enemigo. Se mantuvo silencioso y tranquilo, pero la palidez de su rostro denotaba el estado de ánimo que le embargaba. Después, agobiado por la preocupación fue a reunirse con sus compañeros.
Rendido por tres noches de insomnio y preocupaciones me quedé adormecido sobre el jergón desnudo de la cama, frente al balcón de mis observaciones y vigilias. Había un silencio turbio, sobresaltado de rumores confusos y de presagios sombríos.
CAPITULO IV
La explosión de un petardo de dinamita me despertó violentamente. Sin tiempo para reaccionar vino sobre mí una lluvia de esquirlas de ladrillo y yeso envueltos en una nube de polvo acre y espeso. Las balas de la ametralladora que lanzaba sus ráfagas desde la calle penetraban oblicuamente en mi habitación carcomiendo el techo y parte de la pared sobre mí. Me refugié en el ángulo del muro junto al balcón. Un alba tenue absorbía la moribunda claridad de la luna; pero no logré ver nada. El ruido fue creciendo con la respuesta de los guardias al ataque esperado durante toda la noche; en mis oídos martilleaba el fragor precipitado de aquel entrecruzamiento de disparos, al que se unió un coro de gritos y lamentos de mujeres y niños aterrorizados, órdenes tajantes y voces angustiadas. Los guardias que ocupaban la torre y las alturas próximas al cuartel hubieron de correr a refugiarse en él para no ser copados por los atacantes, con lo que la confusión fue aún mayor. Los milicianos de la república rodeaban ya el cuartel por todos sus accesos, haciendo imposible el acoso de sus disparos la presencia de defensas y respuestas en los balcones y ventanas. El teniente Fúnez subió apresuradamente a mi habitación. Oteó los alrededores como buenamente pudo. Rápidamente, aprovechando una breve pausa, descargó su star automática: la ametralladora que se nos enfrentaba dejó de disparar. El teniente Fúnez sonrió torvamente. Después realizó nuevas descargas y se fue.
Dos horas más tarde la situación era insostenible; las municiones empezaban a escasear, y algunos heridos obstaculizaban la defensa. Así se lo hizo entender a todos el teniente, adoptando la resolución que creyó más oportuna: que saliesen las mujeres y los niños para que no entorpeciesen una intentona de ruptura del cerco a fin de salvar la mayor cantidad posible de combatientes. El pánico de las familias cuarteleras hizo muy difícil la operación; no obstante a través de los agujeros practicados en las paredes medianeras del cuartel con viviendas colindantes fueron abandonando lo que hasta entonces fue su hogar. Yo salí el último acompañando a la mujer de un guardia amigo, cuyos sollozos y temblores desvirtuaban su admirada belleza. Mis pensamientos y mis sentimiento se debatían en medio de profunda confusión: era el triunfo deseado de mis camaradas republicanos junto a la derrota de mis seres queridos; y quién sabe si las consecuencias de esta derrota y de la insensata sublevación no repercutiría fatalmente sobre mí mismo. Antes de perder de vista el interior del cuartel, mi acompañante se despidió de él y de cuantas ilusiones albergó con lastimeras palabras e irreprimibles sollozos que a todos nos conmovieron. Atravesando varios edificios por los boquetes abiertos al efecto, conseguimos llegar sin novedad a considerable distancia del cuartel, casi a las afueras del pueblo. En nuestros oídos siguieron repercutiendo, amortiguados los estampidos de los disparos.
De repente, todo cesó. Un silencio profundo cayó como una losa, imponiéndonos un silencio expectante y siniestro, en el fondo del cual latía el espanto de un pensamiento trágico: la muerte de nuestros familiares y amigos al caer el cuartel. Algunas mujeres lloraban silenciosamente, otras musitaban una oración. Aún yo, en la confusión de mis sentimientos, me estremecí pensando en mi padre y todos aquellos hombres condenados al sacrificio y la muerte, abandonados después de utilizar sus virtudes castrenses, su sentido de la disciplina, del honor y de el valor mediante el engaño y el señuelo de la defensa de unos valores que solo eran máscara de quienes los lanzaron contra el pueblo, traicionando su confianza y sus instituciones. A duras penas pude contener las lágrimas y conseguí pronunciar algunas palabras de aliento.
Habíamos llegado al final de las edificaciones. Una ventana entreabierta me permitió atisbar la amplia placeta que se abría ante nosotros. También comprobé que nuestro número había quedado reducido al dispersarse muchos familiares por las casas adyacentes de nuestra travesía. Con mi madre estaban otras tres esposas de guardias y sus hijos, todos menores que yo. Recomendé silencio y subí al piso único que terminaba la casa. Su único balcón dominaba la placeta y pude ver que sus salidas se ocupaban con milicianos armados, visiblemente campesinos. Se oían voces de órdenes que eran cumplidas con la irregularidad propia de gentes desacostumbradas al estilo militar. Parecía que se trataba de prevenir la llegada de fuerzas militares facciosas de Granada para hacerles frente. Breve fue la esperanza que renació en el grupo de fugitivos, pues las fuerzas que se aproximaban eran nuevas milicias republicanas que se concentraban en Guadix para organizar la lucha. Con ellos venían algunos guardias prisioneros al no poder pasar el cerco. Los hombres que guardaban la placeta fueron a unirse con sus compañeros. Esto nos permitió salir de la casa rápidamente y pasar a otra vivienda frontera, de persona amiga, pues la familia de la anterior estaba atemorizada por las supuestas consecuencias que le pudiera acarrear nuestro refugio allí. La nueva anfitriona, bastante vieja y sorda, se servia de otra mujer menos añosa, pero sumamente bondadosa, lo que fue para nosotros una gran suerte en todos los sentidos. Ella nos traía no solo noticias, sino también alimentos, que especialmente se destinaban a los niños, ya que los mayores carecían del menor deseo de comer; sólo el café apetecía a aquellas personas atormentadas por el dolor y la incertidumbre.
Yo procuré seguir la vigilancia de la calle a través de las rendijas de ventanas y balcones. La calle se ofrecía poco frecuentada; pero un día vi venir un tropel de gente rodeando a varios guardias cuyos uniformes destrozados dejaban ver sus carnes heridas, sangrantes, a causa de las agresiones que la turba desatada les infería. Algunos, desencajado el rostro, parecían haber envejecido repentinamente y caminaban como autómatas zarandeados por manos iracundas; otros desafiaban a las gentes a que los matasen cuanto antes aferrando su orgullo a su desesperación. La turba les agredía, les insultaba, les escupía en inenarrable explosión de odio y venganza. Yo estaba horrorizado: sentí una inmensa compasión y llegué a aborrecer a aquellos que tan brutalmente se comportaban. Ante aquel cuadro espeluznante olvidé que otros muchos hombres habían caído a causa de la sublevación militar y que en otros muchos lugares los hombres a quienes y siempre había defendido estaban sufriendo situaciones semejantes sólo porque habían aspirado a un futuro mejor para ellos y sus hijos; pero aquel era un cuadro de escarnio y tortura inconcebible en mi mentalidad adolescente y contradictorio con mis ideales, y por un momento me sentí defraudado por aquella visión. Quedé como insensible. Casi no oía las explosiones y disparos sueltos que estremecieron la ciudad durante todo el día.
Dos o tres días después la asistenta de nuestra anfitriona salió en busca de víveres. Regresó espantada contando que en las calles yacían abandonados algunos cadáveres tanto de guardias como de paisanos, que iglesias y conventos habían sido desmantelados y destruidas muchas imágenes, quedando detenido el obispo por el momento en su propio palacio residencial. Así mismo nos contó que bastantes mujeres se habían unido a las milicias proclamándose el amor libre, con gran escándalo de la ingenua anciana, y que muchos edificios particulares y comerciales habían sudo requisados y ocupados por organismos militares de la nueva situación. Hasta se había bautizada la ciudad, un tanto humorísticamente, con el nombre de "La Rusia Chica". Para los refugiados, aquellas noticias fueron nuevos tizones de tormento. Para mí que no dejaba de buscar claridad a las ideas, todo aquello no era más que resultado de la insensata explosión provocada por la sublevación y alimentada por una historia entera de pueblo menospreciado, humillado y explotado a quien se intentaba privar brutalmente de las migajas de ilusión y esperanza que la república había despertado.
Pasaron siete días desde el abandono de nuestros hogares. Siete días y siete noches interminables de padecimientos físicos y morales. Nadie lloraba ya si no eran los niños. Los ojos estaban secos y como quemados. Nuestra vida se había reducido a miseria y hambre. Sin embargo, aquel séptimo día renació el miedo: un grupo de milicianos llamó a la puerta. Al abrir la sirvienta, un hombre armado se destacó del grupo y vino a decir a la dueña que aquella noche vendrían a revisar la casa. Todos quedamos consternados. Fue mi madre quien tuvo una inspiración como único intento posible de solución: el nombre de Juan Cortés, que siempre había ofrecido su protección a los habitantes y guardias del cuartel, acudió a su mente. Surgió una ardua discusión, nadie creía que aquel hombre no hubiese sido arrebatado por la ráfaga de furia que agitaba el pueblo. Al fin se escribió una carta y se sorteó entre los mayores de los jóvenes el cometido de llevarla a su destino; fui yo el designado por el azar. En silencio, sin derramar una lágrima, todos, incluso mi madre, me despidieron con un apretado abrazo. Era un gesto de remota esperanza, pero también una despedida ante el riesgo, más grande a los ojos de todos que cualquier remota posibilidad de éxito. Con el corazón galopando dentro de mi pecho salí sigilosamente a la calle desierta. Yacían escombros por todas partes, entre ellos restos de uniformes, enseres y papeles de cuartel. Mis ojos trataron de distinguir algún detalle referido a mi padre, pero no lo hallé. Ante restos de una gran mancha de sangre calcinada por el sol vacilé mareado. Pero mi salida tenía un objetivo y era Juan Cortés; y tenia que aprovechar aquella calma y aquella ausencia de personas en la calle para lograrlo. Continué hasta el final de la calle, donde quedé clavado en el suelo: un grupo de hombres armados, unos con escopeta, y otros con pistolas, se dirigió hacia mí. Sin duda era una patrulla de vigilancia. Uno de ellos me preguntó qué hacía a aquellas horas por la calle sabiendo que desde las seis de la tarde nadie podía transitar. No sé como hallé la respuesta cuando le contesté que llevaba un mensaje muy personal y urgente de las juventudes comunistas para Juan Cortés. Se miraron con alguna extrañeza. Después, el mismo miliciano me explicó que me había pasado del cuartel que ocupaba. Seguidamente indicó a un compañero que me llevase ante él. A través de algunas callejuelas alcancé mi destino.
Creo que fue una suerte para mí el que este grupo de vigilancia no fuese del pueblo; de lo contrario hubiera sido reconocido y no sé como habría podido explicar mi situación y aún menos mi misión. A través de varios callejones llegamos a lo que podía ser el Cuartel General del pueblo en armas. Ante el gran edificio sentí un escalofrió: estaba entrando en el hogar de aquel amigo de Instituto que visité el día de la muerte de Calvo Sotelo. Mi compañero llamó a gritos desde el patio a la compañera de Juan Cortés, Emilia. Tardó un rato en hacer su aparición; durante él pude observar a los hombres que se repartían por el local, algunos de los cuales me iban rodeando con expresión entre curiosa y desconfiada. Eran todos hombres rudos del campo, de rasgos pétreos, apergaminados, hundidas las cuencas de los ojos en los que ardía un rayo febril de la ira santa recién encendida, como si el reflejo de la violencia desatada en toda la patria hubiese prendido en ellos. Aquellas miradas inquisitivas me infundían temor. Miraba el cañón pavonado de los fusiles de la guardia civil, vuelto del revés el correaje para evitar el color amarillo característico, y me extrañaba el contraste de aquellas armas con la diversidad y la pobreza de la vestimenta de sus portadores, en las que predominaba el mono azul, o la camiseta sudada y el pantalón de pana, la alpargata, la esparteña, y aquel abigarrado muestrario de armas, desde el pistolon antiguo a la más fina escopeta de caza, y también la bomba casera hecha con trozos de canalón atacado de pólvora y diversas chatarras; colgado todo ello de la cintura les hacía parecer feroces guerreros llegados de agrestes montañas. Dada mi situación no podía andar con discernimiento, pero sí sentí algo así como lástima y un cierto sentimiento de solidaridad al considerar la justicia de su lucha, en la que yo les hubiera acompañado si las circunstancias no me hubieran hecho protagonista de situaciones tan distantes de mis pensamientos.
Emilia, la compañera de Juan Cortés, hizo al fin su aparición. Recordaré siempre aquel momento y la impresión que me produjo. De estatura baja y más bien metida en carnes, su rostro guardaba aún restos de la belleza que tuvo. El mono azul que la enfundaba no le hacía perder su feminidad. De un ancho cinturón pendían dos pistolas, una a cada costado. Se me quedó mirando incisivamente y yo hice cuanto pude por sostener su mirada. Finalmente le pregunté por Juan Cortés. Me respondió que ignoraba su paradero, ya que hacía tres días que no había regresado. Al hablar su aliento despedía un ligero olor anisado. Entonces decidí entregarle la carta de mi madre dispuesto a jugar la suerte del destino incierto; la sostuvo en sus manos durante unos momento, luego pregunto a los presentes si alguno sabía leer. Se adelantó un hombre recio, al que yo conocía por haber llevado a Moreda frutas y hortalizas en su borriquilla desde los pueblecitos cercanos, y por ser militante del partido comunista. Con gran dificultad deletreó los primeros renglones nada fáciles en la caligrafía de mi medre. A medida que avanzaba la lectura iban alborotándose los hombres: encontrar a los fugitivos del cuartel parecía una nueva oportunidad de hacer justicia. Yo estaba anonadado, me sentía desfallecer. Mi imaginación voló a la escena de hostigamiento de los guardias y me aplanó el horror de lo que podía ocurrir. Vi agigantado aquel desenfreno de la ira y temblé.
De pronto, la voz dulce pero firme de Emilia impuso silencio. Empuñando una pistola en cada mano recordó a sus hombres que en ausencia de Juan Cortés ella era la que decidía. Con ademán protector me acercó hacia sí, sentí sobre mí su mirada impregnada de momentánea ternura. Después dispuso enérgicamente una expedición en busca de los escondidos, no sin antes advertir que no consentiría ningún desmán. El grupo de una treintena de personas que formábamos, yo de la mano de la mujer, desfiló bajo las últimas claridades de la tarde. Era una procesión extraña, las voces de la ira se habían convertido en mansos murmullos, entre cuyas palabras circulaba ya un aire de conmiseraciones. Conduje a todos hasta las habitaciones en que se encontraban las mujeres y los niños acurrucados unos por el encogimiento del miedo, inertes otros sobre el suelo por la desgana y la creciente inanición Emilia y cuantos nos acompañaban exhalaron exclamaciones de sorpresa ante la dramática escena, quedando luego paralizados por el estupor. Fue la mujer la que primero reaccionó disponiendo el rápido aviso a los servicios sanitarios de la ciudad, mediante los cuales, los más afectados, entre ellos mi madre y una compañera de privaciones fueron internados en un hospital. A los que aún podíamos resistir se nos acomodó en la casa de Juan Cortés y se nos proveyó de fruta y leche. Pasamos la noche sobre colchones tendidos en el suelo de los corredores. Yo no pude dormir a pesar de que el cansancio me agobiaba. Volvían a mi imaginación las horas, los días pasados; maldecía la sublevación de los guardias, lloraba el desamparo de nuestros padres, el verme sometido a los hombres que les combatieron y vencieron, el verme prisionero, (o así lo creía yo), de los mismos con quienes en el fondo de mi corazón yo hubiera querido estar; y en medio de la confusión de mis ideas veía con pesimismo nuestro porvenir.....
CAPITULO V
Campanada tras campanada me iban aproximando al pavor de un nuevo día. Aún era muy débil la primera claridad del alba cuando la luz de un farol de estación se nos aproximó por el corredor deteniéndose en mis proximidades. Tras su resplandor venían dos figuras: una de Emilia, desconocida y sorprendentemente en su vestimenta femenina; otra viril y distinguida, la de su compañero y mi amigo de otros días, Juan Cortés. En la expresión del rostro de Cortés hay un profundo sentimiento de pesadumbre y humanidad al contemplar el cuadro desolador que se le ofrece: mujeres y niños desparramados por el suelo, que en sueños gimen sus penas, o abren unos ojos asustados y tristes.
Juan no puede evitar dirigir unas palabras, casi a media voz, como si el respeto le brotara entre los labios, frenado su tono:
No crean que no me da lastima verlos. No habría ya sentimientos en el mundo si no les diese cobijo y auxilio. Saben muy bien que intenté cuanto pude para evitar lo ocurrido, que yo no les engañaba cuando pretendía no llegar a las consecuencias de esta rebeldía inútil; pero no quisieron oírme y todos hemos pagado las consecuencias. Sea como sea, mientras permanezcan en mi casa nada les ocurrirá; fuera de ella no puedo responder. Confío en que mis hombres no se dejarán llevar por el espíritu de la venganza que esta lucha criminal ha desatado. Esperemos a mañana, y procuren descansar.
Ya se retiraban cuando, de pronto, volvió sobre sus pasos, alzo el farol para obtener una visión más amplia y su mirada fue recorriendo los míseros lechos improvisados. Finalmente indagó: ¿está aquí el hijo del sargento Ortega? Emocionado, levanté el brazo y le dije con voz ahogada: Aquí estoy, Juan.
Muchacho, dijo él, mucho siento lo que te sucede, y más aún lo que te espera sufrir entre esta situación y las exigencias de tus ideas; pero me alegro de que estés vivo; y puedes contar conmigo en cuanto pueda ayudarte, nada temas.
La mujer me sonrió animosamente, y ambos se perdieron por el corredor. Pero a los últimos resplandores del farol pude percibir perfectamente las miradas de las mujeres clavadas en mí, llenas de suspicacia y aún rencor. Ellas nunca habían querido comprenderme y nunca me perdonarían ser especialmente protegido por los compañeros por mis ideas. Con estos pensamientos me fui adormeciendo. Cuando mis ojos volvieron a abrirse las once de un claro día vibraban en las campanas de la catedral.
Entre ellas me llegó la voz de Emilia que llamaba a desayunar en el patio. A mí me indicó que la siguiera introduciéndome en su vivienda. Fue una gran sorpresa verme ante el baño con agua caliente para bañarme. Me hizo desnudar y con la delicadeza de una madre con hábiles manos lavó mi cuerpo joven en medio de la confusión que me embargaba. Ordenó después mi enmarañado cabello. Me sentó a su mesa y compartimos un abundante desayuno. Cuando terminamos se me quedó mirando con aquella mirada llena de ternura que también sabía endurecerse en los momentos decisivos. Yo me sentí como acariciado por ella. Algo como una brisa tibia invadió mi alma; como de un manantial profundo brotaron lágrimas en mis ojos. La buena mujer me atrajo hacia sí, haciéndome descansar mi cabeza en su seno. Cuando me vio mas tranquilo sonrió y acarició mi cabeza. Yo me separé de ella y me retiré a la soledad de una terraza en la parte alta de la casa. Como un lento río bogaban por mi cerebro las múltiples ideas emanadas de los últimos acontecimientos. De pronto comprendí que aquel otro cielo de creencias supersticiosas, primer alimento del hombre y sustento de los más interesados perjuicios sociales, había quedado enterrado en mi camino, arrollado por los escombros que él mismo había provocado. Caía la tarde, las nubes se tiñeron de rojo, como si reflejasen el incendio que unos insensatos habían desencadenado sobre nuestra martirizada patria.
Mis solitarios pensamientos fueron interrumpidos por un rumor de voces en el patio. Descendí apresuradamente. Me acerqué al grupo de mujeres y niños. Abrí la boca para preguntar, pero me quedé paralizado por la súbita emoción. También Juan Cortés y su compañera contemplaban el cuadro impresionados. Cuatro milicianos conducen en una camilla el cuerpo inerte de una mujer en la que el sufrimiento y el dolor han marcado sus huellas. Sus hermosos ojos están cerrados como en mortal descanso. Todo su cuerpo parece inflamado. Mi madre: tengo ante mí a mi madre. Y no lloro; esta vez no lloro; sólo aprieto los puños como si quisiera triturar al causante de tanto dolor. La señora Emilia se apercibe y me lleva junto a sí, como queriendo protegerme. Pero yo no lloro en esta ocasión: a veces el odio llega a ser más fuerte que el más fuerte dolor, solo aliviado por el sufrimiento de mi madre, que al menor traspiés de la camilla exhala un hondo gemido.
Tras varios días entre la vida y la muerte, mi madre reaccionó y superó el padecimiento. Poco después sobrevivía sentada en el patio de aquella casona, aunque ausente su espíritu de la realidad, como evasión desesperada del sufrimiento acumulado. Finalmente la realidad se impuso desencadenando el llanto inconsolable de los seres que no se resignan a la desgracia. Juan Cortés que ya había tratado de consolar a todos ofreciéndoles permanencia en la casa hasta que pudiesen rehacer su vida o reunirse con sus familiares, accedió también a la descabellada pretensión de mi madre ayudada compasivamente por Emilia, de que la llevase al lugar donde pudiera encontrarse con su marido; lugar que Juan supuso fuese el cementerio, por lo que un lúgubre cortejo se constituyó por un grupo de campesinos armados acompañando a mi madre por el árido camino que el mismo conducía. Yo no sentí en aquellos momentos ni dolor ni compasión ni odio. Veía en aquella absurda obstinación de mi madre algo que me molestaba; veía aquel desfile macabro, como algo grotesco, casi repugnante. Por primera vez mi ídolo enturbiaba sus brillos en confusas nieblas.
Finalmente llegamos al lugar del enterramiento, mejor dicho, del amontonamiento de cadáveres en la zanja abierta como fosa común. Pese a la frialdad inicial y a la negativa de mis sentimientos, quedé petrificado por el horror ante aquel espectáculo. La propia escolta que nos acompaño se mantuvo a distancia. Mi madre parecía una estatua con el rostro de cera. El silencio tenía una frialdad paralizante, aún mayor que la que sugiere habitualmente el cementerio. Finalmente alguien se decidió a mover los cadáveres para identificar entre ellos a mi padre si allí estaba. Pronto el hedor de la descomposición iniciada se extendió por todas partes causándonos nauseas. Confusamente distinguí los rostros del Alférez Bravo y el Sargento Molina, así como otros guardias conocidos de aquella Comandancia de Guadíx y otros muchos (eran en total unos cuarenta ) procedentes de Granada. De mi padre no había rastro. Tuve que tomar la mano de mi madre para sacarla de allí. Silenciosamente, con paso torpe, en medio de un gran silencio, regresamos a casa de Juan Cortés. Nunca olvidaré la actitud atenta y considerada de aquellos hombres, de tosca condición pero de corazón sencillo y noble, En mi espíritu se libraba una gran batalla: el recuerdo obsesivo de aquellos cadáveres, hombres sacrificados a la vesania de unos pocos, me llevó a fijar definitivamente sobre la imagen de mi padre un doloroso reproche: ¡traición!
Días después Juan Cortés dispuso que las máquinas de coser y otros enseres útiles requisados en la conquista del cuartel, fuesen devueltos a las viudas de los guardias para ayudarse a subsistir mediante trabajos adecuados. No cesó aquí la preocupación de aquel hombre por aquellos seres desamparados: varios días después pudo arreglar que cuantos lo deseasen dispusieran de salvoconductos especiales para dirigirse a los lugares que tuviesen familiares o amigos a cuyo cobijo ampararse y ayudarse. Llegó el día de la marcha, con mi madre y mis hermanos vimos alejarse aquel cortejo doliente en busca de una nueva esperanza y nuevo sufrimiento. Nosotros permanecimos en casa de Juan, ya que Granada y alrededores, donde teníamos familia, estaban en poder de los insurgentes fascistas, por otra parte Juan nos brindaba seguridad y afecto. Aprovechamos, pues, los restos de enseres que en el destrozado cuartel pudimos rescatar y nos acomodamos como mejor pudimos la vida pareció recomenzar pese al horror que los ojos de mi madre reflejaban cuando Juan se dirigía a nosotros o hacía algún comentario sobre la lucha entablada en nuestra desgraciada patria, y manifestaba su firme creencia de que pronto acabaría con la derrota de los rebeldes fascistas.
Una tarde recibimos la visita inesperada de un amigo y camarada mío: Antonio: excelente persona con la que me unía un aprecio sincero y mutuo. Se le notaba desde el comienzo cierto embarazo para entablar conversación. Al fin se decidió.
Señora, me cuesta mucho trabajo hablar de esto, pero estoy obligado- se dirigió a mi madre.- Nunca creí que mi amigo Rafael, su marido acabase de forma tan desastrosa. Hemos hecho cuanto hemos podido para evitar lo peor. Junto a mis hijos he intentado localizarle, incluso atraparle, con el propósito de salvarle. Somos muchos los camaradas que le tenemos simpatía porque conocemos su origen, sus vicisitudes, su hombría de bien. Nuestra infancia fue dura. Durante su estancia en Pinos Puente hasta que nos fuimos al servicio militar, estuvimos muy unidos. Son recuerdos que no se borran ni por el tiempo ni por las circunstancias. Por ello, mientras haya hombres como Juan Cortés y como yo, el sentimiento de la amistad prevalecerá, y creemos en su buena fe mientras no se demuestre lo contrario. Conocemos su historial y alguna vez se ha discutido su postura, difícil de comprender en aparente contradicción entre el hombre uniforme y el hombre de corazón. Su austeridad y su disciplina eran hijas de su afán de justicia, no de un vulgar engreimiento de poder. Esto nos hace inexplicable su comportamiento, a no ser que su nobleza le haya llevado a la trampa de los manipuladores de la autoridad.
Hizo una pausa. Después añadió:
Señora no sé si alegrarme o entristecerme, al decirle que su esposo vive. Al huir del cuartel, su marido, dos guardias y un paisano se tirotearon con nuestros milicianos en la placeta de los carros. Cuando nosotros acudimos ya habían desaparecido. A tiros primero y a bayoneta finalmente logró Rafael romper el cerco que les estrechaba y salir a campo libre. Debió revivir sus años mozos de guerra en África; el caso es que pudieron huir.
Nuevamente interrumpió su relato para dar lugar a que mi madre acompasase su estado de ánimo a los hechos.
Mis dos hijos, prosiguió, han estado una semana combatiendo en el frente de Granada, sobre Güejar Sierra. Fue intensamente atacado; pero no cedió. Mis hijos vieron con unos prismáticos a Rafael actuando como una furia. Sus disparos eran tan certeros y su invulnerabilidad tan sorprendente que nuestros hombres han llegado a admirarle y a temerle. Créame, señora, sólo él era capaz de algo así.
Se hizo un silencio denso. por las mejillas de mi madre resbalaban lentamente las lágrimas. Juan Cortés se aproximó. Emilia le abrazaba en la alegría de su retorno a casa. Hombre inteligente, de un vistazo comprendió la situación. Sus palabras no manifestaron disgusto cuando dijo: Emilia la toma de Granada se nos está haciendo difícil por ahora. Hombres como el sargento Ortega lo están consiguiendo. Digo esto, señora,- se dirigió a mi madre- , porque no se si alegrarme por Vd. o lamentarlo. Si sigue vivo cuando Granada caiga, ¿que suerte le espera?...
Pero ustedes no tienen la culpa de todo lo que ocurre, y no seré yo quien les abandone. Permanecerán aquí todo el tiempo que sea preciso. Hay más gente noticiosa de que el sargento vive y lucha contra nosotros. Si algún exaltado les encuentra fuera de aquí puede ocurrir un percance. Vosotros, le dijo a Antonio, no difundáis la noticia para mayor seguridad. Eso no va a cambiar el curso de la lucha.
Dicho esto, muy pensativo, se retiró.
Los días pasaron apaciblemente para mi madre; para mí estuvieron llenos de cavilaciones y dudas, cavilaciones y dudas que me llevaban a buscar la soledad de la pequeña terraza que coronaba el edificio. Mi padre no había muerto: este pensamiento traía cierta paz a mi espíritu, al fin y al cabo era mi padre. Pero ¿cuál iba a ser nuestro futuro? Ahora, nuestro malestar era una gota de agua en medio del mar tumultuoso de la guerra, fuente de todas las desdichas imaginables sin distinción de ideas, ni clase, ni actividades. Podían ganarla los republicanos, el pueblo, como era mi ferviente deseo; si para entonces sobrevivíamos ¿cuáles serían las consecuencias? Respecto a mi padre, era obvio; no creía en la crueldad fría del pueblo vencedor, pero el delito sería sin duda castigado por la ley, y esto me estremecía. En cuanto a nosotros, muerto mi padre, ¿que nos esperaba?...
De vez en cuando interrumpía mis meditaciones el rumor sordo de algún avión que a gran altura cruzaba el espacio. Podía ser republicano o fascista, probablemente en misión de reconocimiento. Hasta que una tarde me sobrecogió un ruido aterrador: a poca altura siete aviones que mostraban la ensaña republicana sobrevolaron Guadíx en dirección a Granada. Casi sobre ellos llegaba un numeroso grupo de aviones fascistas cuyas ametralladoras unían sus estampidos al bramido trepidante de sus motores, mientras ululaban los proyectiles en todas direcciones. Yo me encogí instintivamente en un rincón de la terraza sin dejar de contemplar fascinado el impresionante espectáculo. Los aviones atacantes eran más rápidos que los atacados; los viejos aviones de la república se enfrentaban con jóvenes aviones del fascismo italiano, primer auxilio aéreo que recibieron los rebeldes. Un avión intentó burlar el ataque descendiendo al campo de aterrizaje habilitado cerca de la ciudad, pero fue alcanzado y cayó envuelto en llamas. Otros dos corrieron suerte parecida, mientras los atacantes fascistas evolucionaban sobre la población en un alarde de dominio del aire sin dejar de ametrallarla. El sol de la tarde destellaba sobre su estructura y se veía bajo sus alas el diseño de la bandera bicolor de los rebeldes. Apenas se retiraron estos, les sustituyeron otros de aspecto más pesado y vuelo más lento. De su vientre comenzaron a desprenderse brillantes partículas acompañadas de un silbido estremecedor, agorero, y terrorífico. Las explosiones estremecían los edificios y hacían temblar el aire. Nubes de humo y polvo ensombrecieron la ciudad. Las gentes huían despavoridas perdido el control de los nervios, sin atender las órdenes de los milicianos. Yo mismo estallé en una locura suicida. Fue como si el sufrimiento de la contradicción en que vivía, la tensión acumulada diariamente entre mis deseos y temores, la depresión a que me condujo aquella protesta de todo mi ser contra el absurdo de mi situación, me impulsasen a llamar a la muerte como resolución final y definitiva. Y me pusiese en pie, y grité histéricamente pidiendo un proyectil, muchos proyectiles para mí, para la destrucción de mi vida inútil, estéril, entregada antes de florecer; y también para el hombre, para la humanidad absurda que teniendo el poder de la bondad y el bien, da rienda suelta a sus instintos convirtiendo en infierno lo que pudo se paraíso de amor y paz.
No sé cómo ocurrió, tampoco sé cómo unos puños férreos me atenazaron y me arrastraron por las escaleras al la planta baja de la vivienda. Aún semi inconsciente me queda un confuso recuerdo de pavorosos fusiles que me disparan sus lenguas de fuego.......
No puedo concretar dónde estoy. Torpemente se mueven mis manos hasta mi cara y el contacto viscoso de la sangre me obliga a retirarlas bruscamente. Quiero abrir los párpados y no me es posible vencer su pesadez. Mi voluntad está sumergida en un vacío de inercia imposible de superar. Me dejo llevar flotando en una lenta corriente de niebla. A través de sus rendijas percibo el refulgir de un bello rostro. Unas suaves manos acarician mi cara y creo que lavan mis heridas para conducirme a un nuevo destino.
Bruscamente los resortes del dolor físico de todo mi cuerpo al ser movido, me traen a este mundo que desgraciadamente no he abandonado. El hada de mis sueños se va transformando en la imagen alterada de Emilia, mi protectora. La ira pone en su boca las palabras más violentas de la protesta contra la crueldad y la vesania. Una madre enloquecida por el dolor no tendría más furia y valor para increpar el crimen cebado sobre su hijo. Sólo después de examinar mi cuerpo detenidamente, convenciéndose de la inanidad de los rasguños que presentaba, se tranquilizó y, atrayendo mi cabeza hacia su pecho, murmuró: "Mi niño, ¡cuantos quebraderos de cabeza me estás causando! " Por sus mejillas comenzaron a rodar gruesas lágrimas.
Por lo que hace a Juan Cortés, mantuvo su actitud circunspecta escuchando mi confusa versión de los hechos y aconsejándome una gran prudencia, pues de mi conducta podía depender la seguridad de los míos y la mía propia, no debiendo olvidar que, si aquel castigo fue simulado, sin que nadie pudiera intervenir debido a la rápida acción de los ejecutores exaltados por la creencia de que mi acción tenía un fin criminal, en otra ocasión podía tener un fin fatal. Sus palabras fueron justas y severas sin dejar de ser afectuosas por lo que constituyeron un sedante para mi ánimo y un valioso consejo para mi extraviada razón.
Juan prolongó su estancia en la ciudad durante varios días esforzándose por reclutar nuevas milicias que acoplar a la organización del proyectado ataque a Granada. Me hacia acompañar a todas partes pese a los diversos comentarios que con ello suscitaba, a los que replicaba que lo hacía por mi propia seguridad y la de los míos. Alguien le respondió que la influencia de su compañera por tener el hijo que no hubiera en su unión, había debilitado su ímpetu combativo, del que tanto esperaban.
Visité con él frecuentemente el cuartel de las milicias y reclutamientos, ubicado en el seminario. Otros centros religiosos o filo fascistas fueron confiscados para asentar en ellos la sede de los diversos organismos y entidades que la nueva situación obligaba a crear. En todos ellos bullían hombres de todas las edades dispuestos a cualquier sacrificio, incluso el de la vida, para defender la república y la libertad amenazadas. Hombres que odiaban la guerra, que toda su vida proclamaron su amor a la paz como el mejor tesoro, Hombres que predicaban el pacifismo como una de las metas supremas de la humanidad, se veían arrastrados por el torbellino de los acontecimientos y tenían que lanzarse a la guerra, a la peor y más afrentosa de las guerras, a la más cruel, la guerra entre compatriotas, entre hermanos, la guerra civil. Juan no cesaba de explicarme, de aleccionarme. La ilusión revivió en mí. Me llegué a ver entre los jóvenes voluntarios exponiéndoles de acuerdo con mis conocimientos las razones que nos asistían a todos para mantener la lucha, volvieron a revivir mis entusiasmos, olvidé la pesada herencia moral que a pesar de mis ideas me había de dejar el autor de mis días y mis desgracias. Y también combatí la conducta de de quienes aprovechando la confusión daban rienda suelta a sus malos instintos, Expoliando arbitrariamente, asesinando, deshonrando nuestra justa causa y ensangrentando desde las sombras del anonimato siniestro nuestras sagradas banderas de la libertad.
Yo veía al mismo tiempo a mi madre sufrir por aquel alejamiento mío de sus propias ideas y sentimientos. Me miraba horrorizada al comprender que por encima del trance que estábamos atravesando mis ideas marxistas, mis sentimientos comunistas no sólo no se disolvían, sino que se afianzaban y esclarecían. Esto me ocasionaba a veces cierta amargura, ya que adoraba a mi madre desde que nací; pero el empuje de aquel espíritu de lucha por la libertad y la justicia cegaba pronto el desaliento momentáneo.
Mientras tanto la ciudad iba recuperando cierto sentido de normalidad dentro de la irregular situación originada por el estado de guerra civil. Los desmanes fueron extinguiéndose. Los "paseos" hijos de la venganza incubada a lo largo de muchos años de explotación y menosprecio, (también otros más sórdidos rencores que aprovecharon la confusión para satisfacerse), desaparecieron; la autoridad popular, cada vez más consciente de sus responsabilidades, se impuso. El objetivo común de la lucha contra el fascismo, atenuó diferencias y unió a los hombres. Llegó el momento en que sólo los ataques de la aviación o los escombros de un incendio, así como el ajetreo de las milicias, venían a recordar que la guerra estaba, no muy cerca, pero tampoco demasiado lejos. Las gentes se adaptaban a la nueva vida con la ilusión de un futuro mejor. Sólo las arañas torvas de la reacción, ocultas en sus agujeros, esperaban ansiosas su momento y rezaban a sus dioses porque llegase pronto.
Se formó una nueva columna de voluntarios para reforzar el esperado ataque a Granada. yo les vi partir una mañana de cielo despejado y esplendoroso, repartidos en toda clase de vehículos, formando un convoy tan abigarrado como la mezcolanza de sus ocupantes. Me recordaban los días escolares, cuando, explicando la guerra de la independencia, nos describía el viejo maestro con voz quebrada, no se si por la edad o por la emoción, el sacrificio y heroísmo de aquel pueblo español que supo responder a la traición y a la invasión con la generosidad de su sangre y el entusiasmo de su patriotismo.¿Y qué eran estos hombres mal vestidos y peor armados, medio descalzos, desarrapados, sino el pueblo español irguiéndose una vez más contra la amenaza de una nueva tiranía?. Sus insignias y banderas de partido, armados bajo la enseña de la República,¿ que simbolizaban sino el común impulso que a todos lanzaba a dar la vida por la libertad?. La población apiñada a su alrededor les despedía y les infundía entusiasmo y ánimos. Aquí y allá surgían los himnos gloriosos de las luchas obreras: La Internacional, El Himno de Riego, Hijos del Pueblo, Joven Guardia; A la Barricadas etc. atronaban el espacio ahogando el ruido de los motores dispuestos para la marcha. El estruendo creció cuando los vehículos comenzaron a moverse, y fue extinguiéndose como una gran ola que se aleja hasta perderse en la distancia.
Largas se hicieron las horas a la espera de noticias. Para mí ingenua impresión aquel entusiasmo, aquella voluntad de sacrificio, no podían tener otro resultado que la victoria. Olvidaba yo, o, mejor dicho, ignoraba que una guerra no se gana sólo con valor, hacen falta también conocimientos militares y medios técnicos adecuados; de todo ello andábamos por entonces muy escasos. Aquella lucha era de la razón desnuda contra la fuerza bien pertrechada; y bien sabemos por la historia que no suele ser sola la razón quien gana las batallas.
Efectivamente, a última hora de la tarde Juan Cortés, sereno pero serio, nos confirmó esos temores. La columna había sido batida y dispersada en las gargantas de Huétor Santillán, donde la imprevisión y el exceso de confianza descuidaron los reconocimientos previos, permitiendo al enemigo situarse a placer en las alturas dominantes. Muertos heridos y retirada desordenada fueron las consecuencias. Finalmente se estableció una línea de defensa, excavando apresuradamente las trincheras necesarias. Con gran disgusto vieron los milicianos que una gran parte de sus vehículos y material quedaban en poder del enemigo. Pero así tenía que ser, sin duda, con estas tristes experiencias, sería como se constituiría lentamente el Ejército Popular de la República, que aun en su derrota sabría escribir una página gloriosa en la historia del pueblo español y del proletariado mundial.
Juan Cortés expuso su relato y sus críticas sin apasionamiento, fríamente, sin que en ningún momento dejase traslucir pesadumbre o desánimo. Como buen comunista no podía dejarse arrastrar por el más mínimo impulso derrotista. Oyéndole, la confianza se mantenía firme frente a la adversidad. Los golpes dolorosos solo podían entenderse como lecciones para mejorar la acción.
Al terminar se me quedó mirando detenida, e inquisitivamente. Después con visible preocupación dijo casi a media voz: " es sorprendente la divergencia entre tu familia y tu, más aún entre tu madre y tu. Debe ser muy triste tanto contraste. Pero no debes entristecerte por las noticias que he traído; esto no es más que un pequeño incidente en la gran batalla que hemos aceptado".Finalmente dejo que le hubiera gustado llevarme con él, si no fuese porque en tales situaciones es mejor encontrarse desligado de todo. Aquella misma noche volvió al frente.
Al día siguiente vino a visitarnos mi camarada Antonio y gran amigo de mi padre. Su solo aspecto nos dejó mudos de asombro, mientras un vago temor nos inundaba. Tenía tal aire de derrota y sufrimiento que oprimía el corazón. Hombre fuerte y de aire duro, había perdido su arrogancia. Doliéndose de no poder tenerse en pié se sentó en el suelo. Con palabras monótonas, sin ritmo, habló del sufrimiento que se había abatido sobre el país y pedía a Dios que cesase aquella locura de sangre, que detuviese la guerra, pues en su ánimo la victoria republicana estaba en duda.
Dichas sus últimas palabras, ya con voz quebrada por la pena, se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar convulsivamente.
“Doña Concha, le decía a mi madre, mi hijo, mi hijo...... Ni siquiera pudo defenderse, ni siquiera luchar. ¡Cayó en la emboscada, doña Concha, cazado, cazado como una alimaña!". ¡Mi hijo, mi pobre hijo!
Tal explosión de dolor conmocionó a mi madre, haciéndola sollozar con profundo sentimiento.
Aquel hombre era comunista, pero también creyente. Su Dios no tuvo ningún inconveniente en depararle un inmenso sufrimiento haciéndole perder lo que más quería a manos de los que decían defender la religión y el orden.
Transcurrieron los días, unos días aparentemente plenos de la nueva normalidad inexcusable, pero sutilmente sobrecogidos por el aleteo de los velos invisibles de una sombra macabra. La muerte estaba allá, lejos, segando su mies, y sin embargo, presentíamos que de vez en cuando volvía su rostro irónico hacia nuestra ciudad, y aún quizá alguna noche nos visitaba furtivamente llevándose su presa. Casi todos los días me recorría las calles en solitario, casi perro vagabundo de la ciudad silenciosa y en calma. A intervalos me encontraba con algunos milicianos de los pocos que aún permanecían en ella. Solía dar un rodeo para no pasar ante la fachada de la casa cuartel que un día fue nuestro hogar, ahora ocupada por milicias, cuya guardia en sus puertas me causaba inevitablemente una penosa sensación. Curioseaba aquí y allá insaciablemente abriendo mis ojos púberes a un mundo que, siendo producto de la monstruosidad, intentaba desesperadamente de justificarse para sobrevivir. Me siento tremendamente solo; mis amigos, mis convecinos, han desaparecido. Pienso que la crueldad de quienes han desencadenado el drama no podrá ser perdonado jamás.
Casi inconscientemente tomé una calle en otros tiempos muy bulliciosa. Al ver un grupo de milicianos que charlaban ante un viejo edificio, me acerqué. Me asomé a la puerta. Uno de ellos me hizo seña de que le siguiera, sin que yo supiera interpretar la expresión socarrona de su rostro. Crucé tras él la puerta de una sala y el estupor me paralizó. No tuve tiempo de reaccionar. Soltó una carcajada ante mi aspecto y me empujó hacia adelante diciendo: Os traigo a este mozo para que le enseñéis lo que es el amor libre. ¡Vuestro es!...
Casi caí de bruces en uno de los lechos que ocupaban varias mozas desnudas. Mis ojos descubrían tan bruscamente las bellezas secretas soñadas por la imaginación en horas de intimidad que parecían desorbitados en un ansia de abarcarlo todo a la vez. Ellas reían divertidas de verme tan confuso e impresionado. Yo apenas me atrevía a poner la mirada en aquellos cuerpos desnudos, juveniles e incitantes, que tan alegremente se ofrecían a mi curiosidad; me sentía turbado por la proximidad inesperada de la carne femenina y al mismo tiempo experimentaba una gran vergüenza de que me sorprendiesen mirándolas con irrefrenable avidez. La escasa ropa que me vestía, el pantalón corto, la blusilla, desaparecieron en un santiamén de mi cuerpo. Pasé de mano en mano de aquellas hebras como pelota en juego antes de caer en la red. Caí, en efecto, en la red voluptuosa de una cama. No sabría decir cuántas manos me acariciaron hasta convertir mi sangre en río de fuego. Perdí la noción de la realidad; la realidad se convirtió en una lengua, unos labios, unos dedos, un torrente agitando todo mi ser. Pechos, muslos, caderas, roces interminables, sudor en las ingles, aroma de hembra en celo, palabras soeces de la excitación y gemidos de entrega profunda, eran como un torbellino indescriptible que me arrebataba. Empotrado entre unos muslos que se agitaban voraces o cabalgado por amazona insaciable, el deleite me sacudía y me enervaba tan pronto hundiéndome en el desfallecimiento como elevándome a la cima del placer. Finalmente debieron comprender mi estado lastimoso y me vistieron después de dejarme reposar sumido en el sopor de un gran cansancio. Nada recuerdo de aquellos momentos; si acaso la confusa idea que se repetía en mi cerebro: Aún no he cumplido catorce años.
Había pasado medio día cuando de nuevo me encontré la calle. Me flaqueaban las piernas; parecía que todo mi cuerpo se desmoronaba al andar. Sentía extrañamente vacía mi cabeza; ni siquiera podría decir si eran las cosas a mí alrededor, o era ella misma quienes daban interminables vueltas y más vueltas mareándome. Fue una manera despiadada de desvelar los secretos del sexo. Me era imposible hilvanar las ideas. Deambulé sin rumbo ni apenas noción de la realidad.
Pero la realidad llegó bruscamente, brutalmente. Cerca de mí pasó u grupo de marineros conduciendo a un hombre. Le reconocí en el acto: era el viejo maestro de mi hermano menor. Vi su figura maltrecha, ultrajada su arrogancia natural por la prisión y las privaciones, quizá también los malos tratos. Conmocionado, me llevé las manos a la cara para alejar la triste imagen. El grupo se perdió al final de la calle, en un recodo. Apenas había reanudado mi paseo sumido en amargos pensamientos, el espanto clavó mis pies en el suelo: una descarga de fusilería estremeció el aire: Me era imposible caminar, moverme, me deslicé al suelo, sin fuerzas para llorar: no sé si quedé inconsciente o sumergido en un sueño soporífero. Tampoco sé cuanto tiempo permanecí así. Si alguien pasó junto a mí no se molesto en averiguar lo que me pudiera estar ocurriendo. Al volver en mí rompí a llorar silenciosamente, y así permanecí mucho tiempo sin apercibirme de la llegada de la noche. Me siento muy maltrecho; las tremendas impresiones del día, el calor agobiante, el estómago vacío; después el frescor de la noche. Siento escalofríos que me recorren todo el cuerpo. Tengo que realizar un gran esfuerzo para ponerme de pie y regresar a la casa de Juan Cortés. Ignoro si me han echado de menos. Tampoco deseo ver a nadie. Me desplomo en la cama. El mundo con sus tormentos huye de mí, dejándome en la paz de un profundo sueño. Al fin.
CAPITULO VI
Un nuevo día nos trajo importantes novedades. Juan Cortés y sus hombres las comentaban con voces
Emocionadas en el patio: un centenar de guardias civiles de los pueblos y la capital de Murcia que se alinearon con el gobierno de la república, se habían concentrado en Guadix para ayudar a la conquista de Granada. Alababa Juan Cortés la actitud leal y patriótica de estos hombres en contraste con la actitud traidora de los que, respetados por el pueblo de Guadíx, se habían vuelto contra él. Sus palabras alcanzaron a mi madre en el fondo de su angustia, provocándole un llanto amargo y desconsolado. Juan Cortés calló. En silencio, con la ayuda de Emilia, atendió a mi madre tratando de tranquilizarla.
Yo sentía una aguda curiosidad mezclada de oscuros presentimientos, por lo que pedí a Juan Cortés que me llevase a conocer a los guardias.
Estaban en el parque, donde todo el pueblo se acercaba a admirarlos y a elogiarlos, y muchos vecinos les mostraban ingenuamente su aprecio y agradecimiento obsequiándoles con todo cuanto les era posible, algunos con verdadero sacrificio. Me sorprendió decepcionantemente su aspecto, tan distinto al que yo conocí desde mi infancia. Vestían monos azules de trabajador, se cubrían con sombreros de paja desiguales en torpe aliño. Les miré con extrañeza mientras recibían al público en medio de manifestaciones de simpatía y vivas a la República y al Frente Popular. Y no pude dominar el impulso de dirigirme al que parecía el jefe y expresarle, quizá un tanto alterado, mis opiniones. Le dije de quién era hijo y pedí que pensaran en la grave responsabilidad que habían contraído y que no defraudaran al pueblo que tanta fe ponía en ellos. Juan Cortés me mostraba su inquietud y nerviosismo apretándome la mano para hacerme callar, pero yo no podía evitar aquel oscuro impulso que me empujaba. Por fin me interrumpió diciendo: " No toméis a mal el sentimiento de este joven. Desde la muerte de su padre está desquiciado. Me he hecho cargo de él para evitar mayores males." El jefe me pasó una mano por mi hombro y me expresó su sentimiento por lo ocurrido a mi padre. Me aconsejó mientras me miraba de hito en hito, llena su mirada de reflejos profundos, como si tras sus palabras hubiera un misterioso mensaje. Y volvió a mí la corazonada, el presentimiento, la oscura sensación de que algo no encajaba allí. Cuando con Juan Cortés regresaba a casa nada me comentó ni mostró disgusto por lo ocurrido; sólo me dijo que aquel hombre era ya capitán de la guardia civil cuando vestía su anterior uniforme, y muchos guardias habían ascendido automáticamente al ponerse al servicio del gobierno legítimo del pueblo.
Pocos días después corrió de boca en boca la noticia de que se organizaban nuevas unidades de milicias. Muchos jóvenes acudieron a la llamada. Maroto, el anarquista, se hizo pronto popular. De Guadíx y pueblos de los montes limítrofes llegaron bulliciosamente hombres de la F.A.I. y exaltados alevines libertarios. Llevaban en el pecho el valor de los seres sencillos dispuestos a dar la vida por su fe y en los ojos la mirada brillante de los idealistas. Junto a ellos los socialistas y comunistas, revolucionarios, pero más reflexivos, como supeditados a una disciplina aceptada por necesaria. Tras unos días de instrucción se organizó la marcha volviendo a repetirse las escenas de despedida, las calurosas expresiones de ánimo, las exclamaciones y gritos de exaltación.
El grupo de guardias, también se incorporó a la columna. Lentamente se fueron perdiendo en la distancia, en el polvo luminoso del camino bajo un dorado sol de otoño. Después quedó el paisaje silencioso y limpio bajo el cielo azul. En mi mente volvía a repetirse el pensamiento constante de aquellos días: "¿Porqué tienen que matarse los hombres entre sí?"... Entre comentarios más o menos esperanzados transcurrió el día. Se tenía una gran esperanza de que esta vez Granada volvería por fin a la República. A última hora de la tarde vino a visitarnos Juan Cortés.
Su porte había perdido el aplomo habitual. Un tanto desastrado, cubierto de sudor y polvo y con el ceño fruncido habló apresuradamente rehuyendo la mirada:" Es urgente que abandonen la ciudad. Cojan lo imprescindible y suban al camión que espera a la puerta. Aquí está el salvoconducto para ir a Moreda."
Mientras se lo entregaba a mi madre, con hosca expresión nos informó del desastre que habían ocasionado los guardias murcianos, al pasarse al enemigo llevándose camiones y pertrechos y cuantos prisioneros pudieron copar en la criminal maniobra: Una vez más la traición de los hombres a quienes el pueblo confió su defensa. La indignación era intensa en todas partes. No podía responder de nuestra seguridad. Quizá en Moreda los buenos recuerdos que dejara el sargento Ortega podrían ahora favorecernos.
Para mí fue un golpe tremendo, pues era la confirmación de mi confuso presentimiento. Volvían a ser los hombres que vestían el uniforme de mi padre quienes traicionaban al pueblo confiado. En mi desesperación maldije a todos ellos, a toda la institución, a mi propio padre. Una vez más el temor a lo desconocido oprimió mi ánimo. Ahora estaba solo, como hombre de familia. Sobre mis débiles hombros veía desplomarse una espantosa responsabilidad.
Emilia me retuvo un momento abrazándome contra su pecho. Me besó en la mejilla y a duras penas pudo contener el llanto mientras me decía: "Ya no volveré a verte jamás. Sé valiente, compórtate siempre con la misma nobleza. Y cuando pasen los años y esta pesadilla acabe, no olvides a esta pobre mujer que te quiso como a un hijo."
Juan Cortés nos instó a marchar tratando de librarse de la impresión que le habían producido las palabras de su compañera. Con su aparente brusquedad intentaba ocultar y vencer sus sentimientos. Yo veía alejarse su figura mientras el camión avanzaba por la carretera que nos conducía a nuestro incierto destino. Allí quedaba un hombre bueno, un caballero del pueblo, un varón entero, presidente de la casa del pueblo de Guadíx, luchador incansable, líder de las juventudes comunistas, y todo ello como brote irrefrenable de un corazón noble y generoso hasta el sacrificio. Hoy, que desconozco si en alguna parte se encuentra aún y cuál fue su destino, quiero dejar que se desborde de mi espíritu todo el agradecimiento y la admiración guardados religiosamente en él a través de los años y de los muchos avatares de mi vida.
Mientras duró el recorrido no dejé de pensar en cuanto quedaba atrás, en aquella etapa torturante de Guadíx y en lo que podía esperarnos desde entonces. Volvíamos a Moreda, donde varios años de mi infancia transcurrieron apaciblemente, bien que, si no de muy provechosa instrucción, fueron al menos el campo vital de mis correrías infantiles y del despertar a las llamadas del porvenir.
De vez en cuando alguna escuadrilla de aviones surcaba el cielo bajo las primeras estrellas parpadeantes del atardecer, con dirección a Granada. La angustia que me atenazaba llegó a hacerme desear que aquella carga mortífera que transportaban abriese a nuestros pies el cráter que nos tragase definitivamente. Pensaba entonces que no merecía la pena vivir en un mundo donde los hombres se mataban sin piedad empujados por la fuerza inexorable de un destino impío.
Sobre las diez de la noche un grupo de escopeteros que guardaban el acceso al pueblo nos dio el alto. Les fue mostrado el salvoconducto, al que no opusieron reparos; sin embargo, alguno de ellos suscitó la discusión entre dejarnos pasar o permitirnos continuar hacía lugar más conveniente, discusión que se zanjó acordando que lo decidiese el presidente de la Casa del Pueblo. La noticia corrió como un reguero de pólvora y pronto una gran cantidad de vecinos se congregó a nuestro alrededor. El presidente del comité trató de salvar la responsabilidad suscitándose un debate en plena calle. Fue un antiguo guardia civil, del grupo de Moreda que permaneció fiel a la República, quien zanjó la cuestión, llevándonos a la posada del pueblo, cuyo dueño era hermano del presidente. Así pudimos pasar aquella aciaga noche. Por la mañana a hora temprana fuimos despedidos, no sin que la buena posadera, a escondidas nos facilitase el desayuno. Con esto de alivió nuestro abatimiento y reanudamos nuestra odisea.
Nuestra odisea fue un insólito deambular, en temeroso y amargado grupo, sin hallar cobijo ni protección; de calleja en calleja, abandonada nuestra pobre valija en un rincón de la plaza, buscábamos en vano una mirada amiga, un gesto hospitalario; cuando el cansancio y el desánimo nos abandonaba, dejamos caer nuestro cuerpo sobre un escalón cualquiera, un apoyo, un rincón de cualquier puerta. Los vecinos atisbaban entre las puertas a distancia. Para mí era imposible comprender que aquellas eran las mismas personas que años atrás nos mostraron su afecto al despedirnos, por la noble huella que entre ellos había dejado el leal comportamiento de mi padre, frente a los abusos de los fuertes. Ni siquiera aquellos niños que entonces fueran mis compañeros de juegos y correrías hacían acto de presencia. Yo no podía comprender que aquel pueblo, como tantos, estaba sufriendo en su carne las consecuencias de la traición, que sobre nosotros caía en torva mancha, y que éramos nosotros, nuestros padres, quienes trataban de arrebatarles, aun con la vida, su primera ilusión de libertad después de siglos de humillación, explotación y analfabetismo. Transcurrió la mañana en desesperante aislamiento. Cuando se fueron acostumbrando a nuestra presencia, algunos se acercaban fugazmente, otros nos traían furtivamente algún pedazo de pan, un poco de alimento, una breve sonrisa de aliento. Mi hermano menor repetía constantemente, " vamos mamá," creyendo en su inconsciencia, que en alguna parte nos esperaba una casa, un descanso.
Había entrado ya la noche cuando mi madre, tras larga estadía a la puerta del Ayuntamiento, consiguió ser recibida por el presidente del comité, que tanto había eludido este encuentro. No por falta de corazón, sino por temor a la responsabilidad y a la crítica de los más extremosos, evitaba recibir a mi madre. Finalmente resolvió facilitarnos alojamiento autorizándolo por escrito a uno de los fondistas del pueblo. Nuestro cansancio era tan grande que por encima de todas nuestras penas y preocupaciones primó y profundo y reparador sueño. Así sucedieron varios días sin que nuestra suerte presentara visos de cambiar. Pero sí cambió, especialmente para mí: una fiebre abrasadora se apoderó de mi cuerpo mientras mi cabeza parecía próxima a estallar. Antes de sumirme en la inconsciencia reflejaron mis ojos el combate de aviones en el cielo dorado del atardecer. Ignoro cómo se las arregló mi madre para poderme proteger, es un secreto que se llevó su muerte; pero apenas alcanzo a imaginar el sufrimiento que aquel nuevo trance debió suponer para ella y la feroz defensa que tendría que hacer para salvar la vida de su hijo. Durante más de treinta días las fiebres tifoideas, tan frecuentes en aquellos calamitosos tiempos, intentaron arrebatarme de este mundo. Mi ya endeble cuerpo estuvo retorciéndose en un colchón sobre el suelo, dentro de la misma mísera habitación que toda la familia tenía que compartir. No teníamos luz, ni agua, ni apenas otra medicina que el gazpacho cargado de vinagre que yo apetecía y mi madre me daba como última satisfacción en espera de mi cercana muerte.
Hasta que un día, ya extraño para mí, mis párpados volvieron a separarse trabajosamente y una tenue luz se filtró entre ellos. Me llegaba del ventanuco de la habitación, que yo al momento reconocí. Mis primeras ideas eran tan confusas como ajenas a la realidad. De repente sentí un gran miedo y comencé a gritar llamando a mi madre. Ella estaba allí, muy cerca, en su permanente vigilia, por lo que muy pronto me sentí abrazado con llantos de alegría y palabras de cariño. Mientras tanto Había llegado al pueblo un grupo de milicianos de sanidad. El coronel médico que los mandaba, hombre de brusca energía, pero eficaz, determinó reconocerme y me sometió a un intenso tratamiento para recuperarme, al mismo tiempo que impuso la vacunación de toda la familia y la desinfección y quema de todas nuestras pertenencias, en tanto maldecía la ignorancia de la población, cuyo abandono podía haber ocasionado una epidemia incontenible. El ejemplo del coronel estimuló los buenos sentimientos de sus hombres, los cuales nos visitaron con frecuencia interesándose por nuestra situación y problemas. A mi me entretenían con sus charlas y chirigotas juveniles, cuando no satisfaciendo mis deseos de información, que les sorprendieron al concretarme en la petición del periódico "Mundo Obrero", si ello fuese posible. Intrigados hube de aclararles que pertenecía a las juventudes comunistas, con lo que acabé de ganarme su afecto y simpatías.
El otoño seguía avanzando hacia el gris plomizo del invierno. Fue una de aquellas tardes cuando mi madre me contó que el Presidente de la Casa del Pueblo, para evitar contagios a la población nos consiguió aquella habitación casi aislada del pueblo por corresponder a la reducida sacristía de la iglesia. Alguna vez me asomé al templo, que se conservaba tal como yo lo había conocido años atrás. Mis comentarios fueron mordaces, despertando el desagrado de mi madre. Después me sentí tan desalentado que rompí a llorar sobre mi cama, extrañas reacciones que solo podían responder a las múltiples contradicciones que se abatían en mi espíritu.
En el mes de noviembre algunos días apetecibles en que el sol lograba disipar las nubes, muy repuesto ya, aunque consumido de carnes como un esqueleto viviente, volví a sentir la llamada de la naturaleza y de la vida. De los campos me llegaba el aroma del romero y del tomillo, y el horizonte me invitaba a abrir los ojos y a caminar al reencuentro de los días felices de mi niñez. Mis antiguos amigos se fueron acercando de nuevo y muchos recuerdos revivieron en mi espíritu, nuevas energías para reemprender nuestro inhóspito caminar.
Recogiendo aquellas nuevas ansias de vida mi madre dispuso que visitásemos el cortijo del Puntal, hoy venta, al pié de la montaña, en el camino que conduce a Guadíx, desde Moreda. Sus arrendatarios de entonces habían sido padrinos de mi difunta hermanita, cuya corta vida transcurrió en el pueblo. Fue un paseo apetecible a través de los campos silenciosos y áridos en aquella estación, apenas turbados por los cantos de algún pájaro rezagado en la emigración, el aleteo de las blanquinegras avefrías que anunciaban el invierno, o el vuelo pesado de los grajos en busca de las primeras aceitunas desprendidas de los olivos. Durante todo el camino mi mente permaneció alejada del mundo de los recuerdos. Mi mirada se perdía a lo lejos: durante unos momentos se fijó en la Cerrezuela; los ecos de las canciones que me cantaba allí mi primo Eduardo brotaron en mi imaginación. Y así incesantemente, como de un manantial profundo, iban surgiendo imágenes y sensaciones como si aquel camino abriese al tránsito de las memorias y vivencias del ayer. Mi madre no interrumpió el mutismo y la abstracción que me embargaba: ella leía en la expresión de mi rostro cuanto pasaba por mi ánimo.
Abrazos, llantos y expresiones de cariño, ese cariño sencillo de las personas buenas, nos acogieron allí. Hubo mutuas confidencias de de cuanto había acontecido a unos y a otros. Supimos que el cortijo había sido incautado, si bien el comportamiento de los hombres que lo controlaban fue siempre correcto y respetuoso. Algunos de ellos al reconocer a mi madre, le expresaron su pesar por los sufrimientos que nos agobiaban; y lo que por temor no hicieron los padrinos de mi hermanita, lo hicieron aquellos hombres, rudos pero honestos y humanitarios, cargando de víveres una caballería y poniéndose a nuestra disposición. También recibimos otra satisfacción: supimos que mi padre seguía vivo; personas de toda confianza le habían visto a su paso por la sierra.
Finalmente hicimos camino de regreso acompañados por uno de ellos, que llevó la caballería con los víveres hasta la sacristía que nos servía de vivienda. Mi madre no cabía en sí de alegría. Lágrimas de gozo por primera vez en mucho tiempo rodaban por sus mejillas. Inmediatamente decidió rezar un rosario en acción de gracias. No quise contrariarla, aunque mi escepticismo me impedía decir otra cosa que amén, amén, amén al final de las invocaciones.
Un inesperado acontecimiento interrumpió mi monótona salmodia: un apuesto miliciano penetró en la estancia. El sobresalto nos dejó inmóviles y mudos: también el se quedó impresionado. Mi madre aún con el rosario en la mano, se puso de pie. El sonrió. De pronto mi madre se lanzó a sus brazos:
! Eduardo ¡ gimió, y rompió a sollozar sobre su pecho.
Cuando las emociones propias del caso se desahogaron, cada cual contó sus vicisitudes. Si las nuestras eran terribles, las de Eduardo rozaban la locura de todos los horrores. Al apoderarse del pueblo, Atarfe, los fascistas, tuvo que huir abandonando hogar y familia para evitar ser asesinado. Ser hijo de un funcionario municipal republicano o sobrino del presidente de la U.G.T. lo entregaban a la saña de los esbirros franquistas; la misma suerte hubieron de correr sus hermanos Manolo y Paco. Con un grupo de camaradas pudo rescatar a su otra hermana, Prudencia, residente en el mismo pueblo, en un golpe de mano suicida, dejándola en Guadíx.
Un llanto ahogado por la congoja interrumpió su relato, pero no era el final. Con palabras entrecortadas, y los ojos manando dolor más que lágrimas nos contó cómo un teniente de la guardia civil acompañado de tres desalmados del pueblo trasladaron a sus padres y hermanas al cementerio de Gabia la Grande. Delante de los padres violaron a su hermana Antonia soltera, le cortaron después los pechos y la lengua y la dejaron morir en el suelo del cementerio.
A continuación mataron a la madre y seguidamente al padre. A Prudencia, después de presenciar estas espeluznantes escenas, la abandonaron en el cementerio, para que se trasladase a donde prefiriese en busca del lugar donde dar a luz al " hijo de puta " que llevaba en su vientre.
Eran las tres de la mañana de dos días siguientes a aquella espantosa matanza. Por fugitivos del pueblo, Eduardo y sus hermanos Manolo y Paco, como así mismo Manolo marido de Prudencia, se enteraron de lo ocurrido. Poseídos de una justa furia, se unieron a un grupo de jóvenes guerrilleros " los niños de la noche ", que les proveyeron de armas y bombas de mano, atravesaron las líneas fascistas y penetraron en Atarfe, sorprendiendo a los traidores y reduciéndoles a la impotencia; pero no estaban los autores de la canallada, por lo que se limitaron a liberar a Prudencia, prometiendo si volvía a ser asesinado un hombre más regresarían para hacer justicia en el pueblo entero. Fueron con esto sumamente prudentes, ya que, pensaron, que si hacían la justicia merecida, aunque fuese en otras gentes, que en resumen de cuentas eran de la misma calaña, exponían a la población republicana a represalias aún más feroces. Así se llevó a su hermana Prudencia a refugiarse en Guadíx. Y como la guerra está llena de tremendos contrastes, también nos contó que una tía mía llamada María, hermana de mi
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madre, en unión de la novia de su hijo Paco, al ir a visitarlo fueron sorprendidas por un bombardeo de la aviación republicana a Granada, pereciendo ambas, y aún había una última noticia, que a mi madre alegró y a mí me llenó de amargura: mi padre estaba en Granada y era un depurador más en la policía militar de vanguardia, donde un sórdido sentido del deber quizá unido al egoísmo feroz por sobrevivir le apartaban de todo sentido humano, hundiéndolo en las vilezas de la represión.
Yo sentía el espantoso dolor de ver destruirse definitivamente la imagen que en mi niñez se había forjado del hombre que me hizo nacer, aquel hombre apuesto, mensajero de justicia y orden y en cierto modo protector de los oprimidos, hasta ser calificado por los caciques de " socialista "y apercibido varias veces por ello. Era una imagen ideal que al desmoronarse en mi interior hería atrozmente con sus pedazos mi corazón.
Era ya de noche cuando mi primo nos abandonó. Esperaba el paso de un convoy militar para regresar al frente. Aún quedó tiempo para que varios vecinos curioseando le preguntasen si mi padre vivía. La nobleza de su corazón le impelió a contestar que seguramente había muerto ya en alguna escaramuza de fugitivo, pues a Granada no había llegado. Después nos abrazó estrechamente en silencio y se perdió en la noche. A partir de entonces, los vecinos comenzaron a mostrarnos otra consideración.
Los últimos días de 1,936, transcurrieron envueltos en escarchas, nieves y hielos de un duro invierno. Grandes masas de nubes plomizas se deslizan sobre los montes y les confieren su tristeza. Los trinos de los pájaros ha sido sustituidos por el ulular del viento, que de vez en cuando nos trae el eco apagado de los cañonazos que retumban en el frente lejano. Van llegando refugiados de distintos puntos de la región. El hambre comienza a hacer su aparición al ser insuficientes los víveres disponibles.
Mi primo Eduardo y sus hermanos nos escriben a menudo. En sus cartas vibra el entusiasmo por la lucha que han emprendido en pro de la libertad y la justicia. Jamás aflora en ellos odio y venganza por los crímenes sufridos en su propia carne. Han sabido superar los sentimientos personales para entregarse por entero a la gran causa de la libertad de los hombres, a la gran lucha contra la tiranía, la injusticia y el crimen. Hubiera querido conservar sus cartas como testimonio de aquellos hombres que todo lo dieron generosamente por el alto ideal que les impulsaba.
A menudo recibían dinero y paquetes con víveres, repartiendo sus escasos recursos entre su hermana y nosotros.
Entretanto se perfeccionaba la movilización progresiva de quintas y la organización del ejército popular; y la retaguardia y la vida de cada cual dentro de las ominosas circunstancias y con los errores que inevitablemente ocasionaban la forzada improvisación y la inexperiencia de situaciones tan extremas. Así ocurrió por ejemplo, que los gitanos, a quienes se entregaron tierras con ánimo de incorporarlos a la vida social redimiéndolos de su tradicional miseria trashumante, las devolvieron o las abandonaron, a la vez que eludían o negaban la incorporación de sus hijos a la milicia, incapaces de entender la solidaridad con quienes luchaban por la rehabilitación de todos los desheredados.
CAPITULO VII
El día dos de Febrero de 1,937, amaneció con un cielo azul claro, brillante como un cristal, del que parecían desprenderse cortantes aristas de hielo. Había en el pueblo una paz entumecida, como si la vida hubiese huido del frió ocultándose bajo oscuras chimeneas al amor de las ascuas humeantes de la paja. Las calles estaban desiertas, apenas turbadas por la presencia de un niño de amoratadas mejillas o un anciano que filosóficamente tomaba el sol en una esquina o a extramuros del pueblo. Los jóvenes estaban ausentes, en lejanas tierras o en cercanos montes donde la línea de fuego se había estabilizado más o menos. Por todas las mentes corría una idea, " guerra “; y una añoranza, una esperanza o una firme decisión de voluntad luchadora: los esclavos de la gleba veían ascender, a lo lejos aún, pero esplendente, el sol de sus libertades.
En algún rincón acogedor los refugiados leen y comentan las noticias de la prensa, que no pueden mitigar su amargura, porque los puntos de lucha que en ellas se citan les revelan el retroceso de las milicias republicanas ante la superior organización y dotación de los militares traidores. Amparados en una recacha de sol, ante la casa del " madrileño “,me encontré con un grupo de hombres que jugaban a la baraja, ayudando a las caricias solares con el combustible interior de una botella de aguardiente. Entre palo y palo, el palo quemante de un buen trago reanimaba el color de las mejillas y las ganas de vivir. Agradecí la invitación porque me daba calor y porque mi estómago me estaba gritando su vacío. Eran casi las tres de la tarde cuando decidí volver a casa. Y entonces ocurrió aquello, dejándonos a todos paralizados y mudos.
Ocho grandes aviones de rugiente masa gris metálica desbordaron casi repentinamente los filos del horizonte cercano a las montañas precipitándose en vuelo bajo sobre los tejados del pueblo. Vibró intensamente el aire haciendo estremecerse al suelo y las paredes de los edificios. En nuestros oídos golpeaba el bramido de los motores. Formados de a tres con el cierre de los dos restantes surcaron el aire asustado de la aldea con lentitud majestuosa y dominadora. Dos veces cruzaron el pequeño cielo y luego comenzaron a desgranarse de uno en uno hasta formar una fila que se fue configurando en circunferencia. Los lugareños, pasada la primera impresión salían de sus agujeros y se reunían contemplando es espectáculo, atónitos e inconscientes del peligro que les amenazaba, hasta que alguien reconoció en el morro de un avión o bajo sus alas el signo de la svástica nazi, lanzando gritos de alarma que pusieron en desbandada a los circundantes. Huimos a campo libre al tiempo que dos inmensas explosiones conmocionaban la atmósfera y hacían temblar el suelo. Nubes de polvo nos cegaron, ya ciegos por el pánico en desquiciada carrera, hasta que, con la asfixia en la garganta y las piernas temblorosas nos dejamos caer, aplastándonos, contra una terrera a la falda de una loma. A la vez que rugían los motores y atronaban las explosiones del bombardeo, trepidaban las ametralladoras y zumbaban los proyectiles por todas partes. El suelo vibraba como un fuerte terremoto, la onda expansiva nos hacía saltar sobre el vientre o la espalda, según postura de cada cual, la angustia de una próxima muerte nos hacía cerrar los ojos y contener la respiración cada vez que el silbido creciente de una bomba se aproximaba. En cierto momento me dí cuenta de que me hallaba próximo al tronco de una encina corpulenta y solitaria, me arrastré hasta apoyarme en ella y me pereció ingenuamente más protegido por aquella densa capa verde oscura que me ocultaba, aunque no me impedía ver frente a mí aproximarse a los monstruos del crimen sembrando el suelo con las semillas de la muerte, y el rastro de llamas y humo que iban dejando las bombas incendiarias. De cuando en cuando mezclábanse a todo, el clamor de las gentes horrorizadas, los llantos, las maldiciones y aún los rezos de los que esparcidos por el campo veían en algún instante, más inmediata la amarga de su Apocalipsis. Un par de metros de donde me encontraba un golpe en el suelo levantó una pequeña columna de polvo. Después ví un objeto brillante de forma alargada como un huso y de no mucho tamaño. Metí la cabeza contra la tierra esperando la explosión, pero nada ocurrió. Permanecí inmóvil unos instantes que me parecieron eternos. Luego levanté la cabeza lentamente, nada sucedía. Me sentí atraído por el misterioso artefacto. Arrastrándome hasta situarme junto a él; ya no pensaba en el peligro, sino en el tremendo secreto que encerraba la muerte. Lo toqué, lo moví, finalmente lo cogí con gran cuidado. Debía se una bomba incendiaria de pequeño calibre. Muy despacio volví a depositarlo en la tierra esponjada por el impacto. Nuevos estampidos fragorosos desviaron mi atención. Densas columnas de humo formando oscura cortina emergían detrás de las lomas que ocultaban el pueblo. Un agobiante sentimiento de angustia me atenazó. Imaginaba las humildes casas destrozadas y la más trágica destrucción de vidas humanas, entre ellas la de mi familia, en medio de ruinas, cascotes y llamas. Respiramos con tímido alivio cuando los bombarderos alemanes tornaron a formarse en escuadrillas y se alejaron dando por terminada su faena. despacio primero, y precipitadamente después, un hormiguero de personas brotó de la tierra encaminándose hacía la loma ensombrecida por el polvo y el humo. En medio de un silencio temeroso y expectante ascendíamos por la ladera. Fue al llegar a la cima cuando el silencio se trocó en gritos casi histéricos y la imprudente marcha en carrera desenfrenada. Porque el pueblo estaba allí, nuestros hogares estaban allí. Las columnas de humo brotaban de más allá, tras otras colinas que ocultaban la estación de ferrocarril. La mayoría continuamos nuestra carrera, hasta que la estación apareció confusamente ante nuestros ojos. Como si saliesen del propio suelo densas columnas de humo se elevan lentamente hacía el cielo. Los edificios los andenes se habían convertido en cascotes y ardían lentamente. En las entrevías, numerosos hoyos de gran dimensión delataban el efecto de los proyectiles. Los raíles cortados y retorcidos habían quedado interrumpidos al volar los trozos a muchos metros de distancia, Un tren cargado de naranjas apareció descoyuntado y medio destruido, de la máquina apenas quedaba un montón de chatarra. Todo el suelo del enclave ferroviario y algunas laderas circundantes aparecían sembradas de aquellas extrañas flores que simulaban ser las naranjas esparcidas por las explosiones. Nos sobrecogió el panorama quizá porque era el primer espectáculo dantesco que la guerra nos deparaba. No obstante, la consideración, bien fundada y luego comprobada, de que no hubo victimas, y de que la vía principal no había sufrido daños, ya que seis bombas cercanas a ella no llegaron a explotar, nos devolvió paulatinamente el habla y el ánimo. Pero en el ánimo de todos quedó constancia de lo que la guerra ofrecía, de lo que podía llegar a ser si de tal forma arrollase al pueblo. Y creo que entonces más que nunca brotó en el corazón de todos un mayor espíritu de solidaridad y en el de muchos una mayor decisión de lucha contra los agresores. Con interminables y rumorosos comentarios regresamos a casa.
Los días sucesivos transcurridos en medio de la monotonía que una paz ficticia nos pudo proporcionar. Solo de vez en cuando se alteraba el ambiente con el paso de algún convoy militar, diríamos más bien caravana, dados sus toscos medios y su abigarrada constitución, que iba o venía con destino o procedencia del frente. En el aire solían quedar los ecos vibrantes e ilusionados de la Internacional y otros himnos prodigados durante la guerra. A veces, ya alejados del pueblo, oíamos el zumbido de los motores aéreos y los estampidos de las bombas arrojadas sobre las columnas en marcha por los aviones del fascismo atacante. A principios de marzo tuvimos una novedad en el pueblo: tres camiones de alta carrocería, uno de ellos completamente cerrado, comenzaron a transitar las calles, despertándolas de su habitual sopor con la algarabía, de los altavoces instalados sobre la cabina. Las gentes acudían de todos los rincones atraídas por el estrépito de las voces, las músicas y las canciones, hasta concentrarse en la plaza aldeana. La curiosidad me llevó allí con tan poca suerte que uno de los asistentes me señaló al teniente de transmisiones manifestando la improcedencia de mi presencia allí dada mi condición de fascista. Sentí rabia y dolor al mismo tiempo y sin duda mi rostro cambió de color al mismo tiempo a tenor de mis sentimientos. El oficial permaneció pensativo unos instantes y luego, mirándome penetrantemente, contestó, como si se dirigiera a mí más que al otro: No te preocupes, camarada: yo me encargo de él, y me invitó a subir al camión.
Por espacio de una hora me tuvo a su lado sin hablar, limitándose a controlar la emisión de noticias de guerra que a través de los altavoces se difundían por el pueblo. Ya a solas con él me acopló unos auriculares que en un principio inundaron mis oídos de lejanas y poco inteligibles palabras, bruscamente cortadas por una voz más tajante y clara que vino a decir: " Aquí, Radio Sevilla: Van Vds. a oír seguidamente el parte de guerra de las siete de la tarde".
La voz ronca de crápula del más borracho de los traidores, el general Queipo de Llano, carraspeó ante el micrófono para espetar al espacio: " En la mañana de hoy las tropas del ejército nacional han ocupado Málaga. Las milicias rojas se retiran en desorden por la carretera de Almería, perseguidas y hostigadas por nuestras fuerzas de combate, apoyadas por la aviación y la marina. ¡Jem! ... Yo les aseguro que no van a saber dónde parar de correr, pero allí a donde paren serán machacados, triturados, para hacerles pagar los muchos crímenes que han cometido. Los rojillos dicen que lo de Málaga ha sido una venta, y yo les prometo que Almería, si llegan allí, será una "posá", Ja,Ja,Ja,.
Mientras el teniente tomaba notas en un block yo sentía oprimírseme el corazón y una profunda náusea turbaba mis sentidos. No sé cuando dejaron de hablar. En silencio me quitó el teniente los auriculares y con una sonrisa sarcástica comentó algo que resbaló por mi mente turbada. Por su especial acento deduje desde el primer momento que era gallego y, aunque poco hablador, me sorprendió al preguntarme si conocía el " Cara al Sol ". Quise eludir la respuesta, pero me cortó instándome a no andarme con rodeos. Luego me hizo lacónicas preguntas acerca de mi padre y de nuestras vicisitudes, que contesté con el mismo laconismo y estudiada frialdad. Hubiera querido gritarle que yo era comunista, pero algo me decía que no me fiase de él. Hasta pensé en denunciarle por derrotista y subversivo, cayendo enseguida en la cuenta de mi desvarío,¿ a quién habían de creer: a mí tachado de fascista en el pueblo de procedencia, o a él, teniente del ejército republicano en el desempeño de un cargo de confianza?.
Profundamente turbado salí después Radio Madrid confirmó la perdida de Málaga y la feroz persecución y masacre que sobre millares de fugitivos, muchos de ellos mujeres y niños, ejercitó la fuerza facciosa de la marina y la aviación sobre la carretera de Almería especialmente hasta Motril. Quedó allí detenido el avance fascista que por boca del borracho de Sevilla presumía de llegar hasta Almería de un tirón.
De todas formas se notó en el pueblo el efecto desconcertante y desmoralizador de aquella derrota republicana, máxime cuando por toda la comarca comenzaron a desparramarse grupos de refugiados, muchas veces familias enteras, que venían huyendo del terror franquista, y que en su desesperación frecuentemente nos increpaban como si fuésemos culpables de su derrota, atribuyéndonos falta de ayuda y solidaridad.
El repentino aumento de población trajo al pueblo un aumento de las dificultades, principalmente alimenticias. Hasta entonces, la iglesia, convertida como en otros muchos lugares en almacén de abastos, había sido, junto con los cultivos, el proveedor de los estómagos lugareños, y también de las unidades combatientes por los alrededores. Abundaban especialmente legumbres por ser el cultivo local, de los que la lentejas tenían predominio, llegando a conocérselas con el sobrenombre de "píldoras del Dr. Negrin " cuando este eminente médico y político llegó a jefe de gobierno. Pero aquella buena nodriza de la iglesia empezó a se insuficiente para proveer tantas bocas y pronto comenzó a funcionar un incipiente mercado negro, pese a las severas medidas persecutorias de la especulación, a veces motivado por la necesidad de adquirir lo que escaseaba, y otras por la realización de intercambios a fin de proveerse de artículos u objetos que subrepticiamente entraban en el pueblo. Sea como fuere, nada de ello podía resolver el problema, por lo que apareció un nuevo y dramático fantasma superpuesto al de la guerra: el hambre, que durante un tiempo atemorizó conciencias y apagó entusiasmos.
Los víveres racionados se repartían semanalmente. A esta misión fueron acoplados los guardias civiles que se mantuvieron fieles a la República, lo que indirectamente vino a favorecer a mi familia, dadas las atenciones que nos prodigaron en recuerdo de los tiempos en que bajo el mando de mi padre convivieron con nosotros.
Al cabo de algún tiempo una novedad acaeció que tuvo influencia en mi situación.
Los milicianos que acompañaban en su huida a los Malagueños fueron agregados a la Brigada Mixta cuyo mando radicaba en el pueblo, con grupos de aprovisionamiento, sanidad, intendencia y combatientes. Yo estaba completamente restablecido de mi enfermedad y harto aburrido de inactividad; por ello se me ocurrió valerme de la poca agradable amistad del teniente de transmisiones para conseguir ingresar en intendencia, donde, a causa de mi poca edad, quedé enrolado como personal cívico-militar de aquel cuerpo, en la sección de panadería. Había allí un grupo de panaderos malagueños y de otros puntos de Andalucía todos jóvenes, alegres y bromistas. A veces presumían, no sé si en serio o en broma, de haber arrojado por un balcón a la calle al Marques de Larios. Por mi parte, me divertía con ellos al mismo tiempo que aprendía el oficio, ya que eran excelentes profesionales. No era raro que sus bromas resultasen pesadas ocasionándose altercados y broncas que venían a resolverse en nuevas bromas. Pero en cierta ocasión me tocó a mí la china, que no era precisamente liviana: a instancias del más burdo de los oficiantes, pretendieron meterme de cabeza en el engrudo que al comienzo del amasijo se formaba en la artesa. Mi indignación y mi resistencia fueron apoteósicas , como también las risotadas de ellos, con lo que llamaron la atención del teniente de transmisiones que cerca de allí pasaba, y que no teniendo ascendente alguno sobre los bromistas, que nada respetaban, recurrió a la vía rápida para imponerse: echó mano de la pistola y me la entregó diciéndome:
Si alguien te molesta, ¡pégale un tiro!...
Casi mecánicamente monté el arma, lo que dejó estupefactos y paralizados a los muchachos, especialmente el promotor de la broma que se vió encañonado. El teniente intercedió de nuevo, esta vez para disuadirme de mi actitud. Guardé el arma en la cintura. Por el momento todo quedó tranquilo y en silencio.
Al cabo de seis mese en la panadería dejé de ser aprendiz adquiriendo las destrezas del oficio. Fue entonces cuando se produjo el traslado de la brigada a Iznalloz, con lo que perdí mi puesto, ya que no me era posible abandonar a mi madre y mis hermanos, para los que había constituido un inmenso alivio y una magnífica ayuda en las escabrosas cuestas del hambre.
Nuevamente el tiempo volvió a transcurrir para mí cargado de monotonía y laxitud, Sin nada que hacer me metía con alguna frecuencia en el camión del teniente tratando de hallar respuesta a la incertidumbre y a la desorientación que imperaban ante la prolongación de la contienda. Únicamente conseguía llevar a mi madre alguna que otra noticia facciosa a cerca de avances más o menos reales, cotas alcanzadas, victorias más o menos decisivas, lo que a mi madre agradaba en sus más íntimas esperanzas.
Los atardeceres de finales de año suelen ser por estas tierras sombríos, cargados de nubes grises que, si la temperatura no las desfleca en nevadas, dejan caer una llovizna suave y monótona, entristeciendo el paisaje. Fue en uno de ellos cuando inesperadamente mi primo Eduardo se presentó en nuestro habitáculo. Aunque en sus ojos llevaba escrito el cansancio y el sufrimiento por la violencia en que ha de vivir su natural pacífico y por el trágico recuerdo de sus seres queridos, su semblante permanece tranquilo e irradia aquella nobleza y distinción que tanto admiré siempre en él. En seguida nos instó a que le acompañásemos a Guadíx para visitar a Prudencia. Ya venía prevenido ante posibles dificultades, con un salvoconducto para que pudiésemos desplazarnos.
El encuentro con mi prima despertó en mí un tumulto de sensaciones, casi alucinadas. No me parecía real encontrarme de nuevo en aquel Guadíx que fue escenario de vivencias terribles para mí. A veces creía estar flotando en un navío extraño, otras me sentía recorrido por sensaciones indefinibles. El encuentro con mi prima, torturada con el recuerdo vivo de la muerte de sus padres y su hermana en su misma presencia, desbordó todas las angustias contenidas, duramente dominadas a través de aquel tiempo, y estalló en una desoladora escena de dolor. Me dolía la garganta del esfuerzo que hacía para contenerme y no gritar mi propio sentimiento: pero no tuve lágrimas, no acudieron en mi ayuda quizá porque todo mi ser estaba agarrotado por la angustia y la protesta.
Fue como una tabla de salvación descubrir un rincón una cunita donde dormitaba la hija de Prudencia. Conmovido por su inocente sueño, por la dulzura de sus facciones, tan ajena al mundo de crueldad que la rodeaba, la tomé en mis brazos y se la llevé a su madre. La atención de todos se distrajo con ello y vino paulatinamente el relajamiento que todos necesitábamos.
La navidad de 1,937 trajo al pueblo un nueva sección llamada "Milicias de la Cultura", que quedó instalada en la antigua casa parroquial. A ruego del comisario político que la instruía lograron que mi madre nos trasladase allí para cuidar de la casa y las comidas, con gran sorpresa, no sólo para nosotros, sino para aquellos que continuaban considerándonos -pro fascista. Tal acontecimiento nos trajo un aumento de comodidades y también mayor tranquilidad respecto a la ayuda y protección, principalmente a mi atribulada madre. Casi al mismo tiempo el estado mayor de la división, instalado en las afueras del pueblo requirió mis servicios en Prensa y Propaganda, quizá informada de mi colaboración en intendencia y la Milicia de Cultura, asignándome el cometido de recoger de los trenes que pasan por Moreda la prensa, propaganda y correo destinado al mismo y a los combatientes. De esta forma renacieron en mi las ilusiones y satisfacciones, pues a las de ser útil de alguna manera se unían las que me proporcionaban las lecturas de la prensa leal, especialmente "Mundo Obrero" , contra la desaprobación de mi madre; y también de verme favorecido con una confianza que había creído perdida, lo que me impulsaba a saludar a los camaradas y jefes y oficiales con el puño en alto y una nueva sonrisa en los labios.
En aquellas circunstancias tuve más de una ocasión a volver a saludar al bueno de Juan Cortés, cuya satisfacción al encontrarme en el estado mayor aportando mi pequeña ayuda quedó claramente expresada en su rostro al verme. Su entrega a la causa del pueblo era tan íntegra y pura que yo no podía menos que sentir crecer constantemente la admiración y afecto que me suscitaba.
Cierto día se produjo un gran revuelo en el despacho del coronel Menoyo, que nos mandaba. Hubo una reunión extraordinaria con Juan Cortés, Maroto y "Panchovilla”, los tres populares jefes de la zona. Corrieron rumores, y yo creo que infundados, de que se esperaba la llegada de Lister y el Campesino con fuerzas de choque para forzar definitivamente el frente de Granada. Asimismo, se habló de la llegada de Burguete, único superviviente de los hijos del general Burguete, de la guardia civil, asesinados por el epígono de Franco, general Queipo de Llano, por el delito de haber sido el padre leal a la República y más aún por la ocasión de vengar criminalmente rencores profesionales. Coincidieron los rumores con la publicación de una dramática carta del general Burguete en "Mundo Obrero" incriminando a Queipo de Llano por la muerte de sus hijos. Quisiera haberlo conservado para poder recorrer aquellas líneas escalofriantes por su contenido humano y digno, superador de la tortura moral de un padre desgarrado por el dolor.
CAPITULO VIII
Entramos en 1,938, con un endurecimiento de la lucha en los diversos frentes de España, que no repercutió en los de Granada, estacionado en un periodo de calma apenas alterado por el retumbar lejano y aislado de algún que otro cañonazo recordatorio de la tragedia que en otros campos más violentos se dirimía.
Yo tenía la sensación de que la llamada civilización había quedado muy lejos, muy a
nuestras espaldas, escindida por un foso insalvable de sangre y horror, testigo enmudecido de la tragedia que mata hermanos entre sí y asola con saña los campos y ciudades de la patria palmo a palmo. Yo sentía amargura de saber que nuestro destino se estaba debatiendo, no con la fuerza de la razón y del amor, como debería ser según nuestra categoría de seres humanos, sino con la violencia de la brutalidad ciega, desatada precisamente en nombre de valores humanos y divinos constantemente negados y pisoteados en la crueldad de la lucha. ¿Quiénes eran aquellos energúmenos que empuñaban el fusil para aplastar al pueblo en nombre de Cristo?. ¿ Tan falsa ere su doctrina, que, sabiéndolo ellos, la utilizaban como estandarte de la traición y el crimen?. ¿ Permitía su Dios que con su nombre en los labios promoviesen una espantosa guerra fratricida para defender intereses bastardos, abusos seculares y privilegios insociales?.
El comisario de mi unidad me había invitado a acompañarle en una visita al frente. Fue una mañana fría y plomiza. El sol no podía romper la densa y pesada niebla que se arrastraba sobre los campos impregnándolos de la tristeza invernal. De la lejanía me llegaba el fragor de los cañonazos en medio del silencio con que dormitaba el pueblo sus sueños amenazados. Me había levantado muy temprano y sentía los filos del frío de la madrugada recorrer mi cuerpo estremeciéndolo. Estaba deseando salir cuanto antes. Bruscamente llegó el ruidoso despertar de la guarnición al poner en marcha los camiones para cumplir la rutina diaria. A ello se unió el crepitar de las ametralladoras que en práctica de tiro vertían sus disparos sobre una loma cercana, en el camino del cementerio. A media mañana en un camión de milicias partimos para el frente. Previamente había sido equipado con un pantalón caqui abrochado sobre los tobillos, cazadora de cuero, capote y manta, una especie de botas de paño recio a media caña y gorro de colores azul y rojo, que me confería el más perfecto aspecto de miliciano de pelo en pecho. Avanzábamos por un camino abierto apresuradamente por imperativo de las circunstancias, donde nuestro camión daba saltos inverosímiles sobre burdas irregularidades casi disimuladas por el barro. Chapoteando en él, los hombres de los controles militares nos detenían de trecho en trecho para revisar las documentaciones y las órdenes del estado mayor con la mayor escrupulosidad. Después nos despedían con un saludo puño en alto y un ¡Viva la República! Al pie de un agudo picacho, amparados en una amplia vaguada, bullen los hombres de vanguardia que se preparan para la acción. Hay un bullicioso ir y venir de los soldados mientras se entrecruzan gritos imperativos, apelaciones y más de un juramento. Hombres imprevisibles por su diversa indumentaria, armas de todo tipo aunque de evidente vejez, patillas largas y barbas de todos los estilos, hacen recordar más a guerrilleros de toda índole que un ejército presto a enfrentarse a otro ejército. La penuria de medios destaca por todas partes: pero también el entusiasmo que infunde tenacidad a estos infatigables combatientes de la libertad.
Cuando comencé a repartir la correspondencia me rodearon con jubilosa algazara disputándose el sitio para alcanzar antes la carta esperada. La avidez con que cada uno se apoderaba de la suya me produjo una profunda conmoción, como si de repente descubriese que todos, más o menos, habían dejado a sus espaldas una familia, un hogar, una ilusión; como si a la antesala del infierno hubiera alcanzado una inundación de ternuras y amores guardados en la lejanía de lo renunciado, sacrificado, voluntariamente apartado en aras de la lucha. Allí, en la siniestra sombra de la vaguada donde para muchos se estaba ya forjando una mañana sin paisajes, los soldados volvían a ser niños y corrían y corrían en busca de un rincón de luz junto a las pequeñas fogatas, a los carburos, a los resplandores de la lámpara de acetileno que irregularmente rompían acá y allá las primeras negruras de la noche; y a sus oscilantes relumbres brillaban los ojos con llamitas profundas y se crispaban los gestos y las sonrisas como taraceados con impresiones indefinibles.
Terminado el reparto varios soldados no afortunados en él me rodearon inquiriendo noticias diversas.
Algunos manifiestan su extrañeza ante mi excesiva juventud y me muestran sus simpatías con agasajos y regalos. Recuerdo entre estos una pulsera representando una canana con balines incrustados, y un pelícano tallado en asta de toro. También, en su deseo de complacerme, me condujeron a la cima del cerro para enseñarme algo de las trincheras. Mi corazón dio un vuelco al divisar de pronto, aunque confusamente, un extremo de la ciudad de Granada, casi completamente oculta por los montes, y débilmente parte de la gran explanada de la vega. A mis pies corría una improvisada zanja, mal llamada trinchera, en la que los milicianos sentados, terciada el arma, montaban su vigilancia; en su proximidad, mas abajo, una cerca simple de alambre espinoso hacía los oficios de alambrada protectora como mejor podía. Al otro lado del barranco estaban los llamados "nacionales" aunque nada se percibía en la oscuridad que confundía formas y distancias. Ni el más leve rumor, ni la más tenue luz se divisaba frente a nosotros. Los tigres de la guerra dormitaban en las sombras.
Cerca de allí algún combatiente nostálgico comenzó a entonar canciones del momento. Poco a poco se le fue uniendo un coro de voces juveniles. Al principio eran canciones de la tierra, luego sencillas melodías populares de guerra. Al hacerse una pausa nos llegó de las sombras fronteras el eco de otro coro improvisado que replicaba con sus propios estribillos. La respuesta de los milicianos de la República brotó más lejos, y así se entabló un tiroteo de musicales desahogos que se hubiera hecho interminable si el estampido de un cañón y el zumbido silbante del obús, seguido de la explosión cercana en terreno de nadie, no hubiese interrumpido bruscamente la competición lírica. Como si a todos hubiese vuelto el recuerdo de la cruda realidad, el silencio volvió a las trincheras cuando los ecos dejaron de rebotar de monte en monte hasta perderse en la lejanía estrellada.
Y repentinamente estalló el infierno. Varios obuses llegaron haciendo trepidar el suelo. Surgieron voces de mando y volaron las granadas de mano desde la línea republicana. Un polvo de luz rojiza fue cubriendo el horizonte inmediato, los proyectiles de fusil y ametralladora de ambos lados perforaban silbantes con ímpetu rabioso. En la trinchera leal caían proyectiles de mortero que la sembraban de muertos y heridos. Las bombas de piña republicanas brillaban fugazmente al describir su parábola camino de la trinchera enemiga. Las canciones quedaron olvidadas en la barahúnda de voces, órdenes y lamentos que coreaban las detonaciones. El duelo de artillería fue increscendo. Al caer los obuses en la falda del cerro que cobijaba nuestra zanja saltábamos sobre el suelo a cada explosión; nuestros oídos se ensordecían, parecían reventar. La metralla zumbaba a escasa altura, arrasando humildes matojos de hierbas.
Nuestro cuerpo buscaba cobijo pegándose a cualquier hueco del suelo en un instintivo impulso de preservación. En aquellos momentos, oyendo alrededor los lamentos desesperados de los heridos y el estertor de los agonizantes, me sentía paralizado, como encadenado a la tierra, con la angustia infinita del terror atenazándome el alma. Arrastrándose por medio de la hecatombe fueron llegando más hombres para cubrir las bajas y reforzar la línea. Yo continué inmóvil. Perdí la noción del tiempo. Apenas me di cuenta de que el combate iba amainando, hasta apagarse como la erupción momentánea de un volcán. Volví completamente en mí cuando un grupo de jóvenes soldados me ayudó a levantarme sobre las piernas entumecidas más por la tensión que por la postura. En sus exclamaciones quedó de manifiesto la repetida sorpresa que causaba la juventud sellada en mi rostro. Todos se afanaban por ayudarme y me avergonzaron con sus alabanzas ante el comisario político, que con breves palabras dispuso nuestro regreso. Ya en el camión, todavía aturdido por los sucesos del día, no dejé de pensar en el comisario, al que casi había olvidado, y, que, conociendo mi procedencia, tuvo la nobleza de no hacer el menor comentario ni suscitar la más mínima suspicacia. Hubo nuevas canciones durante el trayecto, en las que participé medio amodorrado, borracho de emociones y pensamientos. Antes de lo que pareciera nos encontramos de regreso en el pueblo, entre mis hermanos y mi madre, que bien lejos estaban de imaginar cuanto había experimentado en la jornada; rápidamente busqué refugio y descanso en el lecho a la espera de los avatares de un nuevo día.
Y los días que siguieron trajeron en efecto nuevos avatares a la familia Ortega: la Unidad de Prensa y Propaganda en la que yo estaba encuadrado tuvo que trasladarse a la sede de la División, con lo que nuestra situación, volvió a cambiar imponiéndonos la necesidad de hallar otros medios con que defendernos del renovada desamparo. Con las gentes del pueblo no podíamos contar; pero teníamos que seguir viviendo; y quiso la suerte, buena o mala, que un casero, es decir, el encargado o administrador de las fincas de un rico hacendado ausente, bien por espíritu de compasión o por previsión de futuro, o por calculada mezcla de ambos, nos acogió en su granero de la "casa grande" , como en los pueblos denominan a la casa del cacique. Allí nuestra subsistencia quedó supeditada a la caridad, que si públicamente no osaba manifestarse, a hurtadillas llegaba a nosotros incluso de personas de mala situación que en recuerdo de justas acciones del sargento Ortega nos favorecían.
Así fueron transcurriendo los últimos meses de 1,937, con un incremento constante de las necesidades de la población: el hambre era cada vez mayor, los racionamientos más escasos y espaciados, y las gentes maldecían a Franco, maldecían la guerra y añoraban el retorno a la paz y el trabajo. Los campesinos hacían brillar en sus ojos hundidos fulgores de perdidas esperanzas cuando veían pasar por las carreteras los convoyes de soldados que se dirigían al frente. Aún les saludaban puño en alto mientras gritaban sus salvas tratando de infundirles coraje y solidaridad en un esfuerzo más para acabar con la pesadilla. La consigna era resistir, porque "resistir es vencer”, según las previsiones del gobierno. El ministro de la guerra había tomado las riendas y nuevas ilusiones levantaron los ánimos de combatientes y retaguardia.
He llegado a la línea media entre los 14 y 15 años. Ni el hambre, ni el sufrimiento, ni la enfermedad han detenido o alterado al parecer mi desarrollo. Busco incesantemente la forma de ayudar a mi familia; a veces siento mi conciencia sublevada por la inactividad. La ocasión llega inesperadamente: el traslado de los elementos de la División y la movilización de quintas, me sitúan en circunstancias de aprovechar mis conocimientos de panadería adquiridos en intendencia. Así quedé constituido en panadero del pueblo. Y entré en mi trabajo con la alegre voluntad de quien cree resuelto su peor problema; y tuve que recurrir a todas mis fuerzas físicas y morales para poder superar toda la dureza de un trabajo evidentemente desproporcionado a mi escasa edad. Pero no fue sólo eso: hubo que añadir la tensión de quien se ve involucrado en el turbio mundo del mercado negro, en el contacto clandestino con los enlaces del "estraperlo", y no precisamente para medrar, sino, simplemente, para sobrevivir frente al aislamiento y la carencia de medios.
Antes del amanecer mi madre me despertaba y con un poco de trabajo me ponía en pié. Salir a la calle en pleno invierno, a aquellas horas, era ya una tortura. Dando resbalones en la nieve helada que todo lo cubría, en medio de un frío intenso que cristalizaba el aliento bajo la nariz, avanzaba tambaleándome en busca del horno. Una débil chaquetilla corta sobre una tenue camisa, un pantalón de escasa consistencia y harto recortado para cubrir más de medio muslo, breves calcetines y unas viejas alpargatas, constituían toda mi defensa contra los embates de millones de agujas invisibles que me helaban la sangre hasta las entrañas. Cruzar la puerta del obrador, si así podía llamarse, era toda mi esperanza y mi alivio. Y allí empezaba el segundo combate del nuevo día: las dos jornadas en lucha contra ciento cincuenta kilos de harina cada una, amasados a puño en un enorme artesón. Desde que empezaba a formarse el primer engrudo hasta que quedaba modelada la masa imprecaciones, lágrimas, sufrimiento, sudores y jadeos se sucedían en desesperada sinfonía hasta alcanzar el fin de cada extenuante faena. Pero no llegaba con esto es descanso, no; Había que preparar el agua para el trabajo del día siguiente. Por entonces, en un pueblo como Moreda, el agua en las viviendas no era ni siquiera un sueño. Había que acopiarla recogiéndola en diversas fuentes naturales. Yo tenía que desplazarme a un par de kilómetros de distancia. Una caballería, un aparejo para cuatro toneles de treinta litros, y una dosis escalofriante de voluntad eran los ingredientes de aquel nuevo combate. No sé a cuantos grados bajo cero estábamos. Un viento silbante perforaba las carnes con sus aristas heladas. Llenaba los toneles con el cubo y el agua me salpicaba por todas partes empapando principalmente mis alpargatas. Entonces, para aliviar el dolor de pies y manos, no tenía otro recurso que sumergirlos en el agua del cubo, siempre mas templada en comparación con la temperatura del aire. Después, otra vez el dolor paralizante, que apenas me permitía esforzarme para mover los toneles y acomodarlos ya llenos al aparejo de la caballería. La llegada a la panadería era ya una felicidad, pues podía precipitarme hacia el horno encendido y disfrutar del maravilloso calor que difundía. Sobre las doce de la noche, completamente destrozado, regresaba a casa. Allí estaba el ansiado descanso, un descanso que siempre era demasiado corto, que obligaba a mi madre a llamarme una y otra vez para poder conseguir ponerme de pie al nuevo amanecer.
Transcurrió así aquel interminable invierno de 1,937.
En más de una ocasión acompañaba a mi trabajo los recuerdos de otros tiempos. Mi propia situación me sugería una serie de comparaciones con el pasado. Eran los inviernos de mi infancia en Moreda, no tan lejanos como el estrago que los acontecimientos me hacían sentir. Nunca como en medio de los crudos hielos se hacía patente y patética la pobreza de los hombres de los montes granadinos. Los que nada tenían, y aún tenían menos cuando el frío llegaba, pues los campos les negaban el trabajo y los frutos silvestres que podían aliviar su situación, y los hombres pudientes
les cerraban las puertas en espera del tiempo de volver a necesitar la explotación de sus hambres y sus sudores. Eran tiempos de insolidaridad e indignidad para los pobres de la gleba. Difícil le era a mi padre, en aquellas circunstancias, atenuar de alguna forma, en su pugna constante con el caciquismo que esta despreciable sociedad abusara del desposeído; y aún menos con la presencia de aquellos guardias que, destinados al puesto de Moreda frecuentemente como sanción, no tenían otra aspiración que su propio buen pasar, y eso no iban a obtenerlo de los que nada tenían que ofrecerles, ni aún ofrecerse a sí mismos. Recuerdo muchos atardeceres invernales que los trabajadores volvían del campo obligados al paro durante más de tres meses volvían de la sierra encorvados bajo el voluminoso peso de un haz de leñas o matorrales trabajosamente conseguidos a lo largo de la fría mañana para obtener de su venta las dos o tres pesetas precisas en la mínima compra de alimentos; y allí estaban los esbirros de los señoritos esperándoles para caer sobre ellos con las zarpas abiertas, incautándose de la mercancía y poniendo al desgraciado a disposición de la autoridad judicial, como si de un crimen se tratase; y el señor juez de adusto ceño y amplia barriga que rápidamente despachaba el asunto deteniendo por un día al delincuente y disponiendo la entrega de la mercancía para beneficencia al cuartel de los mastines del orden. Yo sé que mi padre sufría una gran contrariedad con este proceder de sus hombres y por ello consentía que mi madre, compadecida de las familias así perjudicadas, les abriese su despensa, bien provista por los tres puercos de cebo que el principal "señorico" del pueblo regalaba todos los años.....Miro mis ropas destrozadas y me parece ser uno de aquellos hombres que venían de la sierra jadeantes, desollados bajo el peso de su mercancía y colgando los jirones de su indumentaria; y mi desesperado esfuerzo de cada día me hace comprender mejor todo su drama y toda su angustia de vivir.......
CAPITULO IX
Una mañana, no se como, aparecieron los montes salpicados de flores y el aire trajo entre los rayos de un sol joven la música alegre de los pájaros: la primavera había llegado por encima de los fragores de la guerra y de los odios de los hombres.
Yo mismo me sentí más optimista, quizá porque endurecido por el trabajo de todo el invierno me encontraba más seguro y fuerte en músculos y ánimos. Sin embargo, mi aspecto no debía ser tan optimista habida cuenta de que los harapos que cubrían mis huesos larguiruchos y rapados de carne, lo que unido a la permanente expresión y bonachona, quizá bobalicona, de mi rostro, determinaron algún cambio de apreciaciones de los vecinos, que se fueron habituando familiarmente cuando nos encontrábamos por la calle.
Para entonces la guerra, continuando lentamente su curso desfavorable a la República, y el hambre, encrespando los ánimos menos templados, creaban entre aquellas rústicas gentes un estado de desmoralización cercano al derrotismo, y aún contagioso para algún sector del frente poco identificado con el espíritu de la contienda. Esta crispación del ambiente nos infundía una aterrorizada desesperanza y una gran inquietud frente al porvenir, que podía verse amenazado por actitudes de reconocida hostilidad.
La consigna es resistir: pero los carteles de "no pasarán" han dejado de infundir entusiasmo y ya no brillan con orgullo los ojos de los hombres que las nuevas levas aportan al ejército: jóvenes cada vez mas tiernos, adultos cada vez mas añosos, que llevan a sus espaldas el peso del hogar deshecho. Las caravanas de camiones cargados de hombres y material siguen hoyando las carreteras, y los convoyes férreos llenan la estación de voces juveniles y cantos populares hasta que se sumergen en la distancia, camino del sacrificio. Queda de nuevo quieto el aire, impregnado de efluvios primaverales del tomillo y del romero que la sierra envía. Destella un luminoso cielo azul claro, y el contraste de aquel inmenso silencio que hace enmudecer a la guerra llena mis ojos de lágrimas, de lágrimas que brotan lentamente por el dolor de todos.
Al atardecer de un apacible día vimos llegar un extraño convoy de camiones, que se fueron reuniendo a la entrada del pueblo. Su proximidad y sus enseñas y señales sanitarias me impulsaron a merodear entre ellos movido por la curiosidad de su contenido. Bruscamente salto a mis ojos un mundo difícilmente imaginable, otra cara de la guerra, menos visible salvo para los propios combatientes, y que los no afectados más directamente suelen subestimar como lejano un tanto abstracto. Cuando se lanzan patrióticas arengas y se habla de sacrificio hasta la muerte no aparece en las mentes sino un vago fantasma más o menos poetizado de lo que en realidad esas palabras supone. Pero la realidad estaba allí ante mí en el interior de aquellas ambulancias y autobuses adaptados: bullía quejumbrosa e inquieta, jadeante o angustiada, rostros cadavéricos, casi ocultos en la maraña de barbas descuidadas y las melenas alborotadas, muchas veces desfigurados por el vendaje sucio de sangre seca, miran, quizá sin ver, desde las profundas cuencas oscuras de unos ojos que apenas enciende la fiebre. Cuerpos semi cubiertos de harapos o de jirones de lo que pudo ser un uniforme, descubren miembros amputados por la metralla o las úlceras malolientes de las heridas aún abiertas por esquirlas o proyectiles. Algunos yacen inmóviles y sus pupilas se han reducido y cristalizado ya. Otros se agitan incesantemente, como si quisieran saltar de las estrechas literas huyendo de sus dolores. Otros en fin, incapacitados para moverse, susurran un llanto ahogado , gorgotean un ronco estertor o gimen inconteniblemente su sufrimiento. Más lejos alguien quiere vencerlo con broncos gritos rebeldes, juramentos o imprecaciones contra la divinidad que así se muestra impía : Alguien más allá ruge o aúlla desesperadamente. Como una garra de angustia atenazó mi corazón. Allí estaba la guerra, y aunque yo hubiera querido volver mis ojos hacia Dios pidiendo misericordia para todos, sabía que, como siempre, ese Dios muerto no iba a dar ninguna respuesta. La realidad estaba allí, no había otra.
Invadido por una intensa amargura atravesé todo el pueblo para buscar alivio en la soledad de la panadería; pero allí, en el silencio momentáneo, en medio de la penumbra me asaltó un violento deseo de llorar, de llorar a gritos en protesta por tanta desgracia; sin embargo, apenas llegaron las lágrimas a quemar mis párpados cuando una brusca decisión se apropió de todas mis energías: tras un fugaz pensamiento a la vista del pan preparado para el reparto diario, me lancé a llenar sacos y a acarrearlos hasta el acantonamiento de la tropa, entregándoselos a un comisario político para su distribución entre los soldados. Hice varios viajes hasta que todo el pan quedó entregado.
El comisario me miraba asombrado, hasta que, me preguntó el motivo de mi acción. Yo le conté el caso en el que me encontraba. siendo hijo de un guardia civil que en Guadíx se sublevó contra la República y viviendo en el pueblo desdeñados de todos, privados de la menor consideración y humillados pese a mis frecuentes alegaciones de sentirme comunista, extremo en el que nadie confiaba. Me pareció ver cierta conmiseración en sus ojos de mirada endurecida, así como en la de los que nos rodeaban. Me puso una mano en el hombro y me preguntó qué me debían por aquel inesperado suministro. Yo estaba orgulloso de mi acción. Rechacé toda compensación monetaria. Sólo le pedí que me proporcionase una de aquellas plaquitas redondas sobre las que destacaba el fondo blanco, una estrella roja de cinco puntas y en el centro de ella la hoz y el martillo en blanco en pequeño tamaño. Al prenderla en mi vieja camisa hizo un comentario que me llenó de emociones. Con cierto nerviosismo estreché calurosamente sus manos, alejándome presuroso hacia mi panadería. Los ojos atónitos de los asistentes reflejaban asombro y confusión. Debía ser enormemente difícil para ellos entender el significado de aquella insignia comunista luciendo sobre el pecho de un joven tildado de progenie fascista. Durante algún tiempo comentarios y murmuraciones recorrieron el pueblo. Yo estaba tranquilo, satisfecho, compensado con creces por mi esfuerzo, orgulloso de llevar aquella insignia sobre mí. Volví a mis amasijos con reforzado ahínco, como si quisiera compensar al pueblo de aquella privación del pan que la había proporcionado, y, mientras mi cerebro bullía con mis exaltados pensamientos, fabriqué y repartí las hornadas siguientes. Pronto vi invadida la panadería por vecinos que me invitaban malhumorados a probar el pan: en efecto no tenia sal.
Entre bromas y veras acabaron por apaciguarse excusando mi olvido y me dejaron sobre la artesa un letrero que decía como advertencia y aviso, " Paco, la sal".
El calor dorado del verano sustituyó paulatinamente el verde frescor de la primavera. Los campesinos vieron con optimismo la espléndida cosecha que se ofrecía sobre los campos circundantes, entre cuyas rubias mieses reverberaba el rojo brillante de las amapolas y el blanco luminoso de las margaritas, mientras de los cerros cercanos llegaba en tibias oleadas el perfume maduro de las plantas aromáticas, romero, tomillo, salvia. Era aquella cosecha el auténtico fruto de un esfuerzo ilusionado y estimulado por una nueva forma de organización que podía ser con la que soñada victoria también una nueva forma de vida. Ahora todos los parias de la gleba, que antes extendían sus brazos en oferta ansiosa al mayoral de los señoritos y tenía que someterse a sus argucias y arbitrariedades explotadoras, habían recibido el terreno preciso y adecuado a su capacidad de trabajo, y se apresuraron a efectuarlo pensando no sólo en su propia supervivencia sino también en la cooperación con el esfuerzo común para ganar la guerra asegurando las subsistencias.
Yo aprovechaba al atardecer algún tiempo libre para reunirme con ellos cuando, siguiendo una vieja costumbre, se reunían en algún apacible rincón de extramuros para discutir sus problemas. La insignia que del comisario sobre mi camisa me proporcionaba indudables muestras de simpatía y solían escuchar con atención mis digresiones sobre las ideas comunistas y el esfuerzo popular de guerra.
Cuando el verano alcanzó su cenit las faenas de recolección llenaron de algazara los campos, como si el pueblo hubiese despertado de un profundo letargo. La escasez de
hombres motivada por la guerra lanzó a la siega a todos cuantos podían hacer algo útil: viejos, mujeres y niños, que con su alegría y entusiasmo contagiaron rápidamente el ambiente. Recuperaron las chimeneas sus penachos azulados que se diluían mansamente en el aire, y de las casas fluían aromas de cocina casi olvidados durante meses atrás. De no haber sido afectadas casi todas las familias por la forzada ausencia de seres queridos, se hubiera dicho que el pueblo era tan feliz como nunca lo hubiera sido.
Por lo que a mí respecta, mi trabajo se hizo aún más difícil, pues a la escasez de agua propia del verano, que me obligaba a largos desplazamientos para conseguirla, se unió la necesidad de proveerme por mi mismo de la harina, dado que la falta de hombres impedía su entrega en el horno. Todos los días al despuntar el alba tenía que recorrer los diecisiete kms, que me separaban de Pedro Martínez, con una recua de tres caballerías salvando los continuos obstáculos de caminos intransitables; tenía que cargar las caballerías con sacos de harina y regresar lo antes posible. Si tenía suerte podía estar de vuelta derrengado pero sin haber tenido que levantar una mula caída en el camino y vuelta a cargarla bajo un sol tórrido y sin otros medios a mi alcance que no fuesen mis jóvenes brazos. Cuando lo recuerdo me pregunto de dónde podía sacar fuerzas, con tan poca edad, para conseguir lo que un hombre fornido hubiera encontrado agotador.
A continuación venía mi trabajo habitual, es decir, de panadero. Sudando, jadeando, iba metiendo la harina en masa, aquella cantidad de harina que a mí se me antojaba una montaña, y que a veces conseguía acobardarme hasta arrancarme lágrimas de rabia e impotencia.
Cierto día las cosas cambiaron para el pueblo y para mí. Aquella especie de pequeño paraíso en que las gentes vivían se vio perturbada por los acontecimientos. Las crecientes necesidades de la guerra y la necesaria previsión obligaron al gobierno a disponer la requisa de las cosechas con gran desencanto para los recientes nuevos propietarios de las tierras cultivadas. Militares y comisarios políticos controlaron la entrega y en su caso recogida del grano en las eras, y su depósito en la iglesia nuevamente convertida en almacén o silo. Después guiados por el municipalillo Manuel, investido de flamante autoridad subrayada por porra y pistola, recorrieron las granjas y cortijos, hasta los rincones más lejanos, a fin de hacerse cargo de las cosechas tempranas de lentejas, avena, garbanzos. Algunos campesinos lloraron en el colmo de su desilusión. Otros lo tomaron con el humor negro que suele informar la filosofía fatalista del pueblo andaluz. Contra la entrega recibían un justificante y una cartilla con cupones para retirar su parte del racionamiento. Así se trataba de asegurar en el futuro el abastecimiento de la población civil y de la masa combatiente, aunque hubiese que oír rezongar a las viejas cetrinas del pueblo, envueltas por el eterno luto de sus tocas negras, mientras guardaban sus cupones en el bolsillo profundo de su faltriquera: " Adolfico, padre nuestro que ahora gobierna mus gobierna el pueblo; ya que mus habemos quedao sin liebres para guisar los andrajos echaremos estos cupones al guisao, que nus hagan buen caldo".
Mientras tanto la guerra continuaba la marcha sangrienta. Nuevas quintas fueron enroladas. La militarización, tan efectiva propugnada por los comunistas, se iba incrementando. Las escenas de despedida en los hogares afectados, eran cada vez más impresionantes porque los movilizados eran cada vez más jóvenes, en unos casos, y también más viejos en otros. Ya no eran tiempos de grandes ilusiones y entusiasmos, sino de graves penas y preocupaciones; Por ello las lágrimas de las madres o las esposas no tenían ahora el contrapunto de la euforia combativa de los antiguos idealistas y revolucionarios. Aquellas escenas me ponían enfermo. Mi indignación me hacía ver que muchos de aquellos jóvenes casi imberbes, y de aquellos mayores de espaldas encorvadas por el peso del sol campesino, no volverían a ver sus rústicos hogares; y esto me compungía tremendamente hasta el punto de despertar mis lágrimas.
Vino a distraernos de tantas penas la visita de mi prima Prudencia, cuya hijita empezaba a esbozar graciosos gestos infantiles. A mi regreso a la casa ya entrada la noche yo tomaba a la niña en mis brazos agotados por el cansancio y salía a la puerta de la casa para disfrutar de la sedante caricia de una suave y casi fresca brisa que de los montes bajaba al anochecer. El pueblo parecía desierto como si la puesta de sol hubiera arrastrado la vida de la tierra. Las eras están silenciosas y llenas de sombras inmóviles, así como las siluetas de paja apilada después de la criba. De las profundas alturas manaba una lenta y tibia caricia de paz.
Recordaba aquellos momentos de los años de mi infancia más tierna, mis estancias entre mis tíos y primos y el mimo con que me trataban. Recordaba a Prudencia con una aureola de ensueño perdido, como una belleza difuminada entre brumas de ternuras maternales y fantasías sutilmente eróticas. Resucitaban el fondo de mi espíritu las sombras ya tenues, vaporosas, de una secreta y confusa pasión infantil. Y ahora por ironías del destino, se alzaba ante mí la muralla invisible de las circunstancias que habían venido a colocarnos en tan opuestas vertientes: ella junto al foso de las víctimas inermes, yo y los míos en la dudosa orilla de los agresores. Y era mayor mi amargura porque no estaba aquí mi corazón ni mi pensamiento, aunque me hubiera resultado inútil tratar de proclamarlo. Pero también tenía el gozo interior de ver cómo Prudencia sin abjurar de sus sentimientos, superaba la situación dejándose llevar de la voz de su sangre al estrecharnos entre sus brazos con todo el afecto que despierta la desgracia sentida, y expresándose con toda su sensibilidad de mujer cuando me veía salir hacía el trabajo antes de nacer el alba.
Fue una de aquellas noches tranquilas, y serenas, bajo la miradas de las estrellas temblorosas con que palpitaba la Vía Láctea. Mientras contemplo sobrecogido aquella profunda lejanía de mundos incógnitos intuyo más que percibo una sombra a mis espaldas oscila y se detiene. Como si me contemplara, la mano de mi pequeña sobrina en la mía, y absorto en mi mutismo, permanece inmóvil. Después silenciosamente se aproxima y se sienta junto a mí. La mano de Prudencia pone una suave caricia sobre mi rostro. Una ternura infinita me invade y hace saltar lágrimas de mis ojos. Prudencia me abraza maternalmente abarcando con sus brazos mi cuerpo y a su hija conmigo, y hace reposar mi mejilla sobre la tibia flexibilidad de sus senos. Indefenso y débil me siento junto a su corazón, mas indefenso y débil que nunca por lo que no puedo reprimir el amargo llanto, ni detener mis confidencias intentando explicarle el conflicto y la lucha moral que las circunstancias me imponen, entre mis auténticas y profundas convicciones comunistas y la situación de mi familia, la actuación de mi padre y el ambiente de las gentes que nos rodean; y también respecto a ella, de quien tanto me puede separar el foso de unos muertos queridos, mientras mi corazón le guardaba en su rincón más puro y sagrado la más hermosa devoción. Creo que ella llegó a
comprenderme y nunca como en esta noche me expresó con más elocuencia el aprecio que me tenía. En un impulso apasionado besé las manos que me acariciaban con tanta dulzura. De pronto me invadió una inmensa felicidad. En aquellos instantes me olvidé de todos los sufrimientos y me entregué al ensueño que retornaba de las brumas de mi infancia....
CAPITULO X
Mi prima se fue. ! Qué vacío tan grande encierran estas palabras ¡ ! Qué despertar bruscamente a la adusta realidad de cada día ¡ ! Qué angustiosa sensación de ser nuevamente arrojado a las olas tenaces del combate en soledad¡ Me sentía observado por mi madre, sin duda desconcertada por la incomprensión, la imposible comprensión de mis sentimientos en constante ebullición; pero ¿ qué hubiera conseguido aún en el caso de poder confiarme a ella sino aumentar mis sufrimientos ?
A finales de aquel verano de 1,938, las dificultades se habían agudizado en el pueblo, no sólo en cuanto a suministro, sino en todos los aspectos de la vida cotidiana. Sobre la panadería había caído el más riguroso control. Adolfo, del comité local, lo ejercía con toda escrupulosidad, recontando las piezas obtenidas en cada amasijo. Era responsable de cubrir esta necesidad de la población y cuidaba de que no se perdiera una sola pieza. No pudo evitar, sin embargo, que, apartando sobrada masa en los cubos de levadura con pretexto de necesitarla para la fermentación de próximo amasijo, yo lograra burlar su estricto control, y conseguir secretamente unos panes para la familia dueña de la panadería, para mi propia familia y aún para intercambiar, pese a los graves riesgos que ello acarreaba, con artículos de precisión que eran introducidos en el pueblo ocultamente. Había comenzado la lucha del lobo hambriento por sobrevivir, la lucha del hombre abandonado a la soledad de la desesperanza e invadido por el instinto de la conservación como ciego rector de sus actos.
En efecto, la inexorable máquina de la guerra iba triturando las ilusiones de los hombres sinceros; la amargura era como un miasma que empapaba el ambiente, y hasta el sol del verano que se iba parecía enturbiado por un velo violáceo que se desprendía de las mentes turbadas ante un futuro atemorizador. Inútilmente algunos hombres de buena voluntad pugnaban por mantener altos los espíritus; inútilmente los más fanáticos ilusos trataban de iluminar las sombrías nieblas que nos iban cegando. Los rumores, los bulos, lo envenenaban todo; y no siempre las reacciones eran ecuánimes, siguiéndose con ello hostigamientos y aún persecuciones a personas que hasta entonces habían podido pasar más o menos menospreciadas, pero toleradas en la marginación. Probablemente, ellas también se hicieron más notorias, estimuladas por la evidente situación que se avecinaba paso a paso, A nosotros, aparte la popularidad que mi actividad panificadora me dio nos ocurrió lo mismo. Mi madre, permanente centinela de los acontecimientos, se vio visitada con frecuencia por gentes hasta entonces más cautas, y también ella buscó alimento a sus esperanzas en refugios ahora menos recatados.
Quizá todas las circunstancias acumuladas fueron causa del nuevo episodio dramático de nuestra vida.
Una calurosa tarde de fines de verano y me encontraba solo en la estación de ferrocarril a fin de hacerme cargo de unas garrafas de vino que había logrado por arte de magia de los amasijos fantasma. Fue pura coincidencia encontrarme allí a mi madre, a mi hermana mayor y a Guillermo, el mas pequeño, que aguardaban la llegada de mi segunda hermana procedente de Iznalloz, a donde había ido a visitar a una amiga, viuda de un guardia civil muerto en Guadíx. Me alegró la sorpresa y también la ocasión de de compartir el regreso a casa con mi familia, ya que el horario extremado de mi trabajo limitaba a estrictos momentos los contactos diarios. También me alegraba, sin duda, el anticipado placer imaginario de saborear el vino, según yo esperaba cuando llegásemos a casa. Así que, con gran asombro de todos, inicié el camino cantando canciones del momento con inflamado acento revolucionario.
Casi insensiblemente coronamos la cuesta de la loma que separa la estación del pueblo. Y allí murió la canción en mis labios: un coche oscuro, en el que dos hombres se apoyaban dipliscentemente, acompañados por el "municipalillo" Manuel, nos esperaba; esto era evidente, ya que sus miradas un tanto adustas se concentraron inmediatamente en nosotros. Cuando llegamos a su altura se nos acercaron y sin más preámbulos instaron a mi madre a seguirlos para ser trasladada a Baza en calidad de detenida. Apenas quedó en mis oídos el eco de las palabras como, traición, espionaje, derrotismo. En mi mente, paralizado el cuerpo por la estupefacción, sólo había lugar para una fulgurante ira que me hacía desear inútilmente la utilización del perdido revolver, la maldición de la guerra, la exterminación de todo ser humano como alimaña vil y ponzoñosa. Me era imposible entender lo que ocurría; y allí estaba, clavado en medio de la carretera, mientras los policías introducían a mi madre en el coche rechazaban a mi hermanillo que en su inconsciencia trataba de seguirla negándose a separarse de ella; un empujón lo arrojó a la cuneta y yo lo recogí del suelo tratando de calmar su llanto desesperado más por la separación que por el dolor de sus labios sangrantes manchados de tierra. Y allí me quedé largo rato, ardiendo de impotencia, incapaz de llorar, porque mi alma entera estaba crepitando en un volcán de increpaciones a los hombres, a Dios, y a mi padre, cuya traición a tales extremos nos había arrojado.
No sé como llegamos al tugurio que nos servía de habitación. Parece que la noticia de la detención de mi madre había corrido velozmente, pues una incesante peregrinación de personas de toda clase y condición pasó por la casa interesándose por lo ocurrido y por nuestra situación. Hasta altas horas de la noche no nos vimos libres de aquellas extremadas solicitudes, en medio de las cuales la propia furia de mis sentimientos me mantuvo sereno hasta la hosquedad, impidiendo que a mis ojos asomaran las lágrimas. Ni mis hermanos ni yo pudimos pegar ojo, atenazada mi mente por la obstinada pregunta sin respuesta: ¿ por qué y quién nos había causado aquél nuevo dolor?. En el pueblo no podía quedar de mi madre otro recuerdo que el de una persona comedida y afable que en más de una ocasión alivió con sus favores la penuria de alguna familia atribulada. Imposible atisbar una explicación. Aquella nuestra primera noche de amarga separación fue para mí una de las más largas de mi vida.
Largos fueron también los días y las noches sucesivas, hasta que al decimoquinto día recibimos una carta suya desde la prisión de Baza. Mi madre nos comunicaba que se encontraba bien y que podíamos hacerle una visita. Mi trabajo me imposibilitaba poder acompañar a mis hermanos. Unos panes y unas cajetillas de tabaco, lujo casi olvidado ya en aquellas fechas, activaron la diligencia del presidente del comité, Adolfo, para extender el consabido salvoconducto, y la de los guardias de asalto que custodiaban la cárcel de Baza para abrirles las puertas y poder abrazar a mi madre, dándoles toda clase de facilidades y autorizándoles a hacerle compañía mientras permanecieran en Baza.
Debo decir, sin embargo, que los tabacos y los panes no hubieran sido suficientes motivos para quebrantar peñas en la cárcel de Baza. Allí estaba también un hermano de mi amigo Adolfo, de signo político totalmente opuesto, y que, amparado en la personalidad de su hermano, gozaba de cierta consideración y ascendiente. Pero lo decisivo fue la debilidad humana, ese frecuente resquicio por el que se quebranta el sentido del deber y la responsabilidad, y que se personificó en esta ocasión en la viuda del malogrado novillero " Atarfeño ", allí también detenida por su significada hostilidad a la República. Esta mujer había decidido sacrificar su dignidad con tal de obtener favores para sus compañeras de penas, y, dotada de gran belleza, no tuvo inconveniente en venderla constantemente para mejorar la situación de sus correligionarios. A ella le debió en gran parte mi madre, una vez conocida su procedencia, aquellas horas con sus hijos y otros alivios a sus penas de reclusa.
En medio de estas incertidumbres se echó encima el invierno con la acostumbrada hosquedad plomiza que por estas tierras suele maquillar el inhóspito rostro. Y en una de sus frías mañanas vino a casa el buen Pepe Zaldívar, mi amigo el cartero, y nos entregó una historiada carta con sello de la Cruz Roja de Suiza. Un primo hermano de mi madre nos la retransmitía desde Granada.
Su texto era muy lacónico: " Todos bien, Rafael vive y dice que pronto estará con vosotros, abrazos." Saltó bruscamente mi corazón en el pecho: sobre el papel, la letra de mi padre.
Y, sin embargo, aquel sobresalto me duró poco; en aquellos momentos pasó por mi mente todo cuanto había acontecido y, sobre ello, en temblorosas imágenes de angustia los recuerdos de mi madre en la cárcel aguardando su grave pena, quizá la última pena. No, no podía decir que me alegraba la noticia. En aquellos momentos no me importaba gran cosa que mi padre viniese o no. Vagamente experimentaba la angustiosa sensación de que aquella noticia ahondaba aún más el abismo que nos separaba. Mecánicamente me guardé la carta y me fui a mi trabajo. A lo largo del día aún la volví a leer, otra vez estuve a punto de romperla; pero me detuvo el pensamiento de que a mis hermanos y mi madre podía servirles de alivio y consuelo en medio de la desventura y la guardé para dársela a conocer a mi regreso.
Muchas veces me pregunté si el sargento Ortega podría imaginar la situación que su comportamiento había desencadenado sobre nuestro hogar, después de tanto sufrimiento yacía en una prisión, en espera quizá de una sentencia mortal. !Dios¡ Si existes ¿ como puedes consentir estas torturas de los que llamas tus hijos?......Dios seguía callando.
Todavía en aquellos tiempos amargos se producían algunos brotes de euforia cuando las tardías noticias nos traían ecos de alguna victoria republicana. Entonces yo me daba en pensar en el futuro, con mi padre al servicio de la rebelión, traicionando la bandera y la Constitución que en su día juró y contribuyendo a la masacre del pueblo; me parecía imposible que pudiera volver a verle; mi madre esperando un juicio al que no era acreedora, y todos nosotros tachados con el marchamo impuesto por mi padre; ¿ qué podía esperar? Y, si, al contrario, el resultado de la guerra nos imponía una dictadura fascista, ¿como podría soportar mis propios sentimientos ante la implacable persecución y exterminio que sufrirían tantos hijos del pueblo cuyas inquietudes, ilusiones y aspiraciones compartía y comparto en el fondo de mi corazón a través de los balbuceos de mis ideas sociales? ........ Me sentía perplejo e incapaz de una respuesta coherente.
Conocida finalmente la fecha de la vista del juicio contra mi madre, se logró comunicar con mi primo Eduardo, exponiéndole la situación y pidiéndole angustiosamente ayuda. No defraudó nuestras esperanzas. El día fijado estaba en Baza preparado para intervenir en la defensa; y su defensa fue decisiva la fuerza apasionada y llena de razón. Su poderosa personalidad, aureola por el dolor de la familia mártir, y el heroísmo del luchador idealista y generoso, pudo con la hosca prevención que la drástica denuncia infundió en el tribunal, presentando la figura de mi madre como lo que realmente era, víctima inocente de una situación trágica contradictoria y de las acciones de una tercera persona, su marido, en las que ella no pudo en ningún caso tener parte. Finalmente, garantizó con todo el peso de su historial pasado y presente la personalidad y proceder de mi madre. Sin que el fiscal pudiera oponer a su testimonio al testimonio de los acusadores, el indeseable y pendenciero " El don de la Victoriana y el chismoso zapatero, que no comparecieron a la vista. La causa fue sobreseída: y aquel día 24 de Diciembre de 1,938, a pocas horas de Nochebuena, mis hermanos me llevaron llenos de alborozo, la noticia del regreso de mi madre. Fue luego un interminable desfile de personas a darme la noticia, incrementando mi nerviosismo al no poder interrumpir inmediatamente mi trabajo. Ante su contento yo tenía que dominar mi propia impaciencia y alegría. Creo que alguien debió pensar mal de mí al desconocer mi verdadero estado de ánimo. Incluso un buen amigo, a quien en más de una ocasión pude confiarme y que comprendió desde el primer momento mis angustiosos problemas, valiéndose de su grado de capitán en el Cuerpo de Tren, decidió cambiar el aspecto astroso de mi figura cubierta de harapos proporcionándome una cazadora y pantalones del almacén de milicias, así como unas alpargatas muy recias, de las que entonces llamaban de "siete vidas"; con lo que mi presencia, entre bromas y veras, quedó transformada de un joven casi de las cavernas a un ciudadano mixto de civil y militar, uno de aquellos tipos populares surgidos de la guerra.
El encuentro con mi madre fue tan breve como emotivo, pues nos conocíamos demasiado bien para exponernos a expresar nuestros sentimientos en presencia de gente cuyos comentarios podían divulgar confusas y equívocas interpretaciones. Una sola mirada nos bastó para el intercambio más profundo y también para comprobar que no había sido únicamente el hambre lo que había dejado marcada la huella del sufrimiento en nuestro rostro. En nuestro abrazo se fundieron una nueva esperanza, y una nueva confianza en el futuro y un nuevo sello de paz en medio de la alegría. Sólo una fugaz mirada a la insignia comunista que llevaba prendida en la cazadora, regalo del comisario político, reflejó silenciosamente el horror que le provocaba; pero fue una chispa turbia que se perdió instantáneamente en el fulgor de la satisfacción.
En aquel momento me di cuenta de que mi prima Prudencia acompañaba a mi madre. Nos miramos, sonreímos: no fue preciso más para evocar aquel mundo de ensueño honrado y puro que nos unió la noche de su despedida.
Con ese nuevo espíritu transcurrieron los últimos días de 1,938 y comenzó el 1,939. Las noticias del frente eran cada vez más pesimistas. Los mercenarios de Franco habían llegado al mediterráneo por Castellón con lo que toda la ilusión se iba desmoronando. El municipalillo Manuel contestaba a la ansiedad de los vecinos repartiendo el correo en la escalinata de la iglesia; después venía la temida relación: fulano de tal, muerto en acción; fulano de tal desaparecido; fulano de tal prisionero; y cada día siguiente acudían al corro de oyentes más mujerucas envueltas en negros lutos, más viejos de rostro ensombrecido por las arrugas del hambre y el sufrimiento; más niños de mirada triste y suplicante. La cobardía de las democracias burguesas, la conspiración fascista al servicio del gran capital y otros muchos factores de aquella coyuntura histórica estaba haciendo inútil el derroche de entusiasmo, heroísmo y sangre que un pueblo valeroso, dispuesto a " morir de pié antes que vivir de rodillas", que sobre surcos los ardientes de la guerra lanzaba la semilla de un futuro mejor, supo grabar en páginas inmortales para la historia.
Por lo que a mí respecta aún sufrí un golpe más rudo: mi primo Eduardo, mi querido y admirado primo, espejo de soldado del pueblo, caballero de la aventura y la libertad, del ideal y la justicia, murió en la retirada hacía Vinaroz, desangrado por falta de asistencia sanitaria entre el desorden, en brazos de sus dos hermanos, Paco y Manuel, que combatían a su lado. Con ello esta maravillosa familia de hombres sanos, honrados y generosos hasta el supremo sacrificio por la causa del pueblo, quedó mermada, terriblemente amputada de sus mejores miembros. Creo que el profundo dolor que esta pérdida me produjo, la idea de que nunca volvería a ver a mi primo Eduardo, fueron superiores a ningún otro acontecimiento, incluída la hipótesis de la muerte de mi propio padre. Una familia más, víctima de los hombres que odian a la humanidad, personificados en aquel monstruo que fue capaz de derramar ríos de sangre entre hermanos para satisfacer las ambiciones de las hienas insaciables y su propia ambición de poder: ese hombre, cuyo nombre mancha los labios que lo pronuncian: Francisco Franco.
En esta tensión de sentimientos vino el municipalillo, sustituto del cartero en virtud de la militarización del servicio de correos, a traernos una nueva carta de la Cruz Roja Internacional vía Suiza. Su texto nos decía: " Tíos, primos, os envían cariñosos saludos y abrazos. Tu esposo y padre de nuestros hijos pronto nos reuniremos en nuestro hogar." Firmada Rafael".
En mi corazón cayó como plomo ardiente. Todos los fuegos del infierno se desataron en mí. Preferí callar. Hubieran sido mis palabras como aullidos de torturada y protesta. Y por mi mente pasó como flamígero relámpago la visión de un futuro que se veía llegar con pasos furtivos de fascineroso: un futuro donde el retorno de mi padre significaría el enfrentamiento a la más espantosa realidad , la represión torturante, el exterminio del vencido, los vencidos, mis camaradas, mis amigos, el pueblo una vez más vendido vendido por el capitalismo internacional y entregado a la orgía sangrienta de sus eternos enemigos.
Con la caída de Cataluña las mejores esperanzas se tambaleaban. Solo la proximidad de la guerra mundial podía estimular a la República, al proletariado que auténticamente la defendía, a seguir resistiendo: Pero también había muchos hombres cansados, muchos hogares destruidos, muchos ideales agostados. y llegó el final. Negrín, Besteiro, Casado, Miaja, general rojo de Azaña.... fueron hombres arrebatados por los vientos de un destino aciago al firmamento de la historia. Los mismos arrastraron como débil hojarasca a un pueblo valiente, apasionado y soñador a la vorágine de la más grande hecatombe de su historia.
La noche del 20 de Marzo de 1,939 dejaba mi trabajo más agotado por la preocupación que por la propia dureza de la jornada diaria. No sentía a pesar de ello el menor deseo de llegar a casa buscando descanso en el mísero colchón que era mi yacija. Hacia mitad del camino fui detenido por la ronda de vigilancia. La única persona que reconocí en ella fue Adolfo, el responsable del comité local, merced al cual me dejaron seguir mi camino. Me era imposible conciliar el sueño. Mis pensamientos flotaban en una niebla donde la realidad y la pesadilla iba a comenzar muy pronto.
A hora que no puedo determinar me sobresaltaron golpes en la puerta de la calle. Un grupo de guardias de asalto venía a efectuar un registro. Debo manifestar que se comportaron con el mayor comedimiento, pues permanecieron en la calle mientras mi madre y mis hermanos se vestían. Por mi parte facilité su labor levantando los tres colchones extendidos en el suelo de la única habitación que para dormitorio, comedor y cocina disponíamos. Cinco sillas, una mesa y un baúl, que solo contenía nuestro raído u escuálido vestuario y un uniforme nuevo que mi padre adquirió días antes de comienzo de la guerra. Había superado todos los avatares, pero aquí llegó su fin: los guardias se lo llevaron sin otro comentario que el muy elocuente de irónicas miradas a los galones que subrayaban su categoría.
El 27 de Marzo dejé de trabajar en la panadería después de terminar los últimos amasijos, que quedaron repartidos entre los vecinos. ¿ Qué porvenir nos esperaba, qué seria de muchos de aquellos desgraciados cuyo único delito había sido amar y defender la libertad?.
El día 28 dos banderas bicolores amanecieron ondeando en la localidad: una en el balcón del Ayuntamiento, la otra en la torre de la iglesia. El pueblo se rendía: dócilmente se entregaba a la voluntad del conquistador próximo a ocuparlo. Un grupo de jóvenes se apoderó de la bandera del Ayuntamiento a fin de prepararse para salir al encuentro de los militares. Movido por amarga curiosidad me uní a ellos.
Al pasar ante el cuartelillo de la guardia de asalto, acuartelada el sargento jefe formó a los guardias, que inclinaron la cabeza en saludo a la nueva bandera. Sentí un profundo dolor ante la humildad del derrotado, primera escena de humillación de los vencidos. Era su último gesto de disciplina heroica, porque ellos sabían muy bien cuál iba a ser el fruto de ella.
Ante la puerta de las personas catalogadas de derechistas y aun franquistas también fue ondeada jubilosamente la bandera. La mayoría se descubrían con tímido o desconfiado gesto. Otros se unieron al jolgorio en explosión de risas y lágrimas de alivio. Pero la nota más discordante, rayana al histerismo, la puso mi madre cuando el grupo se acercó a nuestra puerta y le instó a tomar la bandera con sus propias manos. Comprendí el choque de sentimientos que debió experimentar, pero me sentí avergonzado de los gestos teatrales, los llantos desmesurados, los gritos desgarrados que lo impregnaron convirtiendo aquella de lógica emoción en una astracanada. No se halló un poco de tila para aplacar sus nervios desatados y hubo que aplicarle unos paños de agua fría en la frente. Resonaban aún sus vivas a España. (¿Qué España?) , a la guardia civil, y sobre todo a Franco, entre los aplausos de la concurrencia cuando henchido de penosos sentimientos me alejé de allí. A pocos pasos un grupo de ancianos comentaba en voz baja los acontecimientos. Más allá sollozaba un ajado hombre del campo. Una mujeruca salió de la casa contigua, le echó consoladoramente un brazo por el hombro y le hizo entrar. Ella también lloraba silenciosamente. Otras calles aparecían silenciosas y desiertas. Alguna figura furtiva, equipada cuanto le fué posible, se perdía en dirección al campo, hacia las montañas.
Volví a encontrarme con el grupo festejante de "su" victoria y de "su" paz. Esta vez se dirigieron a la casa del viejo sacerdote, barroco local, que durante toda la guerra había permanecido escondido en casa de un significado marxista. Enseguida arengó a todos, rezaron una salve en acción de gracias y bendijo a todos los presentes así como a los "salvadores" de la patria en la cruzada " valientemente emprendida y victoriosamente coronada".
Mientras tanto detrás de algunas puertas cerradas se fraguaba la suerte de muchas personas bajo el signo de la venganza y el exterminio, enmascarado por la careta de "su" justicia.
Y detrás de otras puertas, la tristeza y el miedo dejaban caer el manto de un silencio mortal.
Los jóvenes continuaron cada vez más belicosamente sus expansiones fascistas. Para muchos era el descubrimiento de un nuevo mundo. Para otros muchos el enganche tumultuoso al nuevo carro de la victoria. Las callejas del pueblo quedaron exornadas con toda clase de exabruptos antimarxistas y antirepublicanos, así como los correspondientes letreros alusivos a los "gloriosos vencedores", orlados con cruces gamadas, el yugo y las flechas, y toda clase de símbolos de nueva mitología. La entrada inquietante de los nacionales, tenía ya preparado su digno marco: el miedo la carnavalada, signos de los nuevos tiempos para el pueblo español.
CAPITULO XI
Llegó el último parte de guerra. Aunque en el corazón de todos los hombres de bien que defendieron a la República sería siempre como un puñal desolador, no voy a reproducirlo por ser desgraciadamente de sobra conocido.
El día 2 de Abril grupos de moradores impacientes se convirtieron en vigías de los caminos, esperando ver en la distancia por el lugar denominado la " Venta de Puntal " , la vanguardia de las tropas "liberadoras"; pero hasta las tres de la tarde, bajo un cielo despejado, radiante de sol, no hizo su aparición la cabeza de aquella serpenteante columna, imprecisable en sus detalles, que ocupando toda la calzada de la carretera y rodeada de nieblas de polvo dorado, se deslizaba lentamente hacía el pueblo.
A la voz de aviso creció el número de vecinos en la calle, y en verdad que junto a rostros de expresión gozosa se veían otros de preocupación y congoja. Los grupos de jóvenes que habían retomado la bandera bicolor decidieron salir al recibimiento de los "liberadores”. Mi eterna curiosidad venció momentáneamente a mis escrúpulos y les acompañé. Ya estaban cerca del pueblo. A pesar del polvo que los cubría el sol reverberaba en los cascos y los fusiles. Las expresiones de alborozo y bienvenida alborotaban el aire. Las mozas excitadas arrojaban flores a los triunfadores.
Yo observaba aquellos rostros cansados, consumidos por las privaciones y sumidos en su mayoría entre marañas barbudas, hirsutas de suciedad y sudores. Mi fantasía trataba de traspasar aquellas mascaras cuya dureza parecía atenuarse ante la perspectiva de un probable descanso y algún que otro disfrute imprevisible. Y fue entonces cuando un tremendo golpe en el pecho me derribó al suelo. Casi cegado por un agudo dolor apenas pude entrever sobre mí los ojos iracundos, maníacos, asesinos, de un sargento falangista que enarbolaba el fusil como disponiéndose a rematarme de un solo golpe; cerré los ojos, pero el golpe no llegó, ya que un grupo de jóvenes del pueblo se interpuso para evitarlo. Me ayudaron a incorporarme y de repente comprendí: allí estaba, en el suelo, rota, la insignia que me regalara el comisario político que yo inadvertidamente había dejado prendida sobre el pecho.
El alboroto atrajo la atención de un coronel, que se informó de incidente y a la vez fue informado de mi ascendencia como hijo de uno de los mejores fascistas del país. Inmediatamente amonestó al sargento falangista y se disculpó aludiendo a la insignia que había provocado sus iras al hacerlo recordar a quienes consideraba responsables del asesinato de sus padres en "zona roja".
Dolorido y humillado me separé de allí. Con los ojos turbios pude ver aún la fanfarria de algunos grupos de tropa, especialmente de alféreces, sargentos y otros muchos con ínfulas de " Duches y führers”, con aires de neolo políticos de nuevo cuño. A un lado de la carretera formaban los restos del ejército republicano, hombres desarrapados, agotados y entristecidos, que durante las horas que duró el paso de la columna tuvieron que permanecer firmes y con el brazo extendido en el odiado saludo fascista. Después fueron conducidos a un campo cerrado por cercas de alambre en espera de su destino al cautiverio o a la muerte, salvo los pocos que pudieran pasar las estrechas mallas de la criba.
Según se iban aproximando a las calles del pueblo los soldados competían en la entonación de sus himnos, tanto militares como falangistas, así " la fiel infantería " el " Cara al sol " y otras lindezas que los vecinos se apresuraban a incorporar a su cancionero para vivir a tono con los nuevos tiempos.
Finalmente, al atardecer hizo la columna militar su entrada triunfal en el pueblo, clamorosamente acompañada por muchos vecinos, entre los que destacaban en primera fila esos que siempre quieren congraciarse con los más fuertes, aquellos que quieren hacerse perdonar oscuros reconcomios de conciencia. Al encuentro de los soldados trajeron la imagen patronal de la Santa Cruz que poco antes de estallar la guerra ya había sido retirada de la iglesia y salvaguardada por un devoto feligrés y oportunista político de los que nunca faltan en todas partes; precisamente del bando opuesto, hermano de Adolfo, responsable político del comité local. Sirvió así Dios y al Diablo, como tantos saben hacer, y ahora puso la imagen sacra con la bendición de la iglesia a rendir pleitesía al César, cuya espada tan útil ha sido siempre a los intereses de sus valores eternos. Allí fueron nuevamente rememoradas las virtudes milagrosas de la imagen, tan parcas, al parecer, que no fueron bastantes para evitar la bestialidad de la guerra fratricida, aunque, claro, los caminos del Señor son tan inescrutables....
Ya era bien entrada la noche cuando la gente, agotada y ebria del jolgorio, fue retirándose a descansar. Es decir, no la gente joven, que, al organizarse en la Casa Consistorial un baile en honor de los vencedores, se apresuró a colaborar en la fiesta. Especialmente las mozas, las recatadas mozas pueblerinas aprovecharon la ocasión para romper tradiciones caseras y disciplinas hogareñas. No era para menos en medio del histórico acontecimiento. Para muchos padres pacatos debió se un deber patriótico que sus niñas alegraran la noche a los bravos combatientes, aunque fuera a costa de tan guardada virtud. Los militares aprovecharon tan generosa disposición, y en verdad que cualquier reticencia de cualquier chica hubiese sido inútil , ya que, apretujados en el pequeño salón, no era aquello baile si no maremágnum de brazos y piernas entremezclados, aplastados entre sí los vientres tensos por la excitación, el aliento ardiente entre los labios temblorosos, las manos ansiosas en la búsqueda de las intimidades, todo al vaivén de un compás indefinible pero prendido en las redes de la más desatada sensualidad. Se veía que los cruzados valores eternos no habían olvidado los más concretos y apetitosos valores temporales. Cuando llegó la hora de retirarse, ellos habían saciado un poco sus abstinencias y ellas habían rendido sus encantos a la satisfacción del guerrero. Algunas prendas íntimas esparcidas por el salón mostraban el trofeo de la misión cumplida.
No fue aquel espectáculo el mejor acicate para mi ánimo deprimido, si bien mi llegada a casa pasó desapercibida para mi atareada madre, que seguramente interpretó tras fugaz mirada mi aspecto como resultado de la diversión de toda la noche. Mal podía imaginar en medio de sus entusiasmos, renovados continuamente por las aduladoras visitas que se sucedían, la última impresión viva de mi cerebro era la deprimente escena de la entrega y desarme de los guardias de asalto, y su apresurado envío en un camión a los centros de reclusión donde unos tribunales militares de rebeldes dictarían las sentencias de la arbitrariedad y el rencor.
Poco después de aquella noche inacabable llegaron nuevas noticias de mi padre. Había desembarcado en Almería como agregado a la Policía Militar de vanguardia del ejército de ocupación destinada a una primera clasificación de prisioneros, (y eso fue prácticamente en una primera fase toda la " zona roja liberada "), de la que saldrían, salvo los " liberados " y los asesinados previamente, los que habían de pasar por los " Consejos de Guerra Sumarísimos de Urgencia ", que con esta abracadabrante título se conocían aquellos vulgares tribunales de sangre. Entre los primeros que mi padre conoció, se hallaba un vecino de Moreda, y en su deseo de transmitirnos sus noticias consiguió apresurar los trámites para permitirle volver a su pueblo con un mensaje para nosotros. Por él supimos cuanto antecede. Apresuradamente mi padre nos comunicaba la imposibilidad de abandonar sus obligaciones para venir a vernos, por lo que debíamos desplazarnos cuanto antes a Almería.
Un nuevo carrusel de visitas convirtió nuestra casa en un agobiante jubileo. Nuevos nervios para mi madre, que extremaba las escenas de histerismo y de vahídos y los continuos remojones en agua fresca.
Asqueado, entristecido y preocupado, procuré mantenerme al margen. Una idea ocupaba y absorbía mi mente: la derrota, la derrota del pueblo, mi propia derrota. Y el futuro, un futuro tan distinto para la patria caída; y para mí. Esta idea me acobardaba. A partir de entonces se iniciaba para todos una etapa nueva, con muchas incógnitas.
Aquí termina el relato de mi amigo Francisco Ortega hacia el año 1,973.
Paco y yo nos conocimos allá por el año 1,973. en al Agrupación del Partido comunista de España de la zona norte de Granada, denominada Polígono de Cartuja, Paco vivía en el Albaicin pero allí no existía Agrupación del PCE por esto se afilio en nuestra Agrupación, Paco era alto como de 1,75 mas o menos era enjuto de carácter afable, poco dado a las amistades estrechas y a confiar en cualquiera, creo que debía de deberse a su larga,comprometida y sufrida vida como el mismo relata, cuando yo lo conocí el tenia ya sobre los 50 años y yo sobre los 30 años, yo era ya miembro del comité político de la Agrupación vinculado en mi responsabilidad como secretario del Movimiento Obrero, y Secretario general de la Unión local ce CC.OO. De dicha zona norte. El caso es que conmigo pronto se sincero de todos sus sufrimientos pasados y me confió su amista, prueba de ello es que se paso sin salir de su casa mas de dos semanas hasta que copio a maquina su autobiografía para dedicármela, a nadie mas le hizo entrega de su historia nada mas que a mi, cuestión por la cual yo también confiaba totalmente en el como amigo y como camarada. El tenia las mismas convicciones que yo y era totalmente fiel a sus ideas y a su sensibilidad política quizá en mi encontró al hijo que le hubiera gustado tener aunque ignoro todo sobre su familia, el cas es que me confiaba todas sus inquietudes y sus deseos de lucha, después seguimos viéndonos incluso fuera del partido, el trabajaba como vigilante en la fabrica de cervezas Alhambra y yo cada vez que tenia un rato lo visitaba sobre todo los domingos y festivos en los que el como vigilante se encontraba solo en su pequeña caseta del patio de la fabrica de cervezas hasta que yo por causa ajenas a mi voluntad me traslade a la ciudad de Motril, y al cabo de cuatro o cinco años sobre el 1,995 quise ponerme en contacto con el y recibí la noticia de su esposa de que había muerto tiempo atrás sin precisarme fecha ni circunstancias,y,aquí queda que hoy cuando yo ya piso los 75 años transcribo su biografía para que quede constancia.


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